Recuperar la sacralidad del lenguaje

 Por David Zubik, obispo de Pittsburgh. Traducido de America Magazine

Todos sabemos que algo está gravemente mal en nuestra conversación pública. La falta de respeto está tan extendida que no tiene sentido asignar culpas. Todos tenemos una responsabilidad para cambiar el juego, para tratar mejor al otro, especialmente cuando discrepemos.

Las divisiones en grupos infectan nuestra Iglesia, incluso en asuntos de escaso significado social o teológico. El año pasado, cuando el Día de San Patricio cayó en viernes de Cuaresma, concedí una dispensa a los católicos de mi diócesis para que aquellos que deseasen tomar ternera en salmuera pudiesen hacerlo. Mi buzón se vio inundado de respuestas asquerosas, que me acusaban de destruir la tradición católica, menospreciar con plena intención la fe y pavimentar el camino directo al infierno. Esto es un fallo de nuestro discurso social.

La tradición católica tiene mucho que enseñarnos sobre la buena educación. El punto inicial es que a todo ser humano Dios le ha concedido una dignidad que le hace merecedor de respeto. O, en palabras de la Declaración de Independencia, que: "Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".

La Biblia también tiene mucho que decir sobre cómo nos hablamos unos a otros. Dos historias en particular se dirigen a la forma en la que utilizamos el lenguaje. El Génesis nos habla de una autoridad que pretendía retar la autoridad de Dios construyendo una torre tan alta que alcanzase el cielo. Dios respondió convirtiendo a la humanidad en un babel de lenguas, incapaz de comprender a los demás o de trabajar juntos. La arrogancia de la humanidad -el pecado original reflejado en la narración del Jardín del Edén- rompió la unidad de la humanidad. El lenguaje se convirtió en una fuente de conflicto, de guerra y de odio. El lenguaje perdió su santidad.

Pero el lenguaje fue redimido en Pentecostés. Los Hechos de los Apóstoles describen como, cuando los discípulos fueron llenados por el Espíritu Santo, las personas de todas las procedencias linguísticas les comprendían. La santidad del lenguaje había sido restaurada. Así es como debemos utilizar el lenguaje: para traer comprensión y hablar de fe, de esperanza y de amor.

El viento cultural contra la buena educación es fuerte. Las cabezas gritantes de las televisiones, las fortunas invertidas en propaganda y el "salvaje oeste" de las redes sociales hacen difícil el comprometerse en un diálogo razonable. Recuerdo la crítica de mi profesor de homilética de una homilía de "práctica" que era especialmente argumentativa, cerrada y expresada con elevados decibelios. La desestimó como: "contenido débil, chillada como en el infierno".

La cortesía en el lenguaje demuestra fortaleza -no debilidad- de pensamiento, palabra y convicción. Es una forma de hablar y de actuar que se toma seriamente lo que yo creo y lo que creen los demás. Incluye un robusto y apasionado compromiso con aquellos que tienen distinos puntos de vista. Asume que los lazos que nos unen son mucho más importantes que las diferencias que nos separan en importantes asuntos sociales o políticos. Un corolario es que las personas viven y aprenden en comunidades, sean estas familias, comunidades de fe, grupos de afinidad y sociedades civiles. La caridad nos exige trabajar con y entre estas comunidades, para objetivos comunes.

El verdadero respeto no es la ignorancia consciente de las diferencias de opinión. Se construye sobre la integridad, que es consistencia en nuestras creencias y en nuestros actos. Cuando afirmamos seguir a Aquel que nos llamó a amar a nuestros enemigos pero dirigimos agrias diátribas hacia aquellos que son incluso mínimamente críticos con nuestras posiciones, perdemos toda credibilidad. Y debemos de ser cuidadosos de tratar a aquellos de nuestra propia comunidad de fe tan caritativamente como a los de fuera. Las personas con fe demuestran integridad solo cuando nuestras conversaciones ad intra son tan respetuosas y cuidadosas como nuestras conversaciones y diálogos ad extra.

El respeto exige unas palabras determinadas. Cuando dirigimos insultos hacia otro ser humano, nos degradamos a nosotros mismos incluso más de lo que degradamos a aquella persona -y desarrollamos un vocabulario empobrecido-. Recientemente un amigo mío no pudo evitar escuchar a un hombre que hacía una llamada telefónica enfadado, utilizando un lenguaje obsceno. Utilizó la misma palabrota repetidamente como sujeto, objeto, adjetivo y verbo. Mi amigo quedó impresionado de que dos jóvenes mujeres próximas no mostrasen ninguna reacción, especialmente cuando quedó claro que aquel hombre estaba hablando con su mujer.

Creo que estas obscenidades rutinarias están relacionadas con la vileza de nuestros debates públicos. El lenguaje vulgar no es la causa, pero es una adición a una cadena. La calidad degradada de nuestro lenguaje diario suma a la amenazadora degradación de nuestra conversación pública. Las calumnias raciales y sexuales, el autoritarismo, el antisemitismo, el anticatolicismo y el odio en general han emergido de debajo de las rocas y han alcanzado la plaza pública.

Necesitamos recuperar la sacralidad del lenguaje. Es por medio de las palabras que expresamos la vida, que expresamos todo lo que amamos, todo aquello en lo que fundamentalmente creemos.

Así que permítanme sugerir "Nueve reglas de educación e integridad para las comunidades de fe y todos los demás". Proceden de mi experiencia en diálogos ecuménicos e interreligiosos, en los que he aprendido mucho y he formado preciadas amistades con líderes de fe de otras tradiciones. Podemos discrepar en profundas materias teológicas y sociales pero amar lo que vemos en los corazones de los demás.

1.- En un diálogo sano, civilizado, nos escuchamos. Escuchar es más que oír. Exige tiempo y energía para apreciar de dónde procede una persona o un grupo, en qué creen y por qué lo creen. La escucha auténtica, empática, lleva al corazón los sentimientos del corazón del otro y construye puentes entre personas a las que separan importantes diferencias.

2.- La conversación civilizada presume que todos estamos trabajando por el bien común. Casi siempre tenemos puntos de acuerdo y de desacuerdo. En lugar de limitarnos a las divergencias, deberíamos en primer lugar reconocer lo que tenemos en común. En ese punto, podremos tratar nuestras discrepancias más eficazmente. Cuando trabajamos juntos sobre esas materias, construimos puentes que pueden permitir una conversación constructiva sobre lo que el aborto provoca a los niños, a las mujeres y a nuestra sociedad.

3.- Cualquier debate público civilizado reconoce el pluralismo de grupos en la sociedad. Mi objetivo no puede ser acallar las demás voces. La libertad implica diferencias de convicciones y de conclusiones. Con frecuencia escucho a grupos que están en desacuerdo conmigo, sea sobre control de armas o sobre liturgia. Tienen el derecho, incluso a veces el deber, de hablar cuando creen que el barco está abandonando el curso debido. Leo sus cartas con atención e intento responderlas cuidadosamente. Puedo invitar a algunos de ellos a mi oficina para hablar. Aunque tal vez nunca nos pongamos de acuerdo, les debo el respeto de un diálogo honesto.

Sin embargo, no toda causa es merecedora de respeto. Por ejemplo, recientemente hemos visto la importancia de nombrar los males del supremacismo blanco, del nazismo, del antisemitismo y de la islamofobia. Estas ideologías deben ser consideradas como lo que son -esfuerzos por privar a algunas personas de la dignidad y el respeto que les corresponden como hijos de Dios-. Incluso si el derecho les permitiese la expresión de estas ideas odiosas, debemos condenarlas con firmeza y no-violencia. Condenar las ideas, nunca las personas. Como hizo mi predecesor hace veinte años cuando tuvo lugar una marcha supremacista blanca en Pittsburgh, tras lo que un líder del KKK renunció al racismo, se convirtió en un católico practicante y comenzó a trabajar contra el odio organizado. La educación es transformadora.

4.- La buena educación muestra respeto por la persona con la que difiero. Tú y yo podemos hacer esto, incluso mientras intentamos convencer a alguien de la posición contraria. Busca las fortalezas de tus críticos: ¿están intentando construir una sociedad mejor, ayudar a las víctimas de abusos, corregir un error? Reconóceselo, al tiempo que apunta que puede haber mejores maneras de conseguir su objetivo.

5.- La civilización trabaja por la inclusión de todos los miembros de la sociedad y es especialmente sensible a las minorías y a las personas marginadas. A veces podemos discrepar sobre lo que la "inclusión" exige, pero hacerlo de manera que no denigre al otro. Las diferentes creencias sobre la naturaleza del matrimonio implican que a veces tendré serios desacuerdos con algunos miembros de la comunidad LGTB. Pero si me dedico a insultarles, a acusarles de motivos maliciosos o de otra manera a tratarles como algo distinto a amados hijos de Dios, entonces sería culpable de pecado. Mis palabras me convertirían en la señal luminosa del desprecio que habría emanado de mi boca.

6.- La educación distingue entre hechos y opiniones. Dejemos que los hechos hablen por sí mismos cuando sea posible. La cita del senador Daniel Patrick Moynihan es más pertinente hoy que nunca: "Todos están capacitados para tener sus propias opiniones, pero no sus propios hechos".

7.- El reverso de la anterior regla es que los hechos solo nos pueden llevar hasta cierto punto. Los desacuerdos sobre valores son difíciles y no podemos ni debemos evitar el debate apasionado. Podemos críticar una idea sin atacar a una persona.

No hace mucho durante una conversación en una cena con una amiga, sostuvo que se debería permitir a tan pocos inmigrantes como fuese posible entrar en nuestro país. No podría haber estado más en desacuerdo y la conversación se acaloró. Reconociendo lo cerca que estaba de marcharme de la mesa, dije: ¿Qué pasaría si el inmigrante fuese tu hermano? La conversación terminó con la conciencia de que había algo más en juego que cualquiera de nuestros argumentos. Terminamos la noche con nuestro respeto y amistad mutua intacta.

8.- No deberíamos presumir los motivos que llevan a alguien a tomar una decisión. Las personas a
menudo llegan a soluciones equivocadas o cuestionables a partir de un deseo de hacer el bien. Hace años escuché la historia de un sacerdote que veía a la misma mujer quedarse dormida cada semana durante su homilía. Le incendiaba que utilizase su homilía para tomar un sueñecito, hasta que visitó su casa y vio que tenía seis hijos exigentes y gritones. Terminó la visita satisfecho de que la pobre mujer pudiese utilizar la iglesia para echar una siesta. Nunca sabemos la historia completa. 

9.- Debemos tener la voluntad de ser autocríticos. El diálogo honesto nos ayuda a examinar la raíz de nuestras propias posiciones, llevándonos a clarificar -y a veces a modificar- nuestras convicciones.

La buena educación es una virtud, un hábito de elecciones y de la conciencia, que forma la manera en la que nos encontramos con los demás. No llega a nadie automáticamente. Como cualquier virtud, debemos trabajarla día tras día tras día. Pero debemos hacerlo, si queremos trabajar por un mundo que apoye y que sostenga la dignidad humana, los derechos humanos, la vida humana.

Las reglas como estas, los valores religiosos y los principios morales no resolverán, por sí solos, complejos problemas públicos. Pero son parte de la solución. Los principios inspirados en la fe, cuando se expresan con cortesía y convicción, son más importantes que nunca. Asuntos como la economía, la política exterior, la bioética, el cambio climático, el cuidado de la salud y la guerra exigen voces religiosas tranquilas, empáticas y reflexivas. Debemos ser los constructores de puentes que llaman a los distinos miembros de nuestra sociedad a la base común, con valores compartidos centrados en el bien común.

Dicho todo esto, ¿no es esto lo que significa vivir el Evangelio? Jesús nos enseñó como escuchar. Él sabía como cambiar corazones. Recemos para que hagamos lo mismo.

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