Santos con los pies en la tierra

La mayor parte de las personas que conozco se encogerían si se les llamase "santos". La misma palabra suscita venenos como "aburrido", "sin sexo", "santurrón", "pretencioso". Difícilmente podría ser un camino popular. Un papa canonizó a un matrimonio solo después de tener trece hijos y prestar votos de celibato. ¿Quién quiere caminar con un halo que le siga?

Nuestras ideas de la santidad son tan rigurosas que incluso aspirar a ella parece presuntuoso. Jesús lo afrontó. "¿Qué es esta sabiduría que le ha sido dada? ¿No es el hijo del carpintero?" (Mateo 13:54-55). Incluso el contacto con lo profano mancilla cualquier sugerencia de santidad. "Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos" (Lucas 15:2).

Pero he aquí la clave: Jesús ama a las personas imperfectas. Ese listón, todos lo superamos.

Para ser santos, no necesitamos ser intachables, indigentes o virginales. Así como no necesitas jugar en la champions para considerarte un jugador aceptables de fútbol, no necesitas ser Daniel en medio de los leones para ser un héroe o un santo.

San Irineo dijo: "La gloria de Dios es el hombre viviente". La vida sobrenatural no es una vida ajena a la naturaleza humana, extraña a sus límites, sino la humanidad misma realizada plenamente. Lo que distingue a los humanos es el potencial para aprender y elegir el amor o no hacerlo.

Otros animales conocen hechos: un ciervo perseguido sabe que el peligro acecha detrás de él, pero hasta donde sabemos no se pregunta por qué. Nosotros tenemos al menos la capacidad de comprender. Otros animales pueden dar sus vidas por sus hijos. Pero nosotros podemos dar nuestras vidas, a menudo sin morir, por personas que ni siquiera conocemos.

¿Podemos contemplar la posibilidad de que nuestro propósito divino es preparar plenamente nuestro recipiente para el don de la santidad? ¿O que esa preparación no se limite a purgar defectos, como a tantos de nosotros se nos ha enseñado, sino, lo que es más importante, a ampliar nuestro potencial de conocimiento y de amor? "Que tu luz brille ante los hombres de tal manera que vean tus buenas obras y glorifiquen a tu Padre en el cielo" (Mateo 5:16).

Si Dios está convencido de que una persona está haciendo su mejor esfuerzo por el momento para seguir el mandamiento de Jesús de amar y abrazar a su hermano como a sí mismo, esa persona es santa, incluso si el vaticano no ha ratificado el juicio de Dios. Ese individuo ni siquiera necesita el reconocimiento externo, ritual del bautismo ni ninguna otra señal de aceptación (vease Simone Weil, Albert Camus, Kurt Vonnegut). Ningún ser inteligente aceptaría a un Dios menos amable que uno mismo.

Todos conocemos a personas que no "son de Iglesia", pero que son "la sal de la tierra", como Jesús esperó que fuesen sus discípulos (Mateo 5:13). Podemos llamarlos cuando nos quedamos atrapados en la autopista a las dos de la mañana. Nos avisarán cuando estemos siendo demasiado agresivos o pícaros o achispados y no dudarán en hacerlo porque puedan dejar de gustarnos. Difícil es imaginarlos excluidos de un reinó que aceptó a la Magdalena y al buen ladrón.

Si Dios ofrece tan generosamente los méritos de Cristo para compensar nuestros fallos y nos invita indiscriminadamente a la santidad, no espera nada cercano a la pureza inmaculada de motivo y de acción cuando nos pide que vivamos vidas santas.

Esto esta escrito, página tras página, en la Escritura -a pesar de nuestra afición de convertir las biografías de santos en una colección de tópicos beatos sin importar lo que hicieran-. Abraham, nuestro padre en la fe, entregó a su mujer al harén de otro hombre. Jacob robó los derechos de primogenitura de su hermano. Incluso Moisés intentó por algún tiempo huir de la llamada del Señor. David, el ancestro del Mesías, era un adúltero en convivencia y un asesino. La piedad estúpida convierte a los apóstoles en santos sin mancha, en lugar de en la banda de personajes de dudosa fe y pésima interpretación que nos muestra la Biblia, a menudo peleándose en busca de su provecho personal.

Piensa en las personas santas "con los pies en la tierra" que conoces. No son el fastidiosamente devoto, el cuidadoso observador de las más estrechas reglas. Es el maestro paciente que te enseñó a escribir, los padres que perdonaron antes de que te lo merecieras, el amigo que te escuchó y que te siguió queriendo incluso cuando le contaste tus secretos más oscuros.

Hay una serenidad casi palpable en ellos. No muestran miedo y si una atención abierta, indiscriminada, internamente coherente y centrada. Su santidad está en su plenitud, en su totalidad.

La santidad no es un logro estático sino una evolución continua del alma que se vuelve contagiosa. San Pablo sugiere que la santidad ordinaria debería ser facilmente evidente. "Los frutos del Espíritu son el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la gentileza y el autocontrol" (Gálatas, 22-23).

Santo es realmente un sinónimo que expresa estas cualidades de Dios. Cada una de estas palabras describe lo que Dios pretende que los seres humanos perfectamente evolucionados sean. Somos la única especie cuya naturaleza no es un plano sino una invitación.

Cada roca, cada árbol, cada conejo, cumple las intenciones de Dios sin la menor insubordinación.
Solo nosotros, de entre todas las criaturas, podemos elegir no desarrollar nuestra programación interior, que nos invita a dar un salto considerable incluso sobre los animales más inteligentes. Hasta donde sabemos, ningún tiburón ni tigre se ve molestado por escrúpulos de conciencia. Son incapaces de equivocarse.

Aquellos que están interesados, más que en cualquier otra cosa, en comprender más y amar más están más realizados, más plenificados como seres específicamente humanos que aquellos que sucumben a los apetitos de la bestia dentro de nosotros (el orgullo, la codicia, la lujuria, etc,). Piensa en Santo Tomás Moro. Piensa en Bruce Springteen.

También, a diferencia de otras especies, los componentes incluidos en nuestra naturaleza no son inmediatamente operativos por medio de instintos heredados. Cada uno de nosotros debe descubrir las direcciones en las que encontraremos nuestra santidad. Este es el sentido de una educación que dura toda la vida, que no es simplemente para ganarse la vida sino para descubrir para qué es la vida.

La "santidad" no es algo que consigamos. Querer ser santo es serlo.

Por Fray William O`Malley SJ. Traducido del National Catholic Reporter

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