Alégrate, agraciada



La Iglesia católica celebra este día la memoria de la Virgen María, Madre de Jesús, bajo el título del Carmen (Monte Carmelo). Ésta es una advocación entrañable, vinculada a tres signos o motivos importantes de piedad y vida cristiana:

-- Oración Contemplativa . Al norte de Palestina, en una zona cercana a Nazaret, se alza sobre el mar el Monte del Carmen, antiguo santuario donde celebró el profeta Elías la victoria de Yahvé, Dios de Israel. Allí se reunieron en el siglo XI-XII d.C. un grupo de ermitaños cristianos para recordar a Elías y especialmente a María, la Madre de Jesús en contemplación. Con este motivo desarrolló san Juan de la Cruz un Camino de contemplación como Subida al Monte de Dios, que es el Carmelo, Monte y el Huerto de María, patrona de orantes cristianos. 


-- Compañía en el peligro, Virgen del mar. María del Carmen es la Virgen y Amiga de los hombres y mujeres del mar, que acompaña a los marinos desde su montaña, sobre Haifa, que hace casi de frontera entre Israel y Fenicia, a un "tiro de piedra" de los puertos más importantes del oriente antiguo, entre ellos el de Tiro. A la vera de este monte de la Virgen llegaban los barcos cristianos durante la cruzadas... Por esta razón, la Virgen del Monte Carmelo ha sido y sigue siendo patrona de marinos, en gran parte del mundo cristiano, al menos desde Hondarribia a Fisterra, desde Cádiz a Venecia. 

Con este motivo he querido colgar en mi blog una reflexión teológico-piadosa sobre el Ave-María, que es la Oración del Ángel de la Anunciación, la Oración de la Iglesia, dedicada a la madre de Jesús.

Esa ha sido y sigue siendo una de las oraciones más populares de los cristianos católicos, que se alegran de repetir el saludo del Ángel a María, con la bendición de su prima Isabel (ambos temas son del Nuevo Testamento) con la petición de la Iglesia que sigue manteniendo la memoria de María, la madre de Jesús, para compartir con ella el camino de la vida. 

-- Virgen de la Buena Muerte, esperanza de cielo. Finalmente, la Virgen del Carmen se encuentra asociada con el camino final de la vida, es decir, con la muerte y con el "paso" del alma (del hombre) a la gloria. En ese contexto se ha dicho y se sigue diciendo que ella acompaña como madre y amiga a los que tienen miedo de la muerte, a los que tienen necesidad de algún tipo de "purgatorio", es decir, de purificación en el amor para encontrar al Dios de Cristo.

Buen y feliz día a las cármenes, con mi madre, que era y es Carmen, desde el cielo, y con Mabel, mi mujer, devota del Carmen, que ha sido y sigue siendo para mí el mayor regalo de la Virgen del Carmen, en oración, compañía y esperanza de cielo.

Buen día, finalmente, a los hombres del mar, como era mi padre, en un tiempo de cambio difícil como es este... y también a los contemplativos, que siguen descubriendo en María un signo del Monte Carmelo, el monte de la contemplación y del misterio que conduce a Dios (y que en el fondo es Dios).
Ave María. Historia

Sin hallarse en ninguno de los grandes formularios litúrgicos de la Iglesia, el Ave María se ha venido a convertir en elemento primordial de la oración para millones de cristianos que repiten la fórmula en dos partes:
la primera en forma de alabanza (Dios te salve María...) y la segunda como súplica (Santa María..., ruega por nosotros...).  Situada en su trasfondo original, esta oración tiene tres partes: saludo del ángel (Lc 1,28), bendición de Isabel (Lc 1,42) y petición eclesial (Santa María...).

Está al principio la palabra del ángel que viene desde Dios y, dirigiéndose a María, la saluda en términos de gozo y cumplimiento mesiánico: Ave, gracia a ti, agraciada, el Señor está contigo. Estas palabras actualizan el misterio primordial de nuestra historia: con (y por) María, Su elegida, Dios mismo se ha encarnado entre los hombres, naciendo así como mesías.

En segundo lugar hallamos la palabra de Isabel que, al descubrir la acción de Dios, eleva su palabra: bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Antes era Dios quien saludaba por el ángel. Ahora es el pueblo fiel el que responde por medio de Isabel, con voz de gloria y bendición abierta hacia los hombres.

Finalmente viene la palabra de la Iglesia. Ella recoge en reverencia los aspectos anteriores y se atreve a penetrar en el misterio, confesando la grandeza de María como santa y madre de Dios. Por eso implora en gesto confiado: «ruega por nosotros, pecadores...».

De esta forma se han unido súplica eclesial y recuerdo salvador, saludo y bendición, ruego y alabanza. Todo se condensa en la persona de María que aparece ante los fieles como signo radical de cercanía de Dios, como una especie de rostro muy cercano del misterio. No es por tanto sorprendente que esta breve oración haya venido a convertirse en lugar privilegiado de la fe, la petición y la alabanza para miles y millones de cristianos.

1. Saludo mesiánico (Lc 1,28)
Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor está contigo. De esta forma un poco libre y a mi juicio no del todo afortunada se traduce al castellano la palabra de la anunciación. Tres son a mi entender los cambios más salientes. 

1) Al traducir el khaire en Dios te salve se ha perdido el tono del saludo con su invitación al gozo mesiánico.

2) Al añadir el nombre de María, la palabra kekharitomene o agraciada pierde su carácter de título personal y se convierte en simple predicado (llena eres de gracia).
3) Finalmente, al presentar a María como llena de gracia parece que se alude a un tipo de virtud que ella posee más que a la presencia del Dios que actúa en ella.

Por eso preferimos comentar el texto utilizando las palabras primigenias: alégrate agraciada, el Señor está contigo. Son palabras que provienen del Señor que guía la historia de Israel, que ha prometido salvación desde el principio y ahora viene, por fin, a realizarla. Son palabras que se escuchan en el campo de esperanza de la historia de los hombres que caminan hacia el reino final de la justicia y de la gracia. Por eso, ellas resuenan con gran fuerza todavía.

Destaquemos otro dato. Quien pronuncia las palabras es el ángel Gabriel, que es fortaleza de Dios y que realiza, en cuanto ángel, dos misiones primordiales: 1) canta la grandeza de Dios en alabanza que no cesa, como voz de santidad y gloria (cf. Is 6,3; Lc 2,14); 2) es mensajero del Señor para los hombres, actúa como signo y expresión de su presencia.

Ciertamente en nuestro caso el ángel cumple la segunda de esas dos funciones. Pero si atendemos al tenor de sus palabras descubrimos en ellas una especie de alabanza primigenia: el canto de Dios se ha convertido en himno de María. Cumpliendo su función de mensajero, el ángel aparece como cantor de la doncella. Por eso la saluda en los términos ya vistos de gozo y de grandeza.

¡Alégrate! (alegría, khaire). Es la palabra de saludo al comienzo de la escena. Seguirá el título

(agraciada) y la afirmación de la presencia de Dios (el Señor está contigo). Conforme al sentido ordinario, el término griego se puede traducir por «ave», que está cerca de salud, estáte bien o suerte. Sin embargo, en el fondo del saludo del ángel se percibe un tono más intenso de gozo y plenitud. Etimológicamente khaire significa «alégrate» y este es el motivo que resuena en la palabra del ángel a María.

Pero todavía podemos avanzar, aunque ya con más cautela. Es posible que «khaire» transmita la voz y alegría de viejas proclamas mesiánicas: «Alégrate, hija de Sión; grita jubilosamente, hija de Jerusalén..., porque el Señor que está en medio de ti es el rey de Israel» (Sof 3,14-15; cf. Jl 2,21; Zac 9,9). El saludo refleja así un gozo de gran profecía. En un mundo de males y muerte Dios viene a ofrecer Su esperanza, invitando a la vida, a través de María.

Agraciada (kekharitomene). Es el nombre que Dios ha ofrecido a María. Ciertamente, Lucas sabe el nombre viejo de la Virgen (cf. Lc 1,27). Pero el ángel le saluda y Dios le ofrece para siempre un nombre nuevo: de ahora en adelante ella será Agraciada (la privilegiada). Así se llama a Gedeón Guerrero de Valor (Jue 6,12) y a Simón La Piedra (Mt 16,18 par). Pues bien, María se llama ya Agraciada: ella es sencillamente la escogida, aquella a la que Dios ha iluminado, como faro salvador para los hombres. Ciertamente, la podemos llamar Llena de Gracia, con la tradición latina o castellana; pero es llena porque Dios la favorece y no porque merezca o tenga nada por sus fuerzas. Así lo indica el texto posterior: «has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1,30). 

Para interpretar esa palabra es conveniente recordar lo que Isabel decía: «bienaventurada tú, la que has creído (la creyente)» (cf. Lc 1,45). Estos nombres definen su sentido: desde Dios es Agraciada; por Su acción es la Creyente. Aquí, en el centro de la historia, encontramos a María como la mujer que Dios escoge, en signo misterioso de amor, para expandir y realizar su gesto salvador entre los hombres.

El Señor está contigo. Estas palabras confirman lo ya dicho. Al saludo jubiloso (alégrate) y al nombre personal (Agraciada) sigue la presencia de Dios, garantizando la verdad de todo lo indicado: el Dios que la ha escogido la acompaña, en gesto de asistencia. De esta forma se realiza el misterio de la alianza: Dios ofrece Su mano a quien escoge, sosteniendo y dirigiendo Su camino (cf. Gén 26,24; Ex 3,12; Jue 6,16). Por eso, esta primera alocución del ángel viene a culminar en las palabras de asistencia y de promesa: el Señor está contigo y de esa forma cumplirás tu cometido.
Tales son los elementos del saludo. Sin perder su figura individual, María viene a presentarse como signo y plenitud del pueblo israelita. Por ella ha culminado Dios Su obra salvadora. Por eso la saluda con palabras que destilan alegría, por eso le concede Su asistencia, en expresiones que suponen cumplimiento radical del pacto. Así vienen a mostrarlo las frases posteriores: «el Espíritu santo vendrá sobre ti...» (Lc 1,35). Dios culmina por María su misma tarea creadora.

2. Bendición mesiánica (Lc 1,42)
Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Estas palabras inician la alabanza de Isabel (cf. Lc 1,42-45). Como agraciada de Dios y reasumiendo en su persona al pueblo israelita, María viene a visitar a su parienta. Isabel, madre del profeta final y profetisa, condensando en su palabra toda la palabra del AT, proclama la grandeza de María, llamándola bendita. La Iglesia ha descubierto muy pronto el parentesco de esta palabra y el saludo del ángel que hemos visto. Por eso, muchos manuscritos primitivos ya las unifican. Antes era el ángel de Dios quien saludaba. Ahora es el mismo pueblo de Israel quien mira hacia María y la bendice por medio de Isabel, su prima. Brevemente situamos los tres planos de esa bendición: en culto, historia y pacto.

La bendición constituye un elemento primordial del culto. Los sacerdotes, hijos de Aarón, deben bendecir de esta manera: «el Señor te bendiga y te guarde...» (Núm 6,23s). Ahora, al final de la historia, no bendice el sacerdote, ni el templo es el lugar donde se invoca plenitud y vida para el pueblo. En el hogar de su vida ordinaria, Isabel ha recibido la fuerza del Espíritu, descubre la presencia de Dios en la persona de María y canta su grandeza. No le ofrece ya un deseo, no le augura plenitud para el futuro. Ve la mano de Dios en su camino y canta, transportada: «tú eres la bendita». Así culmina la palabra del culto israelita.

La bendición se relaciona con la historia. Allá al final, cuando Dios cumpla todas Sus palabras, llegará Su bendición hasta las gentes, a través del pueblo israelita (cf. Gén 12,1-3). Pues bien, las palabras de Isabel suponen que ese tiempo final nos ha llegado:en María se ha cumplido la más honda bendición de la mujer que se explicita en forma de maternidad mesiánica. La vida de Dios llega a la entraña de este mundo: ha nacido el salvador entre los hombres. Por eso, María, junto con Jesús, no es simplemente «bienaventurada», como son los pobres y pequeños de la tierra que confían en las manos de Dios como creyentes (cf. Lc 1,45; 6,20-21). Siendo culmen de la historia y transmisora de la salvación escatológica, María es la bendita: realiza así la acción de Dios, es transmisora de su vida entre los hombres.

La bendición presenta, en fin, rasgos de pacto. Allí donde se acoge la presencia de Dios, se cultivan Sus preceptos y se expande la gracia transformante de Su amor, emerge bendición; por el contrario, allí donde los hombres rompen el pacto se destruyen a sí mismos, convirtiendo así la vida en maldición (cf. Dt 27,12-13; 28,1-68). Pues bien, María ha realizado el pacto («el Señor está contigo...»), respondiendo con su vida a la palabra que Dios le ha dirigido. De esa forma su existencia se convierte en lugar de bendición: allá en el culmen de la historia, ella, la bendita, se desvela como signo radical del pacto, campo en que se expresa el amor y bendición de Dios para los hombres.

Aunque sea Isabel quien lo proclame, en estallido de júbilo, María es la bendita porque Dios así lo quiere, como indica el verbo en voz pasiva (eulogémené). Es Dios quien la bendice. Isabel, como vidente final del AT, no hace más que explicitar ese designio de Dios y proclamarlo de una forma abierta. La palabra del ángel se ha expandido y los creyentes de Israel asumen la alabanza de María, llamándola bendita.

No hemos distinguido los niveles a que alude nuestro texto. Diciendo que María es «bendita entre las mujeres» presupone que lo es por excelencia: bendita como mujer, por su maternidad abierta hacia la vida; bendita como ser humano o mejor como persona fiel al gran misterio de la vida. En línea de realización escatológica, la plenitud de bendición ha culminado en la persona de María, la mujer creyente. Frente a todas las posibles creaciones de soberbia de este mundo, que se expresan como triunfo material, María nos coloca ante el camino de la fe que se halla abierto hacia el misterio de Dios y de su vida. Por eso se ha cumplido en ella la palabra que dijo en otro tiempo Ozías a Judith, judía salvadora: «el Altísimo te bendiga más que a todas las mujeres de la tierra...» (Jdt 13,18). Pero María no es bendita por matar al enemigo sino porque ha creído en Dios, poniéndose al servicio de la Vida de Dios sobre la tierra.

3. Súplica eclesial
Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. La Iglesia ha recogido y venerado las palabras del ángel e Isabel, haciéndolas principio de su petición más honda. También ella ha saludado a la doncella nazarena, llamándola bendita; pero al descubrirla elevada y compararla con su propia pequeñez ha introducido en su plegaria unas palabras suplicantes: «ruega por nosotros...». Ellas comienzan con una confesión de fe mariana. El ángel la ha llamado agraciada; Isabel ha confesado que es bendita; la Iglesia la proclama santa y madre de Dios.

María es santa. Toda su existencia pertenece a ese nivel donde se elevan ya los serafines de Isaías, mientras cantan: «santo, santo, santo» (Is 6,3). Ella es transparente, como espejo donde Dios expresa su misterio. Dando un paso más, decimos: ella es santa, ha recibido el Espíritu de Dios que es santidad personificada (cf. Lc 1,35). El Espíritu de amor, gratuidad y comunión de Dios la llena. Así podemos entender mejor lo que decimos al decirle esta palabra: pertenece al campo del Espíritu, al nivel donde se actúa la presencia salvadora de Dios entre los hombres, en gesto de absoluta gratuidad, de entrega plena. Por eso, al confesarla santa en un sentido radical, nosotros confesamos que ella es transparencia, es el reflejo personal, cercano, del Espíritu de Dios sobre la tierra.

María es madre de Dios. En una especie de pequeño credo que se añade a la palabra de saludo y bendición, nosotros confesamos el misterio de la maternidad divina de María. Sólo si decimos que ella es «theotokos», reasumiendo las palabras del Concilio de Efeso (431), podemos confesar que el Verbo, Hijo de Dios, es hombre verdadero. Sin esta afirmación mariológica no existe credo cristológico: sólo si ella es madre de Dios nosotros somos los hermanos del Dios que se ha encarnado. Pues bien, ahora podemos entender esta palabra partiendo del Espíritu; María no es madre por sus fuerzas personales o poderes dentro de la historia; es madre porque ha sido transparente a la presencia del Espíritu. Así, confesando su gesto maternal, la introducimos dentro del misterio trinitario.

Por eso suplicamos: ruega por nosotros... Aparece tan cerca del Espíritu, tan llena de la fuerza de Dios y, al mismo tiempo, sigue siendo tan humanamente acogedora y compasiva que los fieles la terminan invocando como intercesora especial en su camino. Sabemos por Juan que el intercesor primero es el Espíritu Paráclito: nos llena, nos defiende y nos conduce al Cristo. Sin embargo, para muchos de los fieles el Espíritu aparece como fuerza demasiado lejana y evasiva. Por eso, en transferencia perfectamente lógica, atribuyen a María los aspectos y funciones maternales del Espíritu: el misterio de su gracia, su presencia intercesora. Lógicamente le suplican: «ruega, intercede, por nosotros, pecadores...». Frente a la santidad de María está nuestro pecado; frente a su plenitud de madre, coronada de Espíritu en el cielo, viene a desvelarse ya nuestra miseria y angustia en el presente, dirigido siempre hacia la muerte. Por eso le decimos: «ruega por nosotros ahora y en la hora...».

Por medio de esa transposición mariana de los elementos pneumatológicos de la oración, el Espíritu recibe rasgos casi personales (maternos) y María viene a presentarse como signo humano del Espíritu divino. Sobre ella ha descendido la fuerza del Altísimo; la bendición de Dios se ha realizado de manera total en su persona... Por eso, quienes quieren descubrir la hondura de Dios, su santidad y presencia providente acudirán al rostro de María. Quienes llamen a María y digan «ruega por nosotros...» se estarán poniendo en manos del Espíritu.

4. Notas conclusivas
Como repetición del saludo mesiánico del ángel, la oración a María se convierte en recuerdo agradecido de su historia y expresión actual de su figura. Los cristianos que retoman las viejas palabras intentan revivir la fuerza de la escena salvadora, como amante que recuerda el principio de su amor, como esclavo liberado que se alegra reviviendo los gestos y caminos de su libertad. Pero la oración es más que una memoria del pasado. Ella penetra, en alabanza, en el misterio de Dios y allí reasume la palabra originaria que por medio del ángel se anunció sobre la tierra. El orante tiene la osadía de apropiarse del saludo de Dios: se pone en Su lugar y con sus mismas actitudes llama a la mujer que está en el centro de la historia, invoca así a María.

El orante descubre que Dios ama a María: la saluda, la dispone, la transforma. De tal modo confía Dios en ella, de tal forma la quiere y la respeta que le entrega a su Hijo como hijo de su entraña. Esto es lo que actualizan las palabras de oración. Por eso, el orante, una vez que ha descubierto el amor de Dios hacia María, se siente invitado a ofrecerle igualmente su cariño. El mismo saludo es un gesto de amor; como entrega familiar y confiada en el misterio de Dios que actúa por medio de ella.

Estas palabras, reasumidas por los fieles dentro de la Iglesia, constituyen un lugar privilegiado de oración: son oración de la palabra, canto convertido en himno de belleza; son oración de la pintura y de la imagen, plegaria que se torna icono de misterio en casi todos los lugares de culto de la Iglesia. Al lado de la cruz, ésta es la escena que los fieles reproducen y contemplan en la tierra con mayor belleza y gozo ante el misterio.


Pero el Ave María es también lugar de bendición. Hay un texto del evangelio en que se dice: «bendecid, no maldigáis...» (cf. Lc 6,28 par). En medio de una tierra de dureza y de mentira podemos convertirnos en señal de bendición, como han venido a señalar estas palabras de Isabel hacia María. En ellas se condensa la historia salvadora: somos sacerdotes de la nueva alianza y como tales evocamos vida y bendición de Dios sobre la tierra; somos testigos del camino de la historia que ha venido a realizarse y culminar así en María, como declaramos proclamándola bendita.

Por eso, la existencia culmina como súplica. María nos ayuda a descubrir a Dios: nos ponemos en sus manos de mujer y madre y le decimos «ruega por nosotros». Lo que Dios ha realizado en ella se explicita como vida en nuestra vida. Por eso, allí donde asumimos su camino en oración, nuestra existencia viene a convertirse en más profunda, más hermosa.

Por Xavier Pikaza. Publicado en Religión Digital

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