Nuestras propias historias de Resurrección

Se levantó frente a una multitud de jóvenes profesionales bien vestidos en una destilería de marca "chic" en el centro de Louisville, en Kentucky. Podía contar que estaba nerviosa mientras se balanceaba hacia delante y atrás, mirándome con una pequeña sonrisa en su cara. Todos se volvieron hacia ella, ansiosos por escuchar lo que tenía que decir.

Una vez que fue presentada, tomó su micrófono, miró a la multitud y dijo: "De cinco a siete minutos no es tiempo suficiente para explicar milagros, pero haré mi mejor intento".

Casado desde hace cerca de cinco años, he visto a mi mujer Gillian contar su historia de lucha contra la enfermedad con esperanza más veces de las que podría contar. Habitualmente me encuentro entre los que tienen que limpiarse las lágrimas cuando ella termina. La multitud siempre la llena de agradecimiento cuando termina, agradecimiento por ver la vida de una nueva manera, agradecimiento por su testimonio de alegría en la dificultad, agradecimiento por la esperanza que trae.

Así es como me imagino a Pedro cuando María Magdalena vino corriendo, hablándole de una tumba vacía. Hay esperanza, la piedra está corrida, la desesperación puede tornarse en alegría.

Es su historia de resurrección.

Es conocido que San Juan Pablo II afirmó: "Somos un pueblo pascual y aleluya es nuestra canción". Como Pueblo de Cristo, la alegría es nuestra bandera y la esperanza es nuestro himno. Sin embargo, estas palabras pueden ser conceptos abstractos hasta que tomen tierra en una historia que hable al lugar y tiempo presentes.

La historia de la resurrección de Jesús fue para los discípulos de Jesús y para los primeros cristianos una historia fundada en su tiempo y espacio contemporáneo. En los días que siguieron a la Pascua, escuchamos las historias de Jesús reapareciendo a los discípulos -no como un fantasma sino en carne-. También escuchamos la historia del dubitativo Tomás, que pone sus manos en las heridas de Jesús y al que Jesús enseña "Bienaventurados aquellos que creen sin haber visto".

Dos mil años más tarde, la historia de la Resurrección es tan elusiva en su significado como las palabras "alegría" y "esperanza". Es algo que sucedió hace mucho tiempo en una tierra extraña a vagabundos que atravesaban el desierto en búsqueda de un mesías que les liberase de la dominación romana. Es difícil imaginar que esta sea una historia para este tiempo y lugar.

Esto es así hasta que nosotros, voluntariamente o porque las heridas de la vida nos obliguen a ello, caemos de rodillas y tenemos la fe de abrir nuestros corazones y confiar que la historia de la Resurrección no estaba dirigida, en absoluto, a un solo tiempo y lugar.

Dos días antes de la Navidad del pasado año, estaba sentado junto con mi hermano y una mujer de muy dulce apariencia en la capilla de un albergue para personas sin hogar cantando una versión de "Amazing Grace". El diácono que tocaba el piano era un músico con talento, pero el piano había visto días mejores. Sin embargo, esto no era Carnegie Hall; era una humilde capilla en el centro de Toledo, Ohio, que ofrecía una comida caliente y un humilde refugio a aquellos que necesitaban resguardarse del frío invernal.

Después de la música, mi abuelo se acercó al atril para comenzar su sermón. No es un predicador profesional, aunque me ha predicado desde la mesa de su cocina más de unas cuantas veces. Es, sin embargo, miembro de una organización llamada los Gideones -conocida por las biblias que colocan en hoteles- y miembros de su grupo predican con cierta frecuencia en esta capilla.

Predicó sobre el árbol de Jesé, que se encuentra en el capítulo 11 de Isaías, una historia profética de redención que precede la llegada de Jesús. Es la historia de un reino perdido que se transformó por el poder de Dios.

Mirando a la sala, tal vez dándose cuenta de que sus pensadas notas sobre la historia de Isaías podrían perderse en la multitud, dejó a un lado su texto preparado y salió del púlpito. "No pensaba hacer esto", dijo, "pero es importante".

"Sé que no parece que tengamos demasiado en común, pero cuando era más joven y acababa de salir del Ejército, donde había pasado veinte años supervisando soldados y viajando por el mundo, me encontré en un pequeño pueblo de Mississipi limpiando baños y apenas ganando lo justo para cuidar de mis tres hijos y mi mujer".

Había escuchado a mi abuelo contar un millón de historias, pero sentado allí en aquel albergue para personas sin hogar, dos días antes de las Navidades, escuché a este hombre de 82 años una historia que nunca antes había narrado.

"Por fin, tuve suficiente", continuó. "Me puse de rodillas y dije: Jesús, sé que he tenido una relación complicada y que no siempre he sido el hombre que debería haber sido, pero hoy te daré mi vida y te seguiré donde sea que me guíes".

Tres días más tarde, me ofrecieron un trabajo como responsable de seguridad de una compañía de energía nuclear que al final me llevó a emigrar al norte y a convertirme en el jefe de seguridad corporativa de muchas centrales energéticas a lo largo del país. De la desesperanza y la desolación brotó una nueva historia por el poder de Jesucristo.

Fue la primera vez que escuché su historia de resurrección.

Como dice la canción, no estábamos allí cuando crucificaron a nuestro Señor. Ni estábamos cuando lo enterraron en la tumba ni cuando corrió la piedra. Sin embargo, como sugiere la canción, sabemos lo que significa ser dejados solos, ser crucificados por errores que nunca cometimos, estar a la deriva entre las tormentas de la vida, caer de rodillas desde la altura de nuestras expectativas, temblar.

La noticia del Evangelio -la buena noticia- es que la historia de la Resurrección no terminó cuando Jesús corrió la piedra. Ese fue el comienzo. Y si estamos dispuestos a profundizar en nuestra propia desolación, Él estará ahí esperando para caminar con nosotros y hacer nueva nuestra vida.

Nuestras propias historias de resurrección comienzan en la desolación del Viernes Santo pero siempre terminan, por el poder transformador de Dios, en la alegría y esperanza del Domingo Pascual.

Por Christian Mocek, traducido del National Catholic Reporter

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