Debajo de cada losa que parezca aplastarnos, hay vida que quiere resucitar
El simbolismo de este texto, de una riqueza extraordinaria, empieza
jugando con contrastes. Para quien ha vivido la experiencia, se trata
del “primer día de la semana”; para María Magdalena, sin embargo,
todavía es de noche: “aún estaba oscuro”. Sabemos que para el
autor del cuarto evangelio, la noche es sinónimo de oscuridad,
confusión, ignorancia; el “primer día”, por el contrario, alude a la
“nueva creación”. A la oscuridad de quienes aún no lo han experimentado,
los testigos proclaman: Jesús ha resucitado y Su resurrección
constituye una “nueva creación” del mundo, sobre cimientos de vida y
certeza definitivas.
Un contraste similar es el que muestra a María marchando al sepulcro
–el “sepulcro” es el lugar de la muerte y de la desesperanza–, cuando la
realidad es que “la losa estaba quitada”, es decir, la muerte
había sido vencida. Imagen que, entre líneas, nos sugiere algo
profundamente sabio: debajo de cada “losa” que parezca aplastarnos, hay
vida que quiere resucitar.
Más profundamente aún, no hay ninguna “losa”: nada es capaz de aplastar la vida. Cualquier “losa” que nuestra mente pueda imaginar ha sido ya “quitada”: lo que somos, se halla siempre a salvo; la vida no puede ser derrotada.
Pero María sigue sin “ver” –no ve más allá del Jesús difunto– y recurre a una explicación “racional”: “Se lo han llevado”.
Con todo, no deja de buscar; echa a correr… y contagia a los discípulos
en su misma búsqueda, aunque también estos no piensan más que en el
“sepulcro”, es decir, en la muerte como final.
Continúa el simbolismo: lo que ven no es al Resucitado, sino “vendas” y “sudario”. El apunte que habla del “sudario enrollado en un sitio aparte” parece
querer indicar que no se ha tratado de un robo del cadáver. Pero tanto
las vendas como el sudario no son elementos que “produzcan” por sí
mismos la fe en la resurrección: es lo que le ocurre a Pedro. Se
requiere una forma de “ver” que vaya más allá de la materialidad, o
mejor, que sepa descubrir en lo material la Presencia inmaterial que
todo lo ocupa y alienta.
Quien sabe “ver” de ese modo es “el otro discípulo, a quien quería
Jesús”. Se trata del “discípulo amado” que, en el cuarto evangelio, es
imagen del verdadero discípulo.
En el plano simbólico, es indudable que el amor –que “corre” más deprisa que la autoridad– capacita para ver. Vienen a la memoria palabras como las de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no conoce”; o las de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el corazón”.
Y es que el amor, por su propia estructura integradora y unificadora,
nos hace descubrir la dimensión más profunda de lo real que, de otro
modo, se nos escapa.
El relato, pues, es una catequesis: una invitación a saber mirar con el corazón para poder descubrir, en las “vendas” que nos rodean, al Resucitado, la Presencia de Lo Que Es.
¿Sé ver más allá de las “vendas” que me rodean por doquier?
Por Enrique Martínez Lozano. Publicado en Fe Adulta
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