Con la ayuda del Señor, esta crisis llevará a una profunda renovación de toda la Iglesia
Por el Cardenal Rubén Salazar Gómez, arzobispo de Bogotá
A lo largo del día estamos respondiendo a una pregunta muy
concreta frente a la crisis que estamos viviendo en la Iglesia. ¿Cuál es
la responsabilidad del obispo? Para poder comprender esta
responsabilidad y asumirla es indispensable tratar de categorizar, en la
medida de lo posible, la naturaleza de la crisis.
Un análisis somero de lo que ha sucedido nos permite constatar que
no se trata solo de desviaciones o patologías sexuales en los
abusadores, sino que hay una raíz más honda que es la tergiversación del
sentido del ministerio convertido en medio para imponer la fuerza, para
violar la conciencia y los cuerpos de los más débiles. Esto tiene un nombre: clericalismo.
También al analizar la forma como en general se ha respondido a esta crisis descubrimos
que hemos manejado una comprensión equivocada de cómo ejercer el
ministerio que ha llevado a cometer serios errores de autoridad que han
agigantado la gravedad de la crisis. Esto tiene un nombre: clericalismo.
Es esta realidad la que el santo Padre Francisco describe en su
carta al pueblo de Dios en agosto del año pasado: "Esto se manifiesta
con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la
Iglesia -tan común en muchas comunidades en las que se han dado las
conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia- como es el
clericalismo... Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier
forma de clericalismo."
Palabras claras que nos urgen a ir a la raíz del problema para
poder enfrentarlo. Pero no es fácil "decir enérgicamente no a cualquier
forma de clericalismo" porque es una mentalidad que ha calado en nuestra
Iglesia a lo largo de los tiempos y que, casi siempre, no somos
conscientes de que subyace a nuestra manera de concebir el ministerio y
de actuar en los momentos decisivos. Esta constatación significa que se
hace necesario desenmascarar el clericalismo subyacente y lograr un
cambio de mentalidad; lo cual, expresado en términos más precisos, se
llama conversión.
Nuestra responsabilidad se expresa fundamentalmente en una
coherencia minuciosa entre nuestras palabras y nuestras acciones. Es
necesaria una revisión a fondo de la mentalidad que está detrás de las
palabras para que nuestras palabras y acciones sean aquellas que
correspondan a la voluntad de Dios en este momento de la Iglesia.
Esta invitación a la conversión se dirige a toda la Iglesia, pero, en primer lugar, a nosotros que somos sus pastores.
Como Obispos, nuestra responsabilidad empieza, por lo tanto, en acrecentar permanentemente
la conciencia de que, por nuestra propia cuenta, no somos nada, no
podemos nada, ya que no somos nosotros los que hemos elegido el
ministerio sino que es el Señor quien nos ha elegido (cf. Jn 15,16 ́18)
para hacer presente Su salvación por la fuerza de la acción eclesial,
sin empañar Su presencia con la oscuridad de nuestro contra testimonio.
Conscientes de esta tarea, tenemos que admitir que muchas veces la
Iglesia -en las personas de sus obispos- no supo y todavía, en
ocasiones, no sabe comportarse como debe para afrontar con rapidez y
decisión la crisis provocada por los abusos. Muchas veces se procede
como los asalariados que al ver venir el lobo huyen dejando desprotegido
el rebaño. Y se huye de muchas maneras: tratando de negar la dimensión
de las denuncias presentadas, no escuchando a las víctimas, ignorando el
daño causado en los que sufren los abusos, trasladando a los acusados a
otros sitios donde estos siguen abusando o tratando de llegar a
compromisos monetarios para comprar el silencio. Actuando de esa manera,
manifestamos claramente una mentalidad clerical que nos lleva a poner
el mal entendido bien de la institución eclesial sobre el dolor de las
víctimas y las exigencias de la justicia; a poner por encima del
testimonio de los afectados las justificaciones de los victimarios; a
guardar un silencio que acalla el grito de dolor de los victimizados con
tal de no enfrentar el ruido público que puede suscitar una denuncia
ante la autoridad civil o un juicio; a tomar medidas contraproducentes
que no tienen en cuenta el bien de las comunidades y de los más
vulnerables; a confiar exclusivamente en la asesoría de abogados,
siquiatras y especialistas de todo tipo descuidando el sentido profundo
de la compasión y la misericordia; a llegar incluso a la mentira o a
tergiversar los hechos para no confesar la horrible realidad que se
presenta.
Una manifestación de esa mentalidad aparece también en la
tendencia a afirmar que la Iglesia no está ni tiene por qué estar
sometida al poder de la autoridad civil, como los demás ciudadanos, sino
que podemos y debemos manejar todos nuestros asuntos dentro de la
Iglesia regidos únicamente por el derecho canónico, e incluso llegar a
considerar la intervención de la autoridad civil como una intromisión
indebida que, en estos tiempos de creciente secularismo, se ve con
tintes de persecución contra la fe.
Tenemos que reconocer esta crisis a profundidad, a reconocer que
el daño no lo hacen los de fuera sino que los primeros enemigos están
dentro de nosotros, entre los obispos y los sacerdotes y los consagrados
que no hemos estado a la altura de nuestra vocación. Tenemos que
reconocer que el enemigo está dentro.
Reconocer y enfrentar la crisis -superando nuestra mentalidad clerical- significa
también no minimizarla afirmando que en otras instituciones suceden
abusos a mayor escala. El hecho de que se presenten abusos en otras
instituciones y grupos no justifica nunca la presencia de abusos en la
Iglesia porque contradice la esencia misma de la comunidad eclesial y
constituye una tergiversación monstruosa del ministerio sacerdotal que,
por su propia naturaleza, debe buscar el bien de las almas como su
supremo fin. No hay ninguna justificación posible para no
denunciar, para no desenmascarar, para no enfrentar con valor y
contundencia cualquier abuso que se presente al interior de nuestra
Iglesia.
También tenemos que reconocer que el papel desempeñado por la
prensa y los medios de comunicación y las redes sociales ha sido muy
importante en el ayudarnos a no soslayar sino a afrontar la crisis. Los
medios de comunicación hacen en este sentido un trabajo de gran valor
que es necesario apoyar. "Hablando de esta herida -dijo claramente el
papa Francisco en su discurso de Navidad a la curia-, algunos dentro de
la Iglesia, se alzan contra ciertos agentes de la comunicación,
acusándolos de ignorar la gran mayoría de los casos de abusos, que no
son cometidos por ministros de la Iglesia -las estadísticas hablan de
más del 95%-, y acusándolos de querer dar de forma intencional una
imagen falsa, como si este mal golpeara solo a la Iglesia Católica. En
cambio, me gustaría agradecer sinceramente a los trabajadores de los
medios que han sido honestos y objetivos y que han tratado de
desenmascarar a estos lobos y de dar voz a las víctimas. Incluso si se
tratase solo de un caso de abuso -que ya es una monstruosidad por sí
mismo- la Iglesia pide que no se guarde silencio y salga a la luz de
forma objetiva, porque el mayor escándalo en esta materia es encubrir la
verdad."
Sin duda, es mucho lo que hemos hecho para enfrentar la crisis de
los abusos. Sin embargo, si no hubiera sido por la insistencia valiosa
de las víctimas y la presión ejercida por los medios de comunicación,
tal vez no nos hubiéramos decidido a enfrentar como se ha hecho esta
crisis vergonzosa. Es tan hondo el daño causado, es tan profundo el
dolor infligido, son tan inmensas las consecuencias de los abusos que
han sucedido en la Iglesia que nunca podremos decir que hemos hecho todo
lo que es posible hacer y nuestra responsabilidad nos lleva a trabajar
todos los días para que nunca más en la Iglesia se presenten abusos y
para que los que eventualmente se presenten reciban el castigo y la
reparación que exigen.
En el tratamiento de la crisis y en el proceso de conversión que
debe emprender para poder enfrentarla, el obispo no está solo. Su
ministerio es un ministerio colegial. Por su ordenación episcopal, el obispo entra a formar parte del colegio formado por todos los sucesores de los apóstoles bajo la guía y autoridad del sucesor del apóstol Pedro. Más que nunca tenemos que sentirnos llamados a fortalecer nuestros vínculos fraternos, a entrar en un verdadero discernimiento comunitario, a actuar siempre con los mismos criterios y apoyarnos mutuamente en la toma de decisiones. Nuestra fortaleza depende, sin duda, de la unidad profunda que marque nuestro ser y actuar.
Para ayudarnos en esta tarea los papas nos han iluminado con sus
palabras y los diferentes dicasterios de la Curia Romana han emitido
disposiciones que nos muestran el camino que tenemos que recorrer. Ya
sabemos cómo hay que proceder, pero parece deseable que se ofrezca al
obispo un "Código de Conducta" que, en armonía con el "Directorio para
los Obispos", muestre claramente cómo debe ser el proceder del obispo en
el contexto de esta crisis. El papa Francisco con su carta apostólica
en forma de motu proprio "Como una madre amorosa" nos presenta la
exigencia de la actuación del obispo y de su remoción en caso de una
negligencia grave comprobada en estos casos. El "Código de Conducta"
vendrá a clarificar y a exigirnos la conducta que es la propia del
obispo. Su obligatoriedad será una garantía de que todos actuemos al
unísono y en la dirección correcta, ya que nos permite tener un control
claro sobre nuestra conducta y nos da las indicaciones concretas para
los correctivos que sean necesarios. Será, además, una guía para la
Iglesia y la sociedad que permitirá a todos mirar adecuadamente el
proceder del obispo en los casos específicos y podrá darnos a todos la
confianza de que se está actuando bien. Será, además, una forma concreta
de fortalecer la comunión que nace de la colegialidad episcopal.
La formación permanente del obispo ha sido una preocupación constante de la
Iglesia. Los tiempos cambiantes plantean desafíos nuevos a los cuales
el obispo debe responder y para ello es necesaria una actualización
permanente. En nuestro actuar frente a esta crisis necesitamos también
estar en proceso permanente de ser actualizados, formados, instruidos,
para que nuestra respuesta sea siempre la indicada y esto con carácter
obligatorio ya que tenemos que mostrar ante el mundo una perfecta unidad
en la respuesta.
Una vez más la crisis se hace un llamado a una conversión que llegue hasta lo
profundo de nuestro actuar eclesial. El encuentro que estamos viviendo
es un signo claro y una oportunidad real para crecer en este espíritu de
comunión.
La responsabilidad del obispo se prolonga en la responsabilidad por la santificación
de los presbíteros y consagrados. Esta responsabilidad abarca un amplio
radio de acción porque debe ser entendida en el contexto de un proceso
que empieza con el discernimiento de la vocación en los futuros
presbíteros y consagrados, continúa en la formación inicial y debe
acompañar toda la existencia de los que han sido llamados a una vida de
total dedicación al servicio de la Iglesia. A la luz de la crisis
desatada por las denuncias de abusos sexuales por parte de los clérigos,
esta responsabilidad ha adquirido dimensiones especiales, en las que,
la cercanía del obispo se hace imprescindible. El diálogo permanente -de
amigo, de hermano, de padre- que permite al obispo conocer a sus
sacerdotes y acompañarlos en sus alegrías y tristezas, en sus logros y
fracasos, en sus dificultades y éxitos, es el camino permanente que el
obispo debe recorrer en la relación con sus sacerdotes.
¿Y cuál es nuestra responsabilidad frente a los sacerdotes
abusadores? Como obispos, debemos cumplir con nuestro deber de enfrentar
enseguida la situación que se presenta a partir de una denuncia. Toda
denuncia debe desencadenar enseguida los procedimientos que están
indicados tanto en el derecho canónico como en el derecho civil de cada
nación, según las líneas-guía marcadas por cada conferencia episcopal.
Nos ayudará distinguir siempre entre pecado sometido a la misericordia
divina, crimen eclesial sometido a la legislación canónica y crimen
civil sometido a la legislación civil correspondiente. Son campos que no
se deben confundir y que, cuando se distinguen y separan
convenientemente, nos permiten actuar con plena justicia. Hoy tenemos
claro que cualquier negligencia de nuestra parte nos puede acarrear
penas canónicas, incluso la remoción del ministerio, y penas civiles que
pueden llegar hasta ser condenados a prisión por encubrimiento o
complicidad.
A lo largo del proceso canónico, es fundamental que el acusado sea escuchado. La cercanía bondadosa del obispo es un primer paso hacia la recuperación del culpable. El seguimiento concienzudo de las líneas-guía trazadas por la propia conferencia episcopal permite al obispo trazar para su diócesis la ruta que se debe seguir en los diferentes casos de acusación de abuso por parte de un clérigo. Del cuidado especial que se tenga en esta implementación dependerá en buena parte que los procesos se puedan desarrollar con plena justicia. Pero no basta enjuiciar y condenar al denunciado, cuando se compruebe la falta, sino que es necesario mirar también hacia su tratamiento para que no reincida.
A lo largo del proceso canónico, es fundamental que el acusado sea escuchado. La cercanía bondadosa del obispo es un primer paso hacia la recuperación del culpable. El seguimiento concienzudo de las líneas-guía trazadas por la propia conferencia episcopal permite al obispo trazar para su diócesis la ruta que se debe seguir en los diferentes casos de acusación de abuso por parte de un clérigo. Del cuidado especial que se tenga en esta implementación dependerá en buena parte que los procesos se puedan desarrollar con plena justicia. Pero no basta enjuiciar y condenar al denunciado, cuando se compruebe la falta, sino que es necesario mirar también hacia su tratamiento para que no reincida.
La forma concreta como se implemente la justicia en los diferentes procesos para
enfrentar a los clérigos abusadores es una de las llaves maestras para
poder superar la crisis en lo que respecta a la salud de los
presbiterios, ya que con frecuencia se oye decir, "¿Dónde están los
derechos de los sacerdotes?" El hecho de que haya casos de sacerdotes y
consagrados acusados no puede llevarnos, bajo ninguna razón, a
justificar la actuación indebida de aquellos que los han cometido. En las investigaciones previas, en los procesos canónicos y civiles que se han abierto, ha sido y debe ser siempre una preocupación el salvaguardar los derechos inalienables de los posibles victimarios. Aún más, muchas veces ha sido el temor a violar esos derechos lo que ha llevado a actuaciones que más tarde han podido ser calificadas como encubrimientos y complicidades. Sin embargo, tenemos que tener claro que los derechos de los victimarios -por ejemplo, a su buena fama, al ejercicio de su ministerio, a seguir llevando una vida normal al interior de la sociedad- no pueden nunca primar sobre los derechos de las víctimas, de los más débiles, de los más vulnerables.
¿Cuál ha sido la reacción de los católicos frente al escándalo de
los abusos por parte del clero y de los consagrados? La respuesta no
puede ser unívoca, pero una vez más se ha constatado que para la inmensa
mayoría de las personas católicas o no católicas la Iglesia se
identifica con los sacerdotes y consagrados. Es a la Iglesia a la que se
le responsabiliza de lo acaecido. Esta realidad nos debe mover a lograr
una cercanía creciente con el pueblo de Dios que está llamado a crecer
cada día en su conciencia de pertenencia a la Iglesia y de sentirse
corresponsable de ella.
En el contexto de esta cercanía al pueblo de Dios, hay que situar nuestro proceder
para con las víctimas del abuso. Y nuestro primer deber es escucharlas.
Uno de los pecados originales cometidos al inicio de la crisis fue
precisamente no haber escuchado con apertura de corazón a aquellos que
denunciaban haber sido abusados por clérigos.
Escuchar a las víctimas empieza por no minimizar el daño causado y el dolor producido.
En muchos casos se llegó a pensar que el único motivo que impulsaba a
las denuncias era el buscar compensaciones económicas. "Lo único que
buscan es el dinero.", se solía repetir. No hay duda de que a veces se
orquestan acusaciones. No hay duda tampoco que en muchas ocasiones se ha
tratado de reducir la reparación de las víctimas a una indemnización
monetaria sin tener en cuenta el verdadero alcance de esa reparación. Y
no hay duda de que también en muchas ocasiones, hemos cedido a la
tentación de tratar de arreglar con dinero situaciones insostenibles
para acallar el posible escándalo. Esta nefasta realidad no nos puede
impedir, sin embargo, tomar conciencia de la responsabilidad seria y
grave que nos corresponde en la reparación de las víctimas. El dinero no
puede nunca reparar el daño causado, pero se hace necesario en muchos
casos para que las víctimas puedan seguir los tratamientos
psicoterapéuticos que necesitan y que generalmente son muy costosos,
algunos no han logrado reponerse al daño causado y no son capaces de
trabajar y necesitan del apoyo económico para sobrevivir y para algunos
el reconocimiento pecuniario se hace parte de un reconocimiento del año
causado. Es claro que estamos obligados a ofrecerles todos los medios
necesarios -espirituales, sicológicos, siquiátricos, sociales- para la
recuperación exigida.
La responsabilidad del obispo es muy amplia, abarca muchos campos, pero siempre es insoslayable.
San Juan Pablo II en el discurso a los cardenales americanos en el
2002 daba la dirección esencial que deben tener todos nuestros
esfuerzos para superar la crisis actual: "Tanto dolor y tanto disgusto
deben llevar a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y a
una Iglesia más santa."
Con la ayuda del Señor y con nuestra docilidad a Su gracia vamos a
lograr que esta crisis lleve a una profunda renovación de toda la
Iglesia con obispos más santos, más conscientes de su misión de pastores
y padres de la grey; con sacerdotes y consagrados más santos, más
conscientes de su servicio ejemplar para con el pueblo de Dios; con un
pueblo de Dios más santo, más consciente de su corresponsabilidad de
edificar permanentemente una Iglesia de comunión y participación, en
donde los niños y adolescentes, y todas las personas, encuentren siempre
un lugar seguro que propicien su crecimiento humano y la vivencia de la
fe. Así contribuiremos a erradicar la cultura del abuso en el mundo en
que vivimos.
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