El portal del misterio de la esperanza

En 1912, mientras los acontecimientos políticos encaminaban el mundo hacia la Primera Guerra Mundial, el poeta francés Charles Péguy escribió un poema, con la extensión de un libro, sobre Dios y la esperanza, "El portal del misterio de la esperanza". En un fragmento, dice:

"La virtud que más amo, dice Dios, es la esperanza. La fe no me sorprende... La creación es tan resplandeciente... La caridad... no me sorprende... esas pobres criaturas... salvo que tuviesen un corazón de piedra, ¿cómo podrían no amarles?... Pero la esperanza, dice Dios, eso es algo que me sorprende...

Incluso a mí... que esos pobres niños vean cómo funcionan las cosas y crean... Eso es sorprendente y es de lejos la mayor maravilla de nuestra gracia... Y me sorprendo de mí mismo...

El poema de Péguy podría ser considerado una reflexión sobre el apocalipsis. Podríamos pensar que la literatura apocalíptica es un conjunto de escenarios de fuego y azufre sobre el fin del mundo en el que los malvados recibirán la pública consecuencia de sus actos. Pero en realidad no trata tanto sobre el destino del mal como sobre la exaltación por Dios del inocente.

Hoy, el libro de Daniel y el Evangelio de Marcos nos introducen en la mentalidad apocalíptica, un punto de vista que proclama que el peor de los tiempos dará a luz al mejor de los tiempos. Apocalipsis significa, simplemente, revelación o descubrimiento. El apocalipsis des-cubre la trayectoria escondida del mundo.

La clave para apreciar tal revelación es que, como dijo Jesús en el Sermón de la Montaña, tienes que tener hambre y sed del resultado que ofrece. Tienes que estar tan enormemente disgustado por el estado actual del mundo que te hagas eco de la devastadora protesta de Job contra el mal y contra el sufrimiento del inocente. Es casi como si, para comprender el apocalipsis, tuvieses que situarte al borde mismo de la desesperanza, pero sin caer en la misma, conservando la sensibilidad para distinguir los susurros del Espíritu en medio del estruendo del caos.

En el Evangelio de hoy, Jesús utiliza imágenes naturales y sobrenaturales para hablar a sus discipulos sobre la confusión y el caos del que serán testigos. Aunque bien podría estar refiriéndose al tiempo de su pasión, ellos también recordarían sus palabras mientras eran testigos de la destrucción del Templo de Jerusalén. Aquel acontecimiento y su propia persecución causarían a los discípulos una desorientación inimaginable, dejándoles con la sensación de que el mundo había llegado a su fin.

No sabemos con seguridad cuándo se escribió el primer evangelio. Pero lo que ocurrió en la década de los 60 del siglo I ayuda a comprender lo que dice el texto de este domingo.

El año 61 hubo un gran terremoto en Asia Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche (lo cuenta Plinio en su Historia natural 2.86). El 63 hubo un terremoto en Pompeya y Herculano, distinto de la erupción del Vesubio el año 79. El 64 tuvo lugar el incendio de Roma, al parecer decidido por Nerón y del que culpó a los cristianos. El 66 se produce la rebelión de los judíos contra Roma;
la guerra durará hasta el año 70 y terminará con el incendio del templo y de Jerusalén. El 68 hubo otro terremoto en Roma, poco antes de la muerte de Nerón. El 69, profunda crisis a la muerte de Nerón, con tres emperadores en un solo año (Otón, Vitelio y Vespasiano). En la mentalidad apocalíptica, terremotos, incendios, guerras, disensiones son signos indiscutibles de que el fin del mundo es inminente.

Por otra parte, la comunidad cristiana sufre toda clase de problemas. Unos son de orden externo, provocados por las persecuciones de judíos y paganos: se les acusa de rebeldes contra Roma, de infanticidio y de orgías durante sus celebraciones litúrgicas; se representa a Jesús como un crucificado con cabeza de asno. Otros problemas son de orden interno, provocados por la aparición de individuos y grupos que se apartan de las verdades aceptadas. La primera carta de Juan reconoce que “han venido muchos anticristos”, no uno solo (1 Jn 2,18), y que “salieron de entre nosotros”.

Jesús nos advierte de que el tiempo y el espacio nunca más tendrán sentido. El sol que marca el correr del tiempo, la luna que permite distinguir las estaciones y las estrellas por las que los terrícolas pueden orientarse, todo se desvanecerá. Pero, dice Jesús, esa será la señal también de que debamos esperar la llegada del Hijo del Hombre en todo el poder y la gloria.

Las visiones apocalípticas presentan un panorama de destrucción que afectará a todos, pero no todos responderán de la misma manera. Algunos se prepararán para el apocalipsis como aquellos atemorizados ciudadanos de los años sesenta, que construyeron refugios para salvarse a si mismos de una eventual guerra nuclear. La gente gastó una enorme cantidad de tiempo, energía y dinero en crear una ilusión de seguridad. Jesús advirtió a sus discípulos que evitasen esa clase de comportamiento.

¿Qué alternativa nos ofrece Jesús? La esperanza contra la esperanza. La esperanza que Jesús ofrece es la esperanza que Él vivió. En las palabras del teólogo Gustavo Gutiérrez, "La esperanza es... la convicción de que Dios está trabajando en nuestras vidas y en nuestro mundo". En lugar del optimismo basado en buenas obras o en nuestros propios recursos, la esperanza es la certeza de que Dios puede transformar cualquier situación en una ocasión para la gracia.

Al mismo tiempo, Jesús nos advierte, "sobre el día o la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre". Jesús fue a la cruz creyendo que Dios le resucitaría "en el tercer día", es decir, en el buen tiempo de Dios. Jesús predicó sobre el apocalipsis para invitar a Sus discípulos a compartir Su esperanza, a creer que Dios sigue trabajando en el interés de Su amada humanidad, incluso cuando no lo percibimos.

Si queremos aprender a vivir la esperanza apocalíptica, debemos abandonar nuestro deseo de escondernos del sufrimiento del mundo. Si nos escondemos del sufrimiento, no seremos mejores que quienes se esconden de un holocausto nuclear en un sótano sin ventanas. Lo único que conseguiremos será cerrar los ojos a lo que está sucediendo -al mal y al bien escondido-. Pero si estamos dispuestos a afrontar el miedo, a compartir el sufrimiento, a denunciar el mal, entonces podremos percibir la presencia del Hijo del Hombre.

La predicación de Jesús nos invita a sorprendernos a nosotros mismos y a Dios con la valentía de la esperanza.

Por Mary Mc Glone. Traducido del National Catholic Reporter. Con un fragmento de José Luis Sicré en Fe Adulta

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