Que las lamentaciones den paso a los aleluyas

Este año, el oficio de tinieblas ha llegado pronto. En el servicio medieval, celebrado el miércoles de la Semana Santa y que sirve como vigilia del Triduo, se cantan las lamentaciones de Jeremías. Las lamentaciones son sollozos del corazón, llorando por los males que asolaron al Pueblo de Dios, Israel, con la destrucción del templo y el exilio en Babilonia.

Según progresa el servicio y se acumulan los llantos, las velas se van apagando una a una hasta que la iglesia se queda en oscuridad, la congregación arroja sus himnarios imitando el sonido de un trueno y todos se marchan en silencio.

Ayer, mirando las llamas que abrasaban la Catedral de Notre Dame de París, parecía tinieblas. Las lamentaciones por la destrucción de este magnífico templo de devoción a la Madre de Dios eran tan sentidas como apropiadas. Mientras las llamas saltaban más y más alto, parecía que la oscuridad iba descendiendo incrustándose en el espíritu de todos los que hemos rezado en los muros de la catedral en el corazón de París. Después de que el antiguo techo se hubiese derrumbado, como trueno malvado, el silencio y el lamento parecían la única cosa que se podía hacer.

Habrá quien critique que se muestre tal emoción por un montón -incluso un noble montón- de piedras mientras seres humanos de todo el mundo están sufriendo. Pero eso es no comprender lo que una catedral, especialmente una catedral antigua y venerable como Notre Dame, es. No es mera piedra, sino hogar en el que las piedras vivas del Pueblo de Dios han rezado a lo largo de los siglos, suplicando a su Señor y a Su Madre socorro y salvación. La estatua de la Santísima Madre que se levantaba a la derecha del altar -la gente que buscaba alivio tras la Peste Negra rezó ante esa estatua-. Las personas angustiadas por el hambre y otros momentos duros han encendido velas en este espacio. Las armas de varias guerras pudieron ser escuchadas por los sacerdotes que celebraban en el altar, conduciendo al pueblo de París a la oración. En 2015, una congregación de líderes nacionales y locales se reunieron para rezar por las víctimas de los ataques terroristas de París mientras Olivier Latry hizo lo que en otro tiempo habría sido impensable, tocar "La Marsellesa" en el momento de la consagración con el gran órgano Cavaille-Coll. Ese órgano ya no existe, uno de los muchos tesoros culturales que no han sobrevivido a las llamas y al humo.

Los arcos de la catedral de Amiens son mucho más altos que los de la catedral de París. Las vidrieras de la catedral de Chartres son más magníficas. La catedral de Reims rivaliza con la obra maestra del gótico junto al Sena en términos de relevancia histórica. Pero hay algo en Notre Dame de París que resuena en el espíritu de la Francia católica. Esas otras catedrales también están dedicadas a la Madre de Dios pero cuando uno habla de "Notre Dame" sin especificar la ciudad, está claro de qué catedral se está hablando. Es el mismo corazón de la ciudad que es el corazón de Francia. La devoción de Francia, la hija mayor de la Iglesia, a la Madre de Cristo en ningún lugar es más tangible, en ningún lugar está más cargada de historia. ¿Cuántos peregrinos han encendido una vela y han buscado refugio bajo el manto de María aquí? Por eso no debemos a nadie una excusa por nuestras lágrimas.

Los grandes contrafuertes volantes de Notre Dame, vistos desde el suelo, parecen los propios
remos de Dios que llevan al gran barco de la Iglesia por las bravas aguas de la historia. De cerca, son masivas piezas de mampostería que sirven a un objetivo práctico, soportar los muros transfiriendo el peso del techo. Esto permitió a los arquitectos cortar grandes agujeros en los muros, donde se situaron las vidrieras. Las naves oscuras, soberbiamente sombrías de la gran catedral románica, como las de Santiago de Compostela o Toulouse, dieron espacio a la luz del gótico. La combinación de solidez y belleza fue poderosa, tanto que incluso en Estados Unidos hemos tendido a construir nuestras propias iglesias más en el estilo neogótico que en cualquier otro. Gracias a Dios, los contrafuertes de Notre Dame todavía están en pie y, con ellos, los muros.

Ninguna otra catedral que yo conozca tiene una localización más acertada. El lento fluir de las aguas del Sena se escucha por el lado sur de Notre Dame. El parque, ahora dedicado a la memoria de San Juan XXIII, que presidió la Eucaristía en Notre Dame muchas veces durante su etapa como nuncio apostólico en Francia tras la Segunda Guerra Mundial, es un enclave de tranquilidad, incluso de rusticidad, en la ocupada y ruidosa ciudad. La plaza en el lado oeste, con sus dos torres inmortalizadas por Víctor Hugo y el tañedor de campanas de ficción Quasimodo, permiten observar la entera fachada, sus hileras de estatuas, sus tres enormes puertas, la gran campana dando la hora. ¿Quién puede olvidar a los líderes de la comunidad judía de París y a algunos de sus familiares reunidos en esa plaza para recitar el Kadish sobre el cuerpo del Cardenal Jean Marie Lustiger antes de su funeral cristiano dentro de la catedral? A la luz de la larga historia de antisemitismo en Francia y en Europa fue un momento de singular profundidad.

París no fue arrasada en la II Guerra Mundial y Notre Dame escapó de la destrucción. Cuando acudes a las grandes iglesias de Alemania, en la entrada suele haber una fotografía que nos muestra cómo era el lugar antes de 1945. La Frauenkirche de Munich, la Catedral de la Asunción de Hildesheim, el Domo de Berlín, todas quedaron en ruinas por los bombardeos aliados y han sido reconstruidas. Notre Dame será reconstruida también. Debe serlo.

"La humanidad nunca fue tan felizmente inspirada como al constuir una catedral", escribió el novelista escocés Robert Louis Stevenson. Y, por lo tanto, ver una catedral incendiarse es uno de los momentos más tristes de la humanidad. Las velas extinguidas en el oficio de tinieblas, sin embargo, son encendidas de nuevo en la Gran Vigilia Pascual. Las lamentaciones dan paso a los aleluyas, la oscuridad a la luz, la tristeza a la alegría pascual. A lo largo de los siglos, la fe cristiana ha proporcionado consuelo, especialmente a los pobres y necesitados. La catedral era el único monumento artístico al que el pobre tenía tanto acceso como el poderoso. El shock y la tristeza de ver a Notre Dame en llamas pasarán, porque la fe que una vez la construyó no se ha extinguido.

Por Michael Sean Winters. Traducido del National Catholic Reporter

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