Que la música del Evangelio no deje de sonar
Palabras del papa Francisco en un encuentro ecuménico en Riga (Letonia)
Me alegra poder encontrarme con vosotros, en esta tierra que se
caracteriza por realizar un camino de reconocimiento, colaboración y
amistad entre las diversas iglesias cristianas, que han logrado generar
unidad manteniendo la riqueza y la singularidad que les es propia. Me
animaría a decir que es "un ecumenismo vivo", siendo una de las
características particulares de Letonia. Sin ninguna duda, una razón
para la esperanza y la acción de gracias.
Gracias al señor arzobispo Jānis Vanags por abrirnos las puertas
de esta casa para realizar este encuentro de oración. Casa catedral que
por más de 800 años alberga la vida cristiana de esta ciudad; testimonio
fiel de tantos hermanos nuestros que se han acercado para adorar,
rezar, sostener la esperanza en tiempos de sufrimiento y tomar coraje
para enfrentar tiempos de mucha injusticia y sufrimiento.
Hoy nos hospeda para que el Espíritu Santo siga tejiendo
artesanalmente lazos de comunión entre nosotros y, así, volvernos
también nosotros artesanos de unidad en nuestros pueblos, haciendo que
nuestras diferencias no se conviertan en división. Dejemos que el
Espíritu Santo nos revista con las armas del diálogo, del entendimiento,
de la búsqueda del reconocimiento mutuo y de la fraternidad (cf. Ef
6,13-18).
En esta catedral se encuentra uno de los órganos más antiguos de
Europa, y que fue el más grande del mundo en el tiempo de su
inauguración. Podemos imaginar cómo acompañó la vida, la creatividad, la
imaginación y la piedad de todos aquellos que se dejaban acariciar por
su melodía. Ha sido instrumento de Dios y de los hombres para elevar la
mirada y el corazón. Hoy es un emblema de esta ciudad y de esta
catedral.
Para el "residente" en este lugar significa más que un órgano
monumental, es parte de su vida, de su tradición, de su identidad. En
cambio, para un turista, es lógicamente una pieza más de arte a conocer y
fotografiar. Y ese es uno de los peligros que siempre se corre: pasar
de residentes a turistas. Hacer de aquello que nos identifica una pieza
del pasado, una atracción turística y de museo que recuerda las gestas
de antaño, de alto valor histórico, pero que ha dejado de movilizar el
corazón de aquellos que lo escuchan.
Con la fe nos puede pasar exactamente lo mismo. Podemos dejar de
sentirnos cristianos residentes para volvernos turistas. Es más,
podríamos afirmar que toda nuestra tradición cristiana puede correr la
misma suerte: quedar reducida a una pieza del pasado que, encerrada en
las paredes de nuestros templos, deja de entonar una melodía capaz de
movilizar e inspirar la vida y el corazón de aquellos que la escuchan.
Sin embargo, como afirma el evangelio que hemos escuchado, nuestra fe no
es para ocultarla sino para darla a conocer y hacerla resonar en
diferentes ámbitos de la sociedad, para que todos puedan contemplar su
belleza y ser iluminados con su luz (cf. Lc 11,33).
Si la música del evangelio deja de ejecutarse en nuestra vida y se
convierte en una bella partitura del pasado, dejará de romper las
monotonías asfixiantes que impiden movilizar la esperanza, volviendo así
estériles todos nuestros esfuerzos.
Si la música del evangelio deja de vibrar en nuestras entrañas,
habremos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que
nace de la confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su
fuente en sabernos siempre perdonados-enviados.
Si la música del evangelio deja de sonar en nuestras casas, en
nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía,
habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad
de todo hombre y mujer, sea cual sea su proveniencia, encerrándonos en
"lo mío", olvidándonos de "lo nuestro": la casa común que nos atañe a
todos.
Si la música del evangelio deja de sonar, habremos perdido los
sonidos que conducirán nuestras vidas al cielo, encerrándonos en uno de
los peores males de hoy en día: la soledad y el aislamiento. Esa
enfermedad que nace en quien no tiene vínculos, y que puede verse en los
ancianos abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin
puntos de referencia y de oportunidades para el futuro (cf. Discurso al
Parlamento Europeo, 25 noviembre 2014).
Padre, «que todos sean uno, [...] para que el mundo crea» (Jn
17,21). Estas palabras siguen resonando con fuerza en medio nuestro,
gracias a Dios. Es Jesús que antes de su entrega reza al Padre. Es
Jesucristo que, mirando de frente su cruz y la cruz de tantos hermanos
nuestros, no deja de implorar al Padre. Es el susurro de esta oración la
que nos marca el sendero y nos indica el camino a seguir. Sumergidos en Su oración, como creyentes en Él y en su Iglesia, deseando la comunión
de gracia que el Padre tiene desde toda la eternidad (cf. Juan Pablo II,
Enc. Ut unum sint, 9), encontramos el único camino posible para todo
ecumenismo: en la cruz del sufrimiento de tantos jóvenes, ancianos y
niños expuestos muchas veces a la explotación, al sin sentido, a la
falta de oportunidades y a la soledad. Mirando Jesús a su Padre y a
nosotros sus hermanos no deja de implorar: que todos sean uno.
La misión hoy nos sigue pidiendo y reclamando la unidad, es la
misión la que nos exige dejar de mirar las heridas del pasado o toda
actitud autorreferencial para centrarnos en la oración del Maestro. Es
la misión la que reclama que la música del evangelio no deje de sonar en
nuestras plazas.
Algunos pueden llegar a decir: son tiempos difíciles y complejos
los que nos tocan vivir. Otros pueden llegar a pensar que, en nuestras
sociedades, los cristianos tienen cada vez menos márgenes de acción o de
influencia debido a un sinfín de componentes como puede ser el
secularismo o las lógicas individualistas. Esto nos puede conducir a una
actitud de encierro, de defensa, e incluso de resignación. No podemos
dejar de reconocer que ciertamente no son tiempos fáciles, especialmente
para muchos hermanos nuestros que hoy viven en su carne el destierro e
inclusive el martirio a causa de la fe.
Pero su testimonio nos lleva a descubrir que el Señor nos sigue
llamando e invitando a vivir el
evangelio con alegría, gratitud y
radicalidad. Si Cristo nos consideró dignos de vivir en estos tiempos,
en esta hora -la única que tenemos-, no podemos dejarnos vencer por el
miedo ni dejarla pasar sin asumirla con la alegría de la fidelidad. El
Señor nos dará la fuerza para hacer de cada tiempo, de cada momento, de
cada situación una oportunidad de comunión y reconciliación con el Padre
y con nuestros hermanos, especialmente con aquellos que hoy son
considerados inferiores o material de descarte. Si Cristo nos consideró
dignos de hacer sonar la melodía del evangelio, ¿dejaremos de hacerlo?
La unidad a la que el Señor nos llama es una unidad siempre en
clave misionera, que nos pide salir y llegar al corazón de nuestros
pueblos y culturas, a la sociedad posmoderna en la que vivimos, «allí
donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas [para] alcanzar con la
Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74). Lograremos realizar esta misión
ecuménica si nos dejamos empapar por el Espíritu de Jesucristo que es
capaz de «romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo y nos sorprende siempre con su constante creatividad divina.
Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura
original del evangelio brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras
formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de
renovado significado para el mundo actual» (ibíd., 11).
Queridos hermanos: Que siga sonando entre nosotros la música del
evangelio, que no deje de sonar lo que permite que nuestro corazón siga
soñando y mirando la vida plena a la que el Señor nos llama a todos: a
ser sus discípulos misioneros en medio del mundo que nos toca vivir.
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