¿Para qué la Iglesia? (III)

El mayor riesgo de la Iglesia no está fuera (en sus posibles perseguidores), sino dentro de ella, como supo y dijo Jesús en el evangelio del domingo (21.10.18), y como supo y describió con toda claridad el Apocalipsis, en sus cartas a las siete iglesias (Ap 2-3). 

El riesgo está en que las iglesias se acomoden al mundo y se conviertan en instituciones de evasión o de huida interior, al servicio de sí mismas, de manera que sus ministros busquen el poder, en vez de abandonar todo poder para hacerse servidores de los otros. Desde ese fondo quiero poner de relieve algunos riesgos, para volver de nuevo al tema de Pablo VI (diálogo generoso) y al tema Papa Francisco (salida redentora). 

Se trata, ante todo, de un riesgo interno, como aparece ya en el NT (según las tentaciones de Jesús: Mt 4y Lc 4) y de un modo especial en las disputas eclesiales del siglo II-II d.C. 


En este contexto, la gran amenaza para el cristianismo, junto al cansancio y desencanto general, es la búsqueda de una salvación ilusoria, de tipo puramente institucional y/o neo-gnóstico, en la línea de algunas tendencias del siglo II d.C., que no se oponían al sistema imperial romano, sino que buscaban un refugio interior, de tipo intimista, dejando que el sistema siguiera dominando el mundo externo. 

Así lo ha ido poniendo de relieve el Papa Francisco, al criticar un lado una visión gnóstica (intimista) de la salvación, y al oponerse, por otro, a un tipo de pelagianismo, que consiste en querer salvar el mundo por las propias obras, es decir, por el poder y el dinero, no por la transformación del corazón y la justicia.

Es bueno que haya riesgos, y que los advirtamos y los superemos, pues sólo así podemos superar los peligros de un mundo que se cierra en la ilusión de su poder, en el engaño del dinero convertido en Dios. Se trata de pasar al otro lado del puro dinero y del poder que oprime, para descubrir la gracia de la vida y de la comunión del evangelio, con el testimonio de los mártire,
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En el riesgo está el camino

‒ Contra una iglesia instituida, pero sin misión de evangelio
Para responder a los riesgos que están al fondo del diagnóstico anterior, en diversos lugares de la Iglesia se ha optado por eso que pudiéramos llamar las soluciones duras (propias de los neoconservadores): Vuelta a la institución como tal, pacto con un tipo de neoconservadurismo de occidente, etc. Lógicamente, en esta línea, en la que inciden elementos culturales, sociales y nacionalistas, ha venido a triunfar una tendencia a la seguridad, que se expresa de dos formas que deberían ser analizadas con más detalle. 

Neo-institucionalismo al servicio de la “seguridad nacional”. Éste fue el riesgo de las dictaduras militares que se extendieron en diversos lugares de Europa y América, en países de honda tradición cristiana. Se vinculó (o se quiso vincular) la Iglesia con los pretendidos valores de una tradición nacional y de una seguridad militar, llegándose a la persecución de grupos cristianos de tipo independiente.

‒ Hay un riesgo de esoterismo, es decir, de refugio en un tipo de religiosidad interior, en la línea de algunas espiritualidades orientales, de la gnosis o de un neomisticismo más o menos sacral. Esas tendencias ofrecen un aspecto positivo en la medida en que destacan la exigencia de cultivar las potencialidades interiores del hombre, la libertad profunda, la experiencia personal del misterio. Hay en ellas un elemento que debe potenciarse y cultivarse, en diálogo con otras tradiciones religiosas, pero volviendo a la raíz del evangelio y de la experiencia mística de la Iglesia. 

Pero esas tendencias pueden conducirnos a un tipo de huida respecto a la problemática social y política del momento, renunciando de esa forma a la “carne” de la iglesia. La tarea de la historia es dura. Es duro el trabajo en la forja de la realidad social. Por eso, muchos se han cansado, tomando la religión como refugio intimista: como un hobby de olvido, como espacio interior de tranquilidad que nos permite vivir anestesiados frente a los problemas reales de la tierra. Éste es el riesgo de un falso misticismo, no de la verdadera mística, comprometida con la vida de Jesús, en la que vincula de forma inseparable la apertura personal al Dios Padre (que habita en nosotros sus hijos) y el compromiso de Reino a favor de los demás.

Los dos riesgos anteriores se vinculan muchas veces a un tipo de neo-fundamentalismo que insiste en la seguridad dogmática y jerárquica, en una línea de glorificación del sistema, y un tipo de neo-intimismo que se aleja y separa de los problemas reales de la vida y del amor concreto a los demás, para entender el evangelio como experiencia de salvación intimista. Esos dos riesgos van en contra del espíritu de Pablo VI (diálogo con todos) y de Francisco (la Iglesia ha de salir de sí, para encontrarse en el centro del mundo, al servicio de los hombres). 

Ciertamente, los movimientos neo-institucionales tienen algunos rasgos valiosos, vinculados a la gran tradición de la Iglesia, pero corren el riesgo de perpetuar unas formas externas de vida eclesial, perdiendo su auténtico sentido. Por su parte, los movimientos neo-intimistas son no sólo valiosos, sino que aportan una experiencia esencial en la vida de la Iglesia. Pero ellos deben vincularse con la experiencia profética de Israel y con el compromiso mesiánico de Jesús y de la primera Iglesia. Así lo indicaré en el apartado final de este trabajo, esbozando algunos elementos de lo que puede ser el camino del diálogo cristiano (Pablo VI), en apertura al mundo (Papa Francisco). 

Un camino de diálogo y salida

Quiero volver a los principios de Pablo VI (Ecclesiam Suam) y de Francisco (Evangelii Gaudium) para trazar un esquema de encarnación eclesial, que nos lleve del diálogo al compromiso intenso (personal y social), en la línea de Jesús, insistiendo sobre todo en el tema del Capital (economía), que me ha venido interesando en todo lo anterior. En este contexto quiero distinguir dos planos:

El evangelio es encarnación, no rechazo del mundo. Por eso, en cuanto forman parte de este mundo, los cristianos pueden trabajar, poseer y administrar unos bienes, bendiciendo a Dios por ellos, como realiza la Iglesia en la Eucaristía, que es la celebración del pan compartido en nombre de Jesús. En esa línea, el cristianismo no es ascesis (pauperismo) o rechazo del mundo, sino comunión creadora, en la línea de Gen 1-2, donde se dice Dios mismo puso los bienes de la tierra al servicio de la vida humana. Pero, de un modo insistente y agudo, los cristianos han de saber que los bienes en sí mismos tienden a convertirse en Capital, y dividen a los hombres, y rompen (destruyen) todas las formas de comunión interhumana. 

‒ Por eso, los cristianos consecuentes han de insistir en la comunión, en el diálogo de no sólo de los bienes materiales, sino de los ideales y caminos de la vida, para compartirlos, es decir, para convertirlos en medio de comunicación. Los cristianos no pueden cerrarse, no pueden poseer nada “en contra de los demás”, ni siquiera para dedicarlo a Dios, como dice expresamente el evangelio: “Si llevas tu ofrenda al altar y saber que tu hermano tienen algo contra ti deja la ofrenda, vete y reconcíliate con tu hermano…” (cf. Mt 5, 23-24). 

Los seguidores de Jesús no pueden poseer nada en contra de los demás, sino que deben regalarlo y compartirlo todo, en la línea de ese diálogo que había trazado Pablo VI. Eso significa que unas iglesias que fueran dueñas de fortunas más o menos cuantiosas, administradas en bancos y servicios del sistema, no serían cristianas ni podrían servir a una paz que sólo será posible allí donde los hombres y mujeres sean sienten capaces de pasar de un nivel de la ley (posesión y retribución particular de bienes) al nivel de la comunión en gratuidad. 

Desde aquí, a modo de conclusión quiero ofrecer cinco proposiciones básicas sobre el fundamento divino de la Iglesia y sobre su tarea, en línea de diálogo (Pablo VI) y de “salida” testimonial y creadora (Papa Francisco). En esa línea puedo y debo afirmar que la iglesia es comunión (diálogo fundado en el Dios trinitario, que es vida compartida), siendo, al mismo tiempo, éxodo, es decir, salida creadora:

(1) El punto de partida es la encarnación de Dios. El principio galileo de la Iglesia.
No se ha limitado a presentar su movimiento en un mercado de ideas, sino que ha querido expresarlo (encarnarlo) en un grupo de seguidores y amigos. Desde un rincón del Imperio Romano (pero al margen de sus ideales), sabiendo que ha llegado el tiempo de que se cumpla la profecía de Israel (tiempo de Dios, humanidad universal), Jesús ha expandido su proyecto religioso (humano) de comunicación total. De esa forma asume y comienza a realizar en su vida aquello que los israelitas esperaban para el tiempo mesiánico, traduciendo la Palabra (amor) de Dios en forma de comunicación (entrega) humana.

Otros hubieran proclamado la llegada del Reino en Alejandría o Roma, grandes ciudades imperiales. Pero los cambios importantes no suelen darse allí donde parece que las condiciones son mejores en línea de poder. De todas formas, Galilea (e Israel en su conjunto) era un thinking pot, una zona donde se cruzaban los impulsos más fuertes de humanidad. Por eso, con un grupo de amigos y con un proyecto de transformación humana (Reino de Dios), subió a Jerusalén, anunciando la Hora. Para mantener sus privilegios y seguir dominando como hacían, los poderes establecidos que controlaban las redes sacrales, económica e imperiales, algunos “grandes” sacerdotes del templo de Jerusalén, con el procurador romano, condenaron a Jesús, pensando que así deshacían su obra y acallaban Su mensaje, pero Jesús se mantuvo fiel y algunos de sus discípulos confesaron que Dios le había resucitado. 

(2) La alternativa del Crucificado. El principio jerosolimitano.
En un sentido, Jesús murió como mueren millones de asesinados de la historia. Pero, siendo uno de tantos (cf. Flp 2, 6-11), Él ha sido y sigue siendo aquel en quien muchos hemos descubierto la gracia que es Dios, que es principio de comunicación entre los hombres. Éste es el tesoro (capital no monetario), ésta la fuerza (imperio no-militar) de la Iglesia (cf. 1 Cor 12-14). En esa línea, la experiencia pascual de Jesús se identifica con el triunfo de la comunicación. A través de su muerte y de su presencia personal tras ella, sus discípulos han ido descubriendo que su proyecto y su vida es fuente de comunión.

Jesús no ha sido fuente de comunión a través de su triunfo exterior sobre la muerte, sino a través de su misma muerte, es decir, de su entrega personal a favor de los demás, Por eso, en principio, el ofrecimiento y camino de comunión de los cristianos no necesita grandes instituciones triunfadoras, ni sistemas de poder centralizado (pues en la Iglesia todo es centro y todo periferia), sino comunidades cristianas donde se acoja y se impulse el mensaje de Jesús crucificado, de manea que el mismo amor mutuo de los fieles sea fermento de comunión real entre los hombres.

(3) Un cuerpo mesiánico,
abierto a todos los pobres y excluidos de la historia, de forma que, en Su pascua, Él aparece como presencia y comunicación de Dios entre los hombres. En esa línea, los cristianos afirman que Dios es comunión (intimidad y revelación, amor en sí y efusión de amor). No hay primero un Dios y después comunicación, porque Dios “es” siendo comunión, es decir, amor de hermanos. De manera sorprendida y gozosa, los cristianos han traducido el mensaje de Gen 1, 1 (en el principio, Dios creó...) en claves de "comunicación personal” intradivina: “en el principio era la Palabra...”, de tal manera que Dios mismo es Palabra que se da, se acoge, se comparte, es comunión entre todos los hombres (Jn 1, 1).

(4) Dios, Palabra encarnada en la vida, no argumento teórico.
El cristianismo cree solamente en la Palabra comunicada y compartida, es decir, en la comunión mutua. Por eso, la propuesta de diálogo que formulaba Pablo VI (Ecclesiam suam) sigue siendo absolutamente necesaria. Que todos dialoguen, pero no a través de argumentos racionalistas, sino a través de la misma vida compartida, empezando por el pan. Por eso, allí donde un capital financiero se eleva por encima de los hombres y mujeres, se niega el diálogo, se borra la presencia de Dios, se destruye la Iglesia. 

En ese sentido, la verdad de la Iglesia es su misma oferta y experiencia de palabra. Por eso, si en un momento determinado, el cristianismo triunfara por imposición habría fracasado. La finalidad del cristianismo no es su triunfo, ni la extensión de una iglesia que dice llamarse cristiana, sino que los hombres y mujeres puedan darse vida y compartirla en gratuidad, siendo así Palabra encarnada y comunicada, de un modo directo, inmediato, sin la mediación impositiva de una ideología, de un capital, de un ejército. Por eso, el diálogo cristiano se identifica con la misma la Palabra incorporada en la vida de los hombres, de forma que todos puedan ser "hijos de Dios", con Jesús, en el Espíritu, que todos puedan comunicarse en fraternidad, compartiendo la vida (y los bienes materiales) unos con los otros, sin más tesoro que la Palabra que ellos son al decirse y al darse, de un modo desnudo y luminoso, cuerpo a cuerpo, sin imposiciones ni ventajas propias. 

Por eso, una iglesia que utilizara algún poder para imponer o expandir su pretendida verdad dejaría de ser cristiana. La verdad solo es "verdadera" allí donde no apela a su poder, donde no toma ni impone ningún tipo de ventaja (cf. Mt 12, 18-21). Por eso, si los cristianos buscaran el triunfo de su iglesia como institución dejarían de ser evangélicos y la iglesia no sería ya cristiana. Ellos no quieren su bien, sino el de los otros, no quieren su paz, sino la paz de los demás, para compartirla con ellos. Eso significa que quieren el triunfo del budismo y el Islam, del hinduismo y de los otros caminos religiosos, siempre que sean caminos de Palabra encarnada, compartida, esto es, de paz humana.

(5) El Evangelio de la paz.
La iglesia no tiene que dar lecciones a otros, ni resolver problemas en un plano de sistema, diciendo a políticos o economistas, a militares o jueces lo que ellos han hacer en sus respectivos campos. La Iglesia debe limitarse a ser Iglesia, en diálogo de paz con otros movimientos religiosos y humanos que también la buscan, escuchando y ofreciendo de manera esperanza su propuesta, es decir, su Buena Noticia. 

La verdad de la iglesia no es un dogma separado, sino su misma vida, que ella ofrece y comparte con todos los hombres. Ella no está para decir cosas (doctrinas, teorías), sino para presentarse a sí misma como itinerario de paz, lugar donde es posible la palabra.

Por eso, una propuesta de comunión cristiana que fuera independiente o viniera después, como una consecuencia que brota de otros contenidos, no sería cristiana. Este es el contenido de la fe evangélica: que los hombres se amen, dándose la vida, en camino pascual de paz. Otras religiones pueden ofrecer una propuesta convergente, como hemos dicho, pues todas deben compartir sus experiencias, es decir, comunicarse, no solo dialogando (querían Pablo VI), sino saliendo a la calle para dar testimonio del evangelio de la comunión universal de Cristo (Francisco).

Por Xavier Pikaza. Publicado en Religión Digital

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