Llegar a ser el Padre
La liturgia propone este relato, con la intención de que nos
identifiquemos con el hijo menor. Pretende que tomemos conciencia de
nuestros pecados y nos convirtamos. Es una propuesta insuficiente,
porque la parábola no va dirigida a los pecadores, sino a los fariseos
que murmuraban de Jesús que acogía a los pecadores. Se trata de un
relato ancestral presente en muchas culturas. Se trata de tres
arquetipos del subconsciente colectivo, realidades escondidas de todo
ser humano. Es un prodigio de conocimiento psicológico y experiencia
religiosa. Los tres personajes representan distintos aspectos de
nosotros mismos.
La comprensión de esta parábola ha sido para mí una verdadera
iluminación. He visto reflejado en ella, de manera sublime, todo lo que
debemos aprender sobre el falso yo y nuestro verdadero ser. Pero
también, la necesidad de interpretar la parábola, no desde la
perspectiva de un Dios externo a nosotros sino desde la perspectiva de
un Dios que se revela dentro de nosotros mismos. Yo mismo tengo que ser
el Padre que tiene que perdonar, acoger e integrar todo lo que hay en mí
de imperfecto y engañoso. Ser verdadero hijo no es vivir sometido al
padre o alejado de él, sino llegar a identificarse en él.
El padre es nuestro verdadero ser, nuestra
naturaleza esencial, lo divino que hay en nosotros. Es la realidad que
tenemos que descubrir en lo hondo de nuestro ser y de la que tanto hemos
hablado últimamente. No hace referencia a un Dios que nos ama desde
fuera, sino a lo que hay de Dios en nosotros, formando parte de nosotros
mismos. Esa verdadera realidad que somos está siempre esperando abrazar
todo lo que hay en nosotros. Es el fuego del amor que espera fundir
todo el hielo que hay en nosotros. Esa realidad fundante, nunca lucha
contra nada sino que lo intenta abarcar todo e integrarlo en ella misma.
El hijo menor simboliza nuestra naturaleza
egocéntrica y narcisista que nos domina mientras no descubramos lo que
realmente somos. Es la ola que se siente capaz de vivir sin el océano,
porque lo considera una cárcel. Quiere seguir siendo "yo".
Opone resistencia a todo lo que no es ella y cree que lo que no es ella
la puede aniquilar. De ahí, tarde o temprano, surge la inseguridad.
Tiene que retornar a su verdadero ser, porque lo que alcanza por ese
camino nunca podrá satisfacerle. Ser hijo menor es un trago inevitable.
El hijo mayor representa también
nuestro “ego”, pero un yo que ya ha experimentado su verdadero ser;
aunque no se ha identificado todavía con él. Vive al lado de su
naturaleza esencial (el Padre), pero sigue aún apegado a su naturaleza
egocéntrica. De ahí que permanezca en la dualidad que le parte por
medio. Sigue creyendo que la individualidad es imprescindible y no puede
aceptar el verdadero ser de los demás, porque no se ha identificado con
su verdadero ser. El “yo” y el “ser verdadero” aún siguen separados.
El Padre, que ya ha descubierto y acepta en el exterior, lo tendrá
que descubrir en su interior y en los demás (el hermano). El aparente
buen comportamiento está motivado por el miedo a perder al Padre
externo. No es ninguna virtud sino una manifestación más de su egoísmo y
falta de seguridad en sí mismo. Le falta dar el último paso de
desprendimiento del ego e identificarse con lo que hay de divino en él,
el Padre. Todos tenemos que dejar de ser “hermano menor”, y “hermano
mayor”, para convertirnos finalmente en “Padre”.
La insistencia maniquea de nuestra religión en el pecado, nos ha
hecho interpretar la parábola de una manera unilateral. Es un error
llamar a este relato la parábola del “hijo pródigo”. No va dirigida a
los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que
cambien su idea de Dios. Se trata de defender la postura de Jesús para
con los publicanos y pecadores, que manifiesta lo que es Dios para todos
nosotros, seamos “buenos” o “malos”. En la manera de actuar con los dos
hijos, el Padre de la parábola hace presente a Dios.
Hemos considerado la parábola como dirigida los “hijos pródigos”. Da
por supuesto que todos tenemos mucho de hijo menor, que es el malo. La
verdad es que el mayor no sale mejor parado que el menor y debía de ser
objeto de una atención más cuidada. Es relativamente fácil sentirse hijo
pródigo. Es fácil tomar conciencia de haber dilapidado un capital que
se nos ha entregado sin haberlo merecido. Es fácil tomar conciencia de
que hemos renunciado al padre y a la casa, hemos deseado que estuviera
muerto para heredar. Todo para potenciar nuestro egoísmo, para
satisfacer nuestro hedonismo a costa de lo que se nos había entregado
con amor. La desesperada situación facilita la toma de conciencia.
Es más difícil descubrir en nosotros al hermano mayor, y sin embargo,
todos tenemos más rasgos de éste que del menor. No entendemos el perdón
del Padre, nos irrita que otra persona que se han portado mal, sea tan
queridas como nosotros. No percibimos que rechazar al hermano es
rechazar al Padre. No solo no nos sentimos identificados con el Padre,
sino que intentamos que el Padre se identifique con nosotros; cosa que
no le pasa por la cabeza al hermano menor. Tampoco descubrimos que
tenemos que regresar al Padre. Por eso la parábola deja en un suspense
la respuesta del hermano mayor.
El padre espera a uno con paciencia durante mucho tiempo, sin dejar
de amarle en ningún momento; pero también sale a convencer al otro de
que debe entrar y debe alegrarse; demuestra así, en contra de lo que
piensa y espera el hermano mayor, que su amor es idéntico para uno y
para otro. El Padre espera y confía que los dos se den cuenta de su amor
incondicional. Ese amor debía ser el motivo de alegría para uno y para
otro.
Aspirar a ser Padre no supone el ignorar nuestra condición de hermano
menor y mayor, hay
que aceptarlo. Debemos intentar superarlo, pero
mientras ese momento llega, hay que aceptarlo y sobrellevarlo
desplegando el amor incondicional del Padre. Tanto el hermano menor como
el hermano mayor, que hay en cada uno de nosotros, deben ser objeto del
mismo amor. La parábola no exige de nosotros una perfección absoluta,
sino que nos demos cuenta de que nos queda un largo camino por recorrer.
Lo que pretende es ponernos en el camino de la verdadera conversión: la
superación de todo egoísmo e individualismo.
El descubrimiento de que somos el hermano menor y a la vez, el
hermano mayor, nos tiene que hacer ver el objetivo de la parábola, que
es llevarnos al Padre. Todos estamos llamados a dejar de ser hermanos e
identificarnos con el Padre como Jesús. (“Yo y el Padre somos Uno”).
Nuestra maduración tiene que encaminarse a reproducir en nosotros al
Padre. No se trata de imitarle. No hay por ahí fuera alguien a quien
imitar. Yo tengo que convertirme en Padre. Dios necesita de mí para hacerse presente entre los seres humanos.
Permanecer alejados de nuestro verdadero ser es impedir que Dios
exista para mí. Si seguimos necesitando al Dios de fuera, (como el
hermano mayor) es que no nos hemos enterado de lo que somos. Pero vivir
junto a Dios sin conocerlo es hacer de Él un ídolo y alejarse también de
la meta. Lo malo de esta opción es que seguiremos creyendo que
caminamos en la verdadera dirección, lo que hace mucho más difícil que
podamos rectificar.
Por Fray Marcos. Publicado en Fe Adulta
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