Conocer el lugar, conocer al Dios presente en el mundo

Las vacaciones para la familia Horan siempre fueron sencillas, pero repletas de significado, memorables y a menudo educativas. Mi familia nunca fue a Disney World ni a Europa. El coste financiero para nuestra familia de seis siempre era prohibitivo. Con pocas excepciones, las dos clases de vacaciones de las que disfruté mientras crecía en el centro del estado de Nueva York incluían viajes al Parque Adirondack y el viaje anual por carretera a Washington, DC, para visitar a la familia extensa, pasando por Gettysburg o por Philadelphia.

La primera modalidad era el standard de verano, mientras que la segunda habitualmente tenía lugar durante las pausas de primavera del colegio de primaria y del instituto y suponía apilarnos durante horas en el coche. La primera mitad de la semana la pasábamos en uno de los dos destinos de Pensilvania. Gettysburg no disponía de parque de atracciones ni de carnaval, pero sí de una historia que nos inspiraba a los jóvenes hermanos Horan a ver la película de 1993, Gettysburg, basada en el libro ganador del Premio Pullitzer, Los ángeles asesinos, de Michael Shaara, antes de cada visita. Aprendíamos los nombres de los comandantes militares, seleccionábamos a nuestros favoritos y simulábamos adoptar sus identidades en los lugares de batalla claves cuando llegábamos. Decíamos las líneas y conocíamos la historia -pequeños soldados de la Unión de ocho, seis y tres años que corrían por el terreno de la batalla más sangrienta de la Guerra Civil de Estados Unidos.

La batalla de Gettysburg no habría sido para nosotros más que una referencia en un libro escolar de historia, como lo es para la mayoría de los estudiantes estadounidenses, si no hubiésemos tenido la familiaridad de conocer el lugar, contemplar sus horizontes y caminar por su suelo. Los lugares de batalla como Seminary Ridge y Little Round Top no eran meras abstracciones, sino localizaciones reales donde nosotros, también, habíamos pisado, imaginando lo que habrían vivido los ejércitos acampados allí y en batalla más de un siglo antes.

Lo mismo se puede decir de otros lugares históricos principales que visitábamos en Washington y Pensilvania: el Teatro Ford, el Capitolio de Estados Unidos, el Cementerio Nacional de Arlington, Independence Hall, la campana de la libertad y tantos otros. No solo sabíamos cosas sobre esos lugares, sino que los conocíamos íntimamente, de la manera en la que los hablantes de español distinguen entre saber y conocer. * Y de ello estoy muy agradecido. Mis padres formaron en mí un amor no solo por la historia sino también por la experiencia y la importancia del lugar. Décadas más tarde, me inclino a recordar esas vacaciones infantiles en términos de peregrinación civil, viajes instructivos, desde luego, pero experiencias que trascendieron el mero mirar. En términos de lugares, religiosos y de otro tipo, nuestros padres fueron ciertamente nuestros primeros guías.

Desde entonces, he tenido la oportunidad de visitar muchos otros lugares significativos a lo largo del globo, incluidos los más importantes para la fe cristiana en general y para la tradición franciscana en particular. Por el camino, también me he convertido en guía para otros. De hecho, estoy escribiendo esta columna junto al Mar de Galilea en un descanso durante un retiro de Semana Santa que estoy dirigiendo con la dominica sor Laurie Brik, que es una académica del Nuevo Testamento. Durante mi tiempo aquí, he estado pensando mucho sobre los conceptos de peregrinación y de lugar y su particular significado teológico.

El cristianismo no está solo a la hora de enfatizar las peregrinaciones sagradas. Es conocido que el Islam dispone del hajj, la peregrinación obligatoria a la Meca que es uno de los cinco pilares de su religión. El judaísmo acude al Muro Occidental o "de las Lamentaciones" de Jerusalén, que es lo que permanece hoy del Segundo Templo. De igual manera, hindúes, budistas y bahaís, entre otros, disponen de sus propios centros a los que peregrinan sus fieles.

Como cristianos, tenemos numerosos lugares a los que peregrinar, incluidos aquellos ligados a los santos, a las apariciones marianas, a iglesias, a lugares bíblicos, entre otros. Hay al menos tres lecciones que mi actual peregrinación a Tierra Santa me ha recordado sobre la importancia teológica del lugar en nuestra tradición.

El primero es el poder de nuestra creencia en la Encarnación de la Palabra. Permanecer de pie en la playa del Mar de Galilea o caminar por Jerusalén invita, de una manera única, a considerar lo que debió haber sido para Jesús de Nazareth hacer lo mismo. Así como las particularidades de la vida palestina de Jesús en el siglo I son importantes al tratar materias de historia y de fe, que Dios entró en el mundo como uno de nosotros y vivió como todos nosotros es una verdad inspiradora y que nos llama a la humildad. En este sentido, el lugar físico real en el que tuvo lugar la Encarnación nos reta a reconocer el significado universal del Emmanuel -Dios con nosotros- en todos los lugares. Aunque llamemos a esta tierra santa, el Dios que se convierte en humano, tomando la materialidad de la existencia finita (sarx en griego bíblico) convierte en santa a toda la tierra, en un sentido profundo.

La segunda lección es la importancia, a menudo minusvalorada, de la doctrina de la comunión de los santos. Cuando la mayoría de los cristianos piensan en la comunión de los santos, si es que piensan en ella alguna vez, se imaginan a santos con "S" mayúscula como Francisco de Asís o Catalina de Siena, viéndoles como intercesores entre nosotros y Dios. Aunque hay algo de verdad en ello, va más allá. La doctrina de la comunión de los santos es la enseñanza de que todas las mujeres y hombres estamos unidos unos a otros en el Espíritu Santo. Esto es importante cuando pensamos sobre peregrinaciones y lugares porque no solo estamos conectados de una forma particular con Cristo que caminó en esta Tierra, sino también a todas y cada una de las personas de ese tiempo, de antes de ese tiempo, de entre ese tiempo y ahora. Cuando entramos en el modo de un peregrino, se nos invita a recordar a todos los que vinieron antes de nosotros y a todos los que vendrán después, porque todos estamos unidos en este lugar y a lo largo del mundo entero. 

Por último, otra lección teológica que la peregrinación nos ofrece es un recordatorio de que el Espíritu Santo está vivo y presente en el mundo. Siendo verdad que Dios se reveló al mundo de la forma más plena posible en Jesucristo, Dios no obstante continúa revelándose a la creación. Así como Cristo predicó, sanó y enseñó en este lugar especial donde estoy pasando esta semana, así también Dios continúa haciéndose presente a nuestro lado en todos y cada uno de los lugares en los que nos encontremos. La cuestión no es tanto cómo se manifiesta Dios ante nosotros sino si tenemos ojos para ver y oídos para escuchar lo que Dios siempre está haciendo en nosotros, aquí y ahora, en cada lugar.

Como cristianos, tenemos la gran alegría de profesar la fe en un Dios que ha entrado en nuestro mundo -en nuestro lugar- como uno de nosotros, uniéndonos y enviándonos al Espíritu que sigue obrando a nuestro lado en cada tiempo y lugar. Las peregrinaciones nos permiten entrar en este misterio que está en el corazón de nuestra fe. Lo bello de la teología cristiana que proporciona sentido a las peregrinaciones es que siempre que tengamos la intención de ver la sacralidad inherente de los lugares en los que nos encontremos, decididos a traer a nuestra mente a aquellos que nos precedieron y que nos proseguirán y a reconocer la presencia de Dios entre nosotros, damos testimonio de la importancia de acudir a una peregrinación -sea a Jerusalén, a Gettysburg o a cualquier otro lugar-.

Por Daniel Horan, OFM. Traducido del National Catholic Reporter

*N del traductor: En español en el original.

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