La felicidad no es cuantificable

Desde hace años, la obsesión por las instantáneas ya no es cosa de
turistas orientales. Se trata de una reacción tan natural como
espontánea que nos ayuda a aprehender momentos, pero de alguna forma podemos caer en el riesgo de distraernos de lo importante por retener algo que nunca logramos vivir.
Late la lógica del consumismo vital, como quien presume de conquistar
corazones sin haber conjugado nunca el verbo amar. Las experiencias del
tipo que sea nos ayudan a crecer, a aprender y a madurar, en definitiva a
vivir. Sin embargo, nos pasa que confundimos la felicidad con experimentar el máximo de emociones posibles –y
de paso mostrarlo a nuestros conocidos–, cuando en el fondo nuestra
plenitud pasa más por la calidad que por la cantidad y, cómo no, por el
sentido que le damos.
A veces nos obcecamos con tener miles de experiencias sin saber muy para qué. Confundimos el vivir bien con realizar muchas cosas o con visitar muchos lugares.
Está genial afrontar con pasión la vida y aprovechar al máximo, pero
quizás no pasa tanto por el número o por intentar congelar cada instante
sino por vivirlo con intensidad, como si fuese único e irrepetible.
Facebook, Instagram o WhatsApp pueden estar llenos de imágenes –muchas
necesarias, que remueven nuestra memoria–, pero nunca podrán retener lo
vivido. Al fin y al cabo el corazón está lleno de vivencias profundas,
no de fotos ni vídeos por espectaculares o numerosos que puedan llegar a
ser.
Alvaro Lobo, sj. Publicado en Pastoral SJ
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