Vive Cristo (II): Jesucristo siempre joven
Exhortación Apostólica "Christus Vivit"
Capítulo segundo
Jesucristo siempre joven
Jesucristo siempre joven
22. Jesús es «joven entre los jóvenes para ser ejemplo de los jóvenes y consagrarlos al Señor».
Por eso el Sínodo dijo que «la juventud es una etapa original y
estimulante de la vida, que el propio Jesús vivió, santificándola». ¿Qué nos cuenta el Evangelio acerca de la juventud de Jesús?
La juventud de Jesús
23. El Señor «entregó Su espíritu» (Mt 27,50) en una cruz cuando tenía poco más de 30 años de edad (cf. Lc 3,23).
Es importante tomar conciencia de que Jesús fue un joven. Dio su vida
en una etapa que hoy se define como la de un adulto joven. En la
plenitud de Su juventud comenzó su misión pública y así «brilló una gran
luz» (Mt 4,16), sobre todo cuando dio su vida hasta el fin. Este
final no era improvisado, sino que toda Su juventud fue una preciosa
preparación, en cada uno de sus momentos, porque «todo en la vida de
Jesús es signo de Su misterio» y «toda la vida de Cristo es misterio de Redención».
24. El Evangelio no habla de la niñez de Jesús, pero
sí nos narra algunos acontecimientos de su
adolescencia y juventud.
Mateo sitúa este período de la juventud del Señor entre dos
acontecimientos: el regreso de Su familia a Nazaret, después del tiempo
de exilio, y Su bautismo en el Jordán, donde comenzó su misión pública.
Las últimas imágenes de Jesús niño son las de un pequeño refugiado en
Egipto (cf. Mt 2,14-15) y posteriormente las de un repatriado en Nazaret (cf. Mt
2,19-23). Las primeras imágenes de Jesús, joven adulto, son las que nos
lo presentan en el gentío junto al río Jordán, para hacerse bautizar
por su primo Juan el Bautista, como uno más de Su pueblo (cf. Mt 3,13-17).
25. Este bautismo no era como el nuestro, que nos
introduce en la vida de la gracia, sino que fue una consagración antes
de comenzar la gran misión de Su vida. El Evangelio dice que Su bautismo
fue motivo de la alegría y del beneplácito del Padre: «Tú eres mi Hijo
amado» (Lc 3,22). En seguida Jesús apareció lleno del
Espíritu Santo y fue conducido por el Espíritu al desierto. Así estaba
preparado para salir a predicar y a hacer prodigios, para liberar y
sanar (cf. Lc 4,1-14). Cada joven, cuando se sienta llamado a
cumplir una misión en esta tierra, está invitado a reconocer en su
interior esas mismas palabras que le dice el Padre Dios: «Tú eres mi
hijo amado».
26. Entre estos relatos, encontramos uno que muestra
a Jesús en plena adolescencia. Es cuando regresó con sus padres a
Nazaret, después que ellos lo perdieron y lo encontraron en el Templo
(cf. Lc 2,41-51). Allí dice que «les estaba sujeto» (cf. Lc 2,51),
porque no renegaba de su familia. Después, Lucas agrega que Jesús
«crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres» (Lc
2,52). Es decir, estaba siendo preparado, y en ese período iba
profundizando su relación con el Padre y con los demás. San Juan Pablo
II explicaba que no crecía sólo físicamente, sino que «se dio también en
Jesús un crecimiento espiritual», porque «la plenitud de gracia en
Jesús era relativa a la edad: había siempre plenitud, pero una plenitud
creciente con el crecer de la edad».
27. Con estos datos evangélicos podemos decir que,
en su etapa de joven, Jesús se fue «formando», se fue preparando para
cumplir el proyecto que el Padre tenía. Su adolescencia y su juventud lo
orientaron a esa misión suprema.
28. En la adolescencia y en la juventud, su relación
con el Padre era la del Hijo amado, atraído por el Padre, crecía
ocupándose de Sus cosas: «¿No sabían que debo ocuparme de los asuntos de
mi Padre?» (Lc 2,49). Sin embargo, no hay que pensar que Jesús
fuera un adolescente solitario o un joven ensimismado. Su relación con
la gente era la de un joven que compartía toda la vida de una familia
bien integrada en el pueblo. Aprendió el trabajo de su padre y luego lo
reemplazó como carpintero. Por eso, en el Evangelio una vez se le llama
«el hijo del carpintero» (Mt 13,55) y otra vez sencillamente «el carpintero» (Mc
6,3). Este detalle muestra que era un muchacho más de Su pueblo, que se
relacionaba con toda normalidad. Nadie lo miraba como un joven raro o
separado de los demás. Precisamente por esta razón, cuando Jesús salió a
predicar, la gente no se explicaba de dónde sacaba esa sabiduría: «¿No
es este el hijo de José?» (Lc 4,22).
29. El hecho es que «Jesús tampoco creció en una
relación cerrada y absorbente con María y con José, sino que se movía
gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los parientes y
amigos».
Así entendemos por qué sus padres, cuando regresaban de la
peregrinación a Jerusalén, estaban tranquilos pensando que el jovencito
de doce años (cf. Lc 2,42) caminaba libremente entre la gente,
aunque no lo vieran durante un día entero: «Creyendo que estaba en la
caravana, hicieron un día de camino» (Lc 2,44). Ciertamente,
pensaban que Jesús estaba allí, yendo y viniendo entre los demás,
bromeando con otros de su edad, escuchando las narraciones de los
adultos y compartiendo las alegrías y las tristezas de la caravana. El
término griego utilizado por Lucas para la caravana de peregrinos, synodía,
indica precisamente esta “comunidad en camino” de la que forma parte la
sagrada familia. Gracias a la confianza de sus padres, Jesús se mueve
libremente y aprende a caminar con todos los demás.
Su juventud nos ilumina
30. Estos aspectos de la vida de Jesús pueden
resultar inspiradores para todo joven que crece y se prepara para
realizar su misión. Esto implica madurar en la relación con el Padre, en
la conciencia de ser uno más de la familia y del pueblo, y en la
apertura a ser colmado por el Espíritu y conducido a realizar la misión
que Dios encomienda, la propia vocación. Nada de esto debería ser
ignorado en la pastoral juvenil, para no crear proyectos que aíslen a
los jóvenes de la familia y del mundo, o que los conviertan en una
minoría selecta y preservada de todo contagio. Necesitamos más bien
proyectos que los fortalezcan, los acompañen y los lancen al encuentro
con los demás, al servicio generoso, a la misión.
31. Jesús no los ilumina a ustedes, jóvenes, desde
lejos o desde afuera, sino desde Su propia juventud, que comparte con
ustedes. Es muy importante contemplar al Jesús joven que nos muestran
los evangelios, porque Él fue verdaderamente uno de ustedes, y en Él se
pueden reconocer muchas notas de los corazones jóvenes. Lo vemos, por
ejemplo, en las siguientes características: «Jesús tenía una confianza
incondicional en el Padre, cuidó la amistad con Sus discípulos, e
incluso en los momentos críticos permaneció fiel a ellos. Manifestó una
profunda compasión por los más débiles, especialmente los pobres, los
enfermos, los pecadores y los excluidos. Tuvo la valentía de enfrentarse
a las autoridades religiosas y políticas de su tiempo; vivió la
experiencia de sentirse incomprendido y descartado; sintió miedo del
sufrimiento y conoció la fragilidad de la pasión; dirigió su mirada al
futuro abandonándose en las manos seguras del Padre y a la fuerza del
Espíritu. En Jesús todos los jóvenes pueden reconocerse».
32. Por otra parte, Jesús ha resucitado y nos quiere
hacer partícipes de la novedad de Su resurrección. Él es la verdadera
juventud de un mundo envejecido, y también es la juventud de un universo
que espera con «dolores de parto» (Rm 8,22) ser revestido con Su
luz y con Su vida. Cerca de Él podemos beber del verdadero manantial,
que mantiene vivos nuestros sueños, nuestros proyectos, nuestros grandes
ideales, y que nos lanza al anuncio de la vida que vale la pena. En dos
detalles curiosos del evangelio de Marcos puede advertirse el llamado a
la verdadera juventud de los resucitados. Por una parte, en la pasión
del Señor aparece un joven temeroso que intentaba seguir a Jesús pero
que huyó desnudo (cf. Mc 14,51-52), un joven que no tuvo la
fuerza de arriesgarlo todo por seguir al Señor. En cambio, junto al
sepulcro vacío, vemos a un joven «vestido con una túnica blanca» (16,5)
que invitaba a perder el temor y anunciaba el gozo de la resurrección
(cf. 16,6-7).
33. El Señor nos llama a encender estrellas en la
noche de otros jóvenes, nos invita a mirar los verdaderos astros, esos
signos tan variados que Él nos da para que no nos quedemos quietos, sino
que imitemos al sembrador que miraba las estrellas para poder arar el
campo. Dios nos enciende estrellas para que sigamos caminando: «Las
estrellas brillan alegres en sus puestos de guardia, Él las llama y le
responden» (Ba 3,34-35). Pero Cristo mismo es para nosotros la
gran luz de esperanza y de guía en nuestra noche, porque Él es «la
estrella radiante de la mañana» (Ap 22,16).
La juventud de la Iglesia
34. Ser joven, más que una edad es un estado del
corazón. De ahí que una institución tan antigua como la Iglesia pueda
renovarse y volver a ser joven en diversas etapas de su larguísima
historia. En realidad, en sus momentos más trágicos siente el llamado a
volver a lo esencial del primer amor. Recordando esta verdad, el
Concilio Vaticano II expresaba que «rica en un largo pasado, siempre
vivo en ella y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia
los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera
juventud del mundo». En ella es posible siempre encontrar a Cristo «el
compañero y amigo de los jóvenes».
Una Iglesia que se deja renovar
35. Pidamos al Señor que libere a la Iglesia de los
que quieren avejentarla, esclerotizarla en el pasado, detenerla,
volverla inmóvil. También pidamos que la libere de otra tentación: creer
que es joven porque cede a todo lo que el mundo le ofrece, creer que se
renueva porque esconde su mensaje y se mimetiza con los demás. No. Es
joven cuando es ella misma, cuando recibe la fuerza siempre nueva de la
Palabra de Dios, de la Eucaristía, de la presencia de Cristo y de la
fuerza de su Espíritu cada día. Es joven cuando es capaz de volver una y
otra vez a su fuente.
36. Es cierto que los miembros de la Iglesia no
tenemos que ser “bichos raros”. Todos tienen que sentirnos hermanos y
cercanos, como los Apóstoles, que «gozaban de la simpatía de todo el
pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13). Pero al mismo tiempo
tenemos que atrevernos a ser distintos, a mostrar otros sueños que este
mundo no ofrece, a testimoniar la belleza de la generosidad, del
servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a
la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien
común, del amor a los pobres, de la amistad social.
37. La Iglesia de Cristo siempre puede caer en la
tentación de perder el entusiasmo porque ya no escucha la llamada del
Señor al riesgo de la fe, a darlo todo sin medir los peligros, y vuelve a
buscar falsas seguridades mundanas. Son precisamente los jóvenes
quienes pueden ayudarla a mantenerse joven, a no caer en la corrupción, a
no quedarse, a no enorgullecerse, a no convertirse en secta, a ser más
pobre y testimonial, a estar cerca de los últimos y descartados, a
luchar por la justicia, a dejarse interpelar con humildad. Ellos pueden
aportarle a la Iglesia la belleza de la juventud cuando estimulan la
capacidad «de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de
renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas».
38. Quienes ya no somos jóvenes, necesitamos
ocasiones para tener cerca la voz y el estímulo de ellos, y «la cercanía
crea las condiciones para que la Iglesia sea un espacio de diálogo y
testimonio de fraternidad que fascine».
Nos hace falta crear más espacios donde resuene la voz de los jóvenes:
«La escucha hace posible un intercambio de dones, en un contexto de
empatía […]. Al mismo tiempo, pone las condiciones para un anuncio del
Evangelio que llegue verdaderamente al corazón, de modo incisivo y
fecundo».
Una Iglesia atenta a los signos de los tiempos
39. «Para muchos jóvenes Dios, la religión y la
Iglesia son palabras vacías, en cambio son sensibles a la figura de
Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz».
Por eso es necesario que la Iglesia no esté demasiado pendiente de sí
misma sino que refleje sobre todo a Jesucristo. Esto implica que
reconozca con humildad que algunas cosas concretas deben cambiar, y para
ello necesita también recoger la visión y aun las críticas de los
jóvenes.
40. En el Sínodo se reconoció «que un número
consistente de jóvenes, por razones muy distintas, no piden nada a la
Iglesia porque no la consideran significativa para su existencia.
Algunos, incluso, piden expresamente que se les deje en paz, ya que
sienten su presencia como molesta y hasta irritante. Esta petición con
frecuencia no nace de un desprecio acrítico e impulsivo, sino que hunde
sus raíces en razones serias y comprensibles: los escándalos sexuales y
económicos; la falta de preparación de los ministros ordenados que no
saben captar adecuadamente la sensibilidad de los jóvenes; el poco
cuidado en la preparación de la homilía y en la explicación de la
Palabra de Dios; el papel pasivo asignado a los jóvenes dentro de la
comunidad cristiana; la dificultad de la Iglesia para dar razón de sus
posiciones doctrinales y éticas a la sociedad contemporánea».
41. Si bien hay jóvenes que disfrutan cuando ven una
Iglesia que se manifiesta humildemente segura de sus dones y también
capaz de ejercer una crítica leal y fraterna, otros jóvenes reclaman una
Iglesia que escuche más, que no se la pase condenando al mundo. No
quieren ver a una Iglesia callada y tímida, pero tampoco que esté
siempre en guerra por dos o tres temas que la obsesionan. Para ser
creíble ante los jóvenes, a veces necesita recuperar la humildad y
sencillamente escuchar, reconocer en lo que dicen los demás alguna luz
que la ayude a descubrir mejor el Evangelio. Una Iglesia a la defensiva,
que pierde la humildad, que deja de escuchar, que no permite que la
cuestionen, pierde la juventud y se convierte en un museo. ¿Cómo podrá
acoger de esa manera los sueños de los jóvenes? Aunque tenga la verdad
del Evangelio, eso no significa que la haya comprendido plenamente; más
bien tiene que crecer siempre en la comprensión de ese tesoro inagotable.
42. Por ejemplo, una Iglesia demasiado temerosa y
estructurada puede ser permanentemente crítica ante todos los discursos
sobre la defensa de los derechos de las mujeres, y señalar
constantemente los riesgos y los posibles errores de esos reclamos. En
cambio, una Iglesia viva puede reaccionar prestando atención a las
legítimas reivindicaciones de las mujeres que piden más justicia e
igualdad. Puede recordar la historia y reconocer una larga trama de
autoritarismo por parte de los varones, de sometimiento, de diversas
formas de esclavitud, de abuso y de violencia machista. Con esta mirada
será capaz de hacer suyos estos reclamos de derechos, y dará su aporte
con convicción para una mayor reciprocidad entre varones y mujeres,
aunque no esté de acuerdo con todo lo que propongan algunos grupos
feministas. En esta línea, el Sínodo quiso renovar el compromiso de la
Iglesia «contra toda clase de discriminación y violencia sexual».
Esa es la reacción de una Iglesia que se mantiene joven y que se deja
cuestionar e impulsar por la sensibilidad de los jóvenes.
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