Amad a vuestros enemigos
El domingo pasado, en la primera parte del “Discurso en la llanura”,
Jesús distinguía dos antagónicos: pobres-odiados y ricos-estimados. Los
primeros recibirán en el cielo su recompensa; los segundos lo perderán
todo. Pero aquí, en la tierra, ¿cómo deben relacionarse ambos grupos?
¿Deben comenzar los pobres una guerra contra los ricos? ¿Pueden
contentarse, al menos, con maldecirlos y desearles toda clase de
desgracias? A favor de esta postura se podrían citar numerosos salmos,
textos proféticos, y la práctica contemporánea de la comunidad de
Qumrán. Pero Lucas quiere inculcar una actitud muy distinta, basándose
en la enseñanza de Jesús.
Comportamiento con los enemigos (6,27-36)
Al comienzo del evangelio de Lucas, Zacarías, padre de Juan Bautista, profetiza que el descendiente de David vendrá “para que arrancados de las manos de los enemigos,
le sirvamos [a Dios] con santidad y justicia”. Es una falsa esperanza.
La venida de Jesús no nos arranca de las manos de los enemigos. ¿Qué
hacer con ellos?
Ante los sentimientos y palabras adversos
Jesús comienza dirigiéndose a “vosotros que escucháis”, sus discípulos. No puede ser más duro y exigente: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad
por los que os injurian”. Ya no se trata de dos grupos separados
(pobres – ricos), cada uno viviendo su propia vida. Hay un grupo enemigo
que odia, maldice e injuria a las comunidades cristianas. Igual que hoy
día se odia, insulta y critica a la Iglesia. ¿Cómo reaccionar ante
ello? Es frecuente la autodefensa, negar las acusaciones o
relativizarlas. No es eso lo que quiere Jesús. Incluso en el caso de que
el odio, la crítica o la maldición sean injustificados, la postura del
cristiano debe ser positiva. De las cuatro cosas que indica Lucas, dos
al menos son posibles en cualquier circunstancia: hacer el bien y rezar.
El “amor” no hay que entenderlo en sentido afectivo (como el amor entre
los esposos, o entre padres e hijos), sino en el sentido práctico de
“hacer el bien”. En el evangelio de Lucas, el ejemplo concreto sería el
de Jesús curando la oreja del soldado que viene a detenerlo.
Ante las acciones
De repente, del “vosotros” se cambia al “tú”.
Lo que hay que afrontar ahora no son sentimientos adversos (odio) o
palabras hirientes (maldiciones, injurias), sino acciones concretas: “Al
que te golpee en la mejilla… al que te quite el manto… al que te pide… al que te quite”.
Estas frases le gustarían mucho a Gandhi. Pero a la mayoría le pueden
resultar absurdas y prestarse al chiste: “Al que te robe el móvil, dale
también el reloj”; “al empresario que intenta robarte, no se lo
reclames”.
¿Hay que tomar estas exhortaciones al pie de la letra? En el NT se
escuchan dos bofetadas: una a Jesús y otra a Pablo. Ninguno de los dos
pone la otra mejilla. Jesús reacciona: “Si he hablado mal, dime en qué. Y
si no, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23). Pablo, que se dirige al sumo
sacerdote, es más duro: “Dios te va a golpear a ti, pared encalada. Tú
estas sentado para juzgarme según la Ley y me mandas golpear contra la
Ley” (Hch 23,3).
En cambio, con respecto al no reclamar en caso de injusticia, hay una
reflexión de Pablo muy parecida. Un miembro de la comunidad de Corinto
tuvo un pleito con otro y acudió a los tribunales paganos. Pablo les
escribe que eso debería resolverlo un experto dentro de la comunidad. Y
añade algo en la línea del evangelio que comentamos: “Ya es bastante
desgracia que tengáis pleitos entre vosotros. ¿Por qué no os dejáis más
bien perjudicar? ¿Por qué no os dejáis despojar?” (1 Cor 6,1-11).
La regla de oro
El discurso vuelve al “vosotros”: “Como
queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos”. La
formulación negativa de esta famosa norma aconseja: “No hagas a otro lo
que no quieres que te hagan”. Aquí se pide algo más que no hacer daño;
se pide tratar bien a cualquier persona. ¿Cómo te gusta que te trate la
gente, hable de ti (por delante y por detrás), se comporte contigo?
Ponte en la piel de la otra persona y actúa como te gustaría que ella se
comportase contigo.
Motivos para actuar así
Lucas es consciente de que Jesús pide algo muy difícil. Por eso añade tres motivos que pueden ayudarnos a actuar de ese modo.
1) El cristiano debe superar a los pecadores. Lo repite tres veces,
recogiendo dos verbos iniciales (amar, hacer el bien) y añadiendo uno
nuevo (prestar). Si el cristiano se limita a imitar al pecador, no tiene
mérito alguno. Se queda sin premio.
2) El premio. Ya al principio del discurso prometió Jesús “una
recompensa abundante en el cielo” (6,23). Ahora vuelve a mencionar esa
“recompensa abundante” (6,35). Pero no habrá que esperar a la otra vida
para recibirla porque, actuando de ese modo, “seréis hijos de Dios, que
es generoso con ingratos y malvados”. Algunas personas han pagado
grandes sumas por un título nobiliario. La realidad de “hijo de Dios” no
se compra, se consigue actuando de forma benévola con los enemigos.
3) El cristiano debe imitar a su Padre, que es compasivo (v.36), como
confirmará más adelante la parábola de los dos hermanos, en la que el
padre abraza y festeja al hijo sinvergüenza que ha gastado su fortuna
con malas mujeres. Jesús pide mucho, pero también Dios se exige mucho a
sí mismo.
Jesús y sus enemigos: ataque, reproche, silencio, disculpa y perdón
Los preceptos anteriores resultan a veces muy tajantes, sin matices.
Si Jesús mismo no practicó alguno de ellos, ¿cómo debemos interpretar
los otros? La respuesta se encuentra en el resto del evangelio.
Leyéndolo se advierte que el tema de los enemigos es mucho más complejo
de lo que aquí aparece. Jesús encuentra enemigos muy distintos a lo
largo de su vida: los escribas y fariseos, enemigos continuos, que
critican y condenan todo lo que hace; las autoridades religiosas y
políticas de Jerusalén (sacerdotes y ancianos), que lo condenan a muerte
y se burlan de Él cuando está en la cruz; Judas, que lo traiciona; los
soldados, que se burlan de Él, lo golpean y crucifican; el mal ladrón,
que lo zahiere.
La reacción de Jesús es muy distinta en cada caso. A los escribas y fariseos no los bendice; los ataca de forma durísima, sin desaprovechar ocasión alguna de condenarlos, insultarlos y dejarlos en ridículo. A las autoridades les reprocha
en el huerto que vengan a apresarlo como si fuera un ladrón, luego
guarda silencio. Con un reproche reacciona también ante Judas: “¿Con un
beso entregas al hijo del hombre?”. Ante los soldados, por mucho que se
burlen de Él y lo hieran, no protesta ni maldice. Pero su actitud global
la representan sus palabras en la cruz: “Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen”, que abarcan a todos los grupos. No solo perdona,
también disculpa. Al morir por todos nosotros, estaba cumpliendo su
mandato de hacer el bien a los que nos odian.
La medida que uséis con los demás la usará Dios con vosotros (37-38)
El discurso cambia de tema. Deja de referirse a los enemigos para
centrarse en la conducta con los otros miembros de la comunidad. La
primera parte comenzó con cuatro órdenes (amad, haced bien, bendecid,
rezad). Ahora encontramos dos prohibiciones (no juzguéis, no condenéis) y
dos mandatos (perdonad, dad).
Lo novedoso es que de nuestra conducta depende la que adopte Dios con
nosotros. Si juzgamos, nos juzgará; si condenamos, nos condenará; si
perdonamos, nos perdonará; si damos, nos dará. Y aquí llega al colmo el
tema de la “recompensa abundante” que ha salido ya dos veces en el
discurso; ahora se dice que será “una medida generosa, apretada,
remecida, rebosante”.
Estas cuatro normas parecen una receta excelente para corromper a
Dios y forzarle a tratarnos bien y perdonarnos. Por desgracia, muchas
veces preferimos arriesgar su condena por el breve placer de criticar o
condenar a alguien.
El tema de no juzgar y no condenar se desarrolla a continuación, pero
la liturgia ha reservado el resto del discurso para el domingo 8º.
La 1ª lectura (1 Samuel 26,2.7-9.12-13)
Ofrece un ejemplo concreto de perdón al enemigo, pero por debajo de
lo que pide el evangelio. David, perseguido continuamente por Saúl,
tiene la posibilidad de matarlo. A eso lo anima su compañero Abisai.
David se niega a hacerlo “porque no se puede atentar impunemente contra
el Ungido del Señor”. ¿Y si no se tratara del rey? Cuando estaba al
servicio de los filisteos devastaba los pueblos vecinos “sin dejar vivo
hombre ni mujer”. David no es el modelo ideal para el modo de tratar al
enemigo. Pero podemos aplicarnos el mensaje de esta escena: si David
perdonó a Saúl por ser el rey de Israel, yo debo perdonar a cualquiera
por ser hijo de Dios.
Cuando los enemigos nos hacen un gran favor
En esta época en que se critica tanto a la Iglesia, conviene recordar
que las críticas y persecuciones le hacen gran bien. Tertuliano
escribía en el siglo III: “La sangre de los mártires es semilla de
cristianos”.
En 1870, el estado italiano se apoderó de Roma y arrebató al Papa la
mayor parte de los Estados Pontificios. Lo que muchos católicos de
finales del siglo XIX vivieron como una terrible ofensa a la Iglesia,
hoy lo vemos como una bendición de Dios. Algunos incluso piensan que
Italia debería haberse quedado con todo. San Pedro no tenía nada.
Un propósito muy evangélico
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que fomente el odio o el desprecio, que insulte o se burle de cualquier
persona de cualquier ideología.
Por José Luis Sicré, publicado en Fe Adulta
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