Cada vida es sagrada, sin excepciones
Audiencia del papa Francisco a la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte
Ilustres señores y señoras:
Los saludo a todos cordialmente y deseo expresarles mi agradecimiento
personal por el trabajo que la Comisión Internacional contra la Pena de
Muerte realiza a favor de la abolición universal de esta cruel forma de
castigo. Agradezco también el compromiso que cada uno de ustedes ha
tenido con esta causa en sus respectivos países.
He dirigido una carta a quien fuera vuestro Presidente el 19 de marzo
de 2015 y he expresado el compromiso de la Iglesia con la causa de la
abolición en mi discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, el 24
de septiembre de 2015.
He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la
Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación
Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de
2014. He profundizado en ellas en mi alocución ante las cinco grandes
asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la
criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias, del 23 de
octubre de 2014. La certeza de que cada vida es sagrada y que la
dignidad humana debe ser custodiada sin excepciones, me ha llevado,
desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles
por la abolición universal de la pena de muerte.
Ello se ha visto reflejado recientemente en la nueva redacción del n.
2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que expresa ahora el
progreso de la doctrina de los últimos Pontífices así como también el
cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una pena que
lesiona gravemente la dignidad humana (cfr. Discurso con motivo del XXV aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica,
11 de octubre de 2017). Una pena contraria al Evangelio porque implica
suprimir una vida que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la
cual solo Dios es verdadero juez y garante (cfr. Carta al Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, 20 de marzo de 2015).
En siglos pasados, cuando se carecía de los instrumentos de que hoy
disponemos para la tutela de la sociedad y aún no se había alcanzado el
grado actual de desarrollo de los derechos humanos, el recurso a la pena
de muerte se presentaba en algunas ocasiones como una consecuencia
lógica y justa. Incluso en el Estado Pontificio se ha recurrido a esta
forma inhumana de castigo, ignorando la primacía de la misericordia
sobre la justicia.
Es por ello que la nueva redacción del Catecismo implica
asumir también nuestra responsabilidad sobre el pasado y reconocer que
la aceptación de esa forma de castigo fue consecuencia de una mentalidad
de la época, más legalista que cristiana, que sacralizó el valor de
leyes carentes de humanidad y misericordia. La Iglesia no podía
permanecer en una posición neutral frente a las exigencias actuales de
reafirmación de la dignidad personal.
La reforma del texto del Catecismo en el punto dedicado a la
pena de muerte no implica contradicción alguna con la enseñanza del
pasado, pues la Iglesia siempre ha defendido la dignidad de la vida
humana. Sin embargo, el desarrollo armónico de la doctrina impone la
necesidad de reflejar en el Catecismo que, sin perjuicio de la
gravedad del delito cometido, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio,
que la pena de muerte es siempre inadmisible porque atenta contra la
inviolabilidad y la dignidad de la persona.
Del mismo modo, el Magisterio de la Iglesia entiende que las penas
perpetuas, que quitan la posibilidad de una redención moral y
existencial, a favor del condenado y en el de la comunidad, son una
forma de pena de muerte encubierta (cfr. Discurso ante una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal,
23 de octubre de 2014). Dios es un Padre que siempre espera el regreso
del hijo que, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una
nueva vida. A nadie, entonces, puede quitársele la vida ni la esperanza
de su redención y reconciliación con la comunidad.
Así como ha ocurrido en el seno de la Iglesia, es necesario que en el
concierto de las naciones se asuma un compromiso semejante. El derecho
soberano de todos los países a definir su ordenamiento jurídico no puede
ser ejercido en contradicción con las obligaciones que les corresponden
en virtud del derecho internacional ni puede representar un obstáculo
al reconocimiento universal de la dignidad humana.
Las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas sobre
moratoria del uso de la pena de muerte, que tienen por fin suspender la
aplicación de la pena capital en los países miembros, son un camino que
es necesario transitar sin que ello implique cejar en la iniciativa de
la abolición universal.
En esta ocasión, desearía invitar a todos los Estados que no han
abolido la pena de muerte pero que no la aplican, a que continúen
cumpliendo con este compromiso internacional y que la moratoria no se
aplique solo a la ejecución de la pena sino también a la imposición de
las sentencias a muerte. La moratoria no puede ser vivida por el
condenado como una mera prolongación de la espera de su ejecución.
A los Estados que continúan aplicando la pena de muerte, les ruego
que adopten una moratoria con miras a la abolición de esta forma cruel
de castigo. Comprendo que para llegar a la abolición, que es el objetivo
de esta causa, en ciertos contextos puede ser necesario atravesar por
complejos procesos políticos. La suspensión de las ejecuciones y la
reducción de los delitos conminados con la pena capital, así como la
prohibición de esta forma de castigo para menores, embarazadas o
personas con discapacidad mental o intelectual, son objetivos mínimos
con los que los líderes de todo el mundo deben comprometerse.
Como he hecho en ocasiones anteriores, quiero volver a llamar la atención sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias,
que son un fenómeno lamentablemente recurrente en países con o sin pena
de muerte legal. Se trata de homicidios deliberados cometidos por
agentes estatales, que a menudo se los hace pasar como resultado de
enfrentamientos con presuntos delincuentes o son presentados como
consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de
la fuerza para proteger a los ciudadanos.
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la
moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la
vida, incluso cuando para ello sea necesario asestar al agresor un
golpe mortal (cfr. CEC, n. 2264).
La legítima defensa no es un derecho sino un deber para el que es responsable de la vida de otro (cfr. ibid.,
n. 2265). La defensa del bien común exige colocar al agresor en la
situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen
autoridad legítima deben rechazar toda agresión, incluso con el uso de
las armas, siempre que ello sea necesario para la conservación de la
propia vida o la de las personas a su cuidado. Como consecuencia, todo
uso de fuerza letal que no sea estrictamente necesario para este fin
solo puede ser reputado como una ejecución ilegal, un crimen de estado.
Toda acción defensiva, para ser legítima, debe ser necesaria y
mesurada. Como enseñaba Santo Tomás de Aquino, «tal acto, en lo que se
refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito,
puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto
pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede
convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente,
si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la
precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión
moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es
lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las
necesidades de la seguridad amenazada» (Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
Por último, quiero compartirles una reflexión que se vincula al trabajo que ustedes realizan, a su lucha por una justicia realmente humana.
Las reflexiones en el campo jurídico y de la filosofía del derecho se
han ocupado tradicionalmente de quienes lesionan o interfieren en los
derechos de los demás. Menor atención ha suscitado la omisión de ayudar a
otros cuando podemos hacerlo. Es una reflexión que ya no puede esperar
más.
Los principios tradicionales de la justicia, caracterizados por la
idea del respeto a los derechos individuales y su protección de toda
interferencia en ellos por parte de los demás, deben complementarse con
una ética del cuidado. En el campo de la justicia penal, ello implica
una mayor comprensión de las causas de las conductas, de su contexto
social, de la situación de vulnerabilidad de los infractores a la ley y
del padecimiento de las víctimas. Este modo de razonar, inspirado por la
misericordia divina, nos debe llevar a contemplar cada caso concreto en
su especificidad, y no a manejarnos con números abstractos de víctimas y
victimarios. De este modo, es posible abordar los problemas éticos y
morales que se derivan de la conflictividad y de la injusticia social,
comprender el sufrimiento de las personas concretas involucradas y
llegar a otro tipo de soluciones que no profundicen esos padecimientos.
Podríamos decirlo con esta imagen: necesitamos una justicia que
además de padre también sea
madre. Los gestos de cuidado mutuo, propios
del amor que es también civil y político, se manifiestan en todas las
acciones que procuran construir un mundo mejor (cfr. Carta Enc. Laudato si’,
n. 231). El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son
una forma excelente de la caridad, que no solo afecta a las relaciones
entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones
sociales, económicas y políticas» (Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, 2: AAS 101 [2009], 642).
El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar
una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario
revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico,
cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 582). En este marco, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que alienten una cultura del cuidado en los distintos ámbitos de la vida en común. El trabajo que ustedes hacen es parte de ese esfuerzo al que estamos llamados.
Queridos amigos, les doy nuevamente las gracias por este encuentro, y
les aseguro que seguiré trabajando junto a ustedes por la abolición de
la pena de muerte. A esto se ha comprometido la Iglesia y deseo que la
Santa Sede colabore con la Comisión Internacional contra la Pena de
Muerte en la construcción de los consensos necesarios para la
erradicación de la pena capital y de toda forma de castigo cruel.
Es una causa a la que están llamados todos los hombres y mujeres de
buena voluntad y un deber para quienes compartimos la vocación cristiana
del Bautismo. Todos, en cualquier caso, necesitamos de la ayuda de
Dios, que es fuente de toda razón y justicia.
Invoco, por lo tanto, para cada uno de vosotros, con la intercesión
de la Virgen Madre, la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Los bendigo
de corazón y, por favor, les pido que recen por mí.
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