Menos poder y más autoridad
La distinción entre poder y autoridad puede
iluminar lo que es un buen líder y lo que es un mal jefe. Y permite
comprender el necesario papel de los distintos responsables en la
comunidad de Jesús. Toda comunidad necesita una mínima organización.
Pero los responsables del buen orden no deben comportarse como los que
gobiernan en este mundo, que se aprovechan de su puesto y tratan a los
demás como subordinados: “no así entre vosotros” (Lc 22,26). Por el
contrario, deben actuar como servidores y ser ejemplo para los demás. En
este ser ejemplo está la diferencia entre poder y autoridad. Autoridad
procede de autor. Tiene autoridad el que tiene capacidad, crédito,
estimación, verdad, aprecio, reputación. Poder tiene que ver con
potestad, fuerza, imperio, poderío, dominación. Mientras la autoridad
tiene capacidad de arrastre y convencimiento, el poder se impone desde
fuera y por la fuerza. Suele ocurrir que quienes pierden autoridad se
apoyan en el poder. Dejan de convencer y pasan a imponer. Pierden el
aprecio y se mantienen a base de fuerza y opresión.
Que el poder es una tentación permanente, incluso en las comunidades
cristianas, se manifiesta por la cantidad de veces que encontramos en
el Nuevo Testamento advertencias a las autoridades eclesiásticas para
que no corrompan su autoridad convirtiéndola en poder. Así se expresa la
primera carta de Pedro (5,1-4): “a los presbíteros que están entre
vosotros les exhorto yo, presbítero como ellos: apacentad la grey de
Dios que os está encomendada, vigilando, no a la fuerza, sino de buena
gana, como Dios quiere; no por mezquino afán de ganancia, sino de
corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo
modelos de la grey”. Si en la Iglesia hay funciones de vigilancia, ésta
se ejerce no a la fuerza, sino con amor, respetando la libertad; y se
ejerce, sobre todo, siendo modelo para los demás.
Para los seguidores de Jesús la autoridad no funciona como poder,
sino como servicio. Jesús tenía mucha autoridad, pero se negó a utilizar
el poder, tal como le propone el tentador (Mt 4,3).
Sorprendió a sus
contemporáneos “porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como
los escribas” (Mc 1,22). Esta comparación es significativa, pues los
escribas estaban “titulados” para enseñar, por haber estudiado en la
sinagoga. Pero su competencia, al no brotar de la adhesión personal a la
Palabra de Dios, sino de la profesionalización puesta al servicio del
ansia de poder, era una autoridad devaluada. La autoridad de Jesús, por
el contrario, nace de la experiencia de su filiación divina, y no de
titulaciones. Es una autoridad competente, la del que va por delante
exponiendo su vida, y no el poder “del que impone a los hombres cargas
intolerables, y él no las toca ni con uno de sus dedos” (Lc 11,46; Mt
23,4).
A la luz de lo dicho no tiene sentido hablar de una Iglesia
autoritaria, aunque si tiene sentido hablar de autoridad en la Iglesia.
San Pablo, cuando recuerda a la Iglesia de Corinto “la autoridad que el
Señor le dio”, deja muy claro que se trata de una autoridad “para
construir vuestra comunidad, no para destruirla” (2Co 10,8). La
autoridad de Pablo, la autoridad eclesiástica, está basada en el modelo
de Jesús. En la Iglesia no hay poderes, aunque sí hay funciones. En ella
la autoridad se ejerce como un servicio fraterno.
Por Martín Gelabert. Publicado en Religión Digital
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