Nadie puede manipular a Dios
El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero muy difícil de
asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica
expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos
que esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que
temer ningún castigo. Premio y castigo son dos realidades correlativas,
si se da una, se da la otra. Si Dios es el que manda la lluvia, la
sequía es necesariamente un castigo. Es difícil superar la idea de “el
Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”. La dinámica en la
que hemos metido a Dios, es un callejón sin salida, para Él y para
nosotros.
La gran teofanía de Yahvé a Moisés indica el principio de la
liberación. Debemos tener mucho cuidado al leer estos textos. No son
relatos históricos tal como entendemos hoy la historia. Hace referencia a
acontecimientos del s. XIII a. de C. y se escribieron entre el VII y el
IV. Los primeros relatos fueron orales. La última fijación de la Biblia
se produjo en el siglo V a. de C. en tiempos de Esdras y Nehemías. Su
único objetivo era afianzar la fe del pueblo.
Dios salva a Su pueblo y en esa salvación, se reconoce como elegido
por Dios. Fíjate bien: Dios responde a las quejas del pueblo. No es un
Dios impasible, trascendente, que le importa muy poco la suerte de los
seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del
pueblo oprimido. Así lo creían ellos, desde una visión mítica de la
historia. Dios se sirve de los seres humanos para llevar a cabo la obra
de salvación. Esto es muy importante a la hora de pensar la liberación.
Somos nosotros los responsables de que la humanidad camine hacia una
liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres
humanos.
“Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más
sublime de toda la Biblia, y seguramente de todo el pensamiento
religioso: Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal:
“El que es y será”. En aquella cultura, conocer el nombre de alguien
era dominarlo. La enseñanza es que Dios es inabarcable y nadie puede
conocerle ni manipularle. Es una pena que hayamos intentado durante dos
mil años, meterlo en conceptos y explicarlo. Todos sabemos que el
discurso sobre Dios es siempre analógico, es decir: sencillamente
inadecuado, y solo “sequndum quid” acertado. Pero a la hora de la
verdad, lo olvidamos y defendemos esos conceptos como si fueran la
realidad de Dios.
Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los
cristianos de Corinto que no basta pertenecer a una comunidad para estar
seguro. Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu
ser. El ampararse en seguridades de grupo puede ser una trampa. Esta
recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice:
“El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” Y Jesús dice por dos
veces: “si no os convertís, todos pereceréis”. La vida humana es camino
hacia la plenitud, que necesita de constantes rectificaciones. Si no
corregimos el rumbo equivocado, nos precipitaremos al abismo.
El evangelio de hoy nos plantea el eterno problema: ¿Es el mal
consecuencia del pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y
así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una
visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de Su
voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios.
Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se pude interpretar en
esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de
pensar. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero lo encontramos
en otros muchos pasajes; el más claro, el del ciego de nacimiento, en el
evangelio de Juan, donde preguntan a Jesús, ¿Quién peco, éste o sus
padres?
Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios lo que no son más
que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos.
Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un
castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos
buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de hoy no puede
estar más claro pero, como decíamos el domingo pasado, estamos
incapacitados para oír lo que nos dice. Solo oímos lo que nos permiten
escuchar nuestros prejuicios.
Insisto, debemos salir de esa idea de Dios Señor o patrón soberano
que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflarla
con sutilezas. Pensar que Dios nos trata
como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a base de palo o
zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano.
Claro que estamos constantemente en manos de Dios, pero Su acción no
tiene nada que ver con las causas segundas. La acción de Dios es de
distinta naturaleza que la acción del hombre, por eso la acción de Dios,
ni se suma ni se resta ni se interfiere con la acción de las causas
físicas. No puede empezar a hacer nada, porque una acción es
enriquecimiento del ser que actúa, y si Dios pudiera ser más, antes no
sería Dios. No puede dejar de hacer nada de lo que hace, porque perdería
algo y dejaría de ser Dios.
Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión
no traduce adecuadamente el griego metanohte, que significa cambiar de
mentalidad, ver la realidad desde otra perspectiva. Perecer no es
desaparecer sino malograr la existencia. No dice Jesús que los que
murieron no eran pecadores, sino que todos somos igualmente pecadores y
tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el
camino que llevamos termina en el abismo, nunca estaremos motivados para
evitar el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo,
solo yo puedo cambiar de rumbo. Cada uno es responsable de sus actos. No
somos marionetas, sino personas autónomas que debemos apechugar con
nuestra responsabilidad.
La parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo
del pueblo de Israel. El número
tres es símbolo de plenitud. Es como si
dijera: Dios me da todo el tiempo del mundo y un año más. Pero el tiempo
para dar fruto es limitado. Dios es don incondicional, pero no puede
suplir lo que tengo que hacer yo. Soy único, irrepetible. Tengo una
tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar
y la culpa será solo mía. No tiene que venir nadie a premiarme o
castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi plenitud, será el premio,
no alcanzarla el castigo. La tarea del ser humano no es hacer cosas sino
hacerse, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa
realidad a tope.
¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para
nosotros aquí y ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que
nos debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o
aquello para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación
interior que me lleve a hacer esto o dejar de hacer lo otro porque me lo
pide mi auténtico ser. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir
nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y
vivir esa realidad es tu verdadera salvación.
Por Fray Marcos. Publicado en Fe Adulta
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