Corriendo con los brazos abiertos
Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner
alegría en su vida. Pensar en Él les trae malos recuerdos: en su
interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace
la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa.
Poco a poco han prescindido de Él. La fe ha quedado «reprimida» en su
interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos
hacia Dios. Algunos recuerdan todavía «la parábola del hijo pródigo»,
pero nunca la han escuchado en su corazón.
El verdadero protagonista de esta parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida: estaba perdido y lo hemos encontrado». Este grito revela lo que hay en su corazón de padre.
A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que
le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la
vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva
perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del
padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el
padre «lo vio» venir hambriento y humillado, y «se conmovió» hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
Enseguida «echa a correr». No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. «Se le echó al cuello y se puso a besarlo». Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a Él.
El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su
interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le
impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone
condición alguna para acogerlo en casa. Solo Dios acoge y protege así a
los pecadores.
El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de
prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias
para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en
su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa
que no ha podido disfrutar lejos de Él.
Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá
caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez
llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el
Misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque
solo quiere nuestra alegría.
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