Sobre las finanzas y los mercados (III)
Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral
III.
Algunas puntualizaciones en el contexto actual
18. Para ofrecer orientaciones éticas concretas y específicas a todos los
agentes económicos y financieros – quienes lo requieren cada vez más – se
tratará ahora de formular algunas puntualizaciones, útiles para un
discernimiento que mantenga abiertas las vías hacía aquello que hace al hombre
verdaderamente hombre y le ayude a evitar poner en peligro tanto su dignidad
como el bien común.
19. El mercado, gracias al progreso de la globalización y la
digitalización, puede compararse con un gran organismo, en cuyas venas corren,
como linfa vital, inmensas cantidades de capitales. Sirviéndonos de esta
analogía, podemos por tanto hablar también de la “salud” del mismo organismo,
cuando sus medios y aparatos procuran una buena funcionalidad del sistema, en el
cual el crecimiento y la difusión de la riqueza van de consuno. Salud del
sistema que depende de la salud de cada una de las acciones realizadas. Con
semejante salud del sistema-mercado es más fácil que sean respetados y
promovidos también la dignidad del hombre y el bien común.
De modo semejante, cada vez que se introducen y difunden instrumentos económicos
y financieros no fiables, que ponen en serio peligro el crecimiento y la
difusión de la riqueza, creando puntos críticos y riesgos sistémicos, se puede
hablar de una “intoxicación” de ese organismo.
Se entiende así la exigencia, cada vez más advertida, de introducir una
certificación de las autoridades públicas para todos los productos que provienen
de la innovación financiera, al fin de preservar la salud del sistema y prevenir
efectos colaterales negativos. Favorecer la salud y evitar la contaminación,
incluso desde el punto de vista económico, es un imperativo moral ineludible
para todos los actores comprometidos en los mercados. Esta exigencia demuestra
asimismo la urgencia de una coordinación supranacional entre las diferentes
arquitecturas de los sistemas financieros locales.
20. Esa salud se nutre de una multiplicidad y diversidad de recursos, que
constituye una especie de “biodiversidad” económica y financiera. Esta
representa un valor añadido para el sistema económico y debe ser favorecida y
salvaguardada mediante adecuadas políticas económico-financieras, al fin de
asegurar a los mercados la presencia de una pluralidad de sujetos e instrumentos
sanos, con riqueza y diversidad de caracteres; sea en positivo, sosteniendo su
acción, sea en negativo, obstaculizando a todos aquellos que deterioran la
funcionalidad del sistema que produce y difunde riqueza.
A este respecto, hay que destacar que la cooperación realiza una
función singular en la tarea de producir en modo sano valor añadido en los
mercados. Una leal e intensa sinergia de los agentes obtiene fácilmente ese
valor añadido que busca toda actuación económica.
Cuando el hombre reconoce la solidaridad fundamental que lo liga a todos los
demás hombres, percibe que no puede apropiarse de los bienes de que dispone.
Cuando se habitúa a la solidaridad, estos bienes son usados no sólo para sus
propias necesidades, y así se multiplican, dando a menudo también frutos
inesperados para los demás.
Aquí se puede notar claramente cómo compartir «no es solo división sino también multiplicación de los bienes, creación de nuevo
pan, de nuevos bienes, de nuevo Bien con mayúscula».
21. La experiencia de las últimas décadas ha demostrado con evidencia, por un
lado, lo ingenua que es la confianza en una autosuficiencia distributiva de los
mercados, independiente de toda ética y, por otro lado, la impelente necesidad
de una adecuada regulación, que conjugue al mismo tiempo libertad y tutela de
todos los sujetos que en ella operan en régimen de una sana y correcta
interacción, especialmente de los más vulnerables. En este sentido, los poderes
políticos y económico-financieros deben siempre mantenerse distintos y autónomos
y al mismo tiempo orientarse, más allá de todas complicidad nociva, a la
realización de un bien que es tendencialmente común y no reservado a pocos
sujetos privilegiados.
Esa regulación se hace aún más necesaria ya sea por la constatación de que entre los
principales motivos de la reciente crisis económica se hallan también conductas
inmorales de representantes de mundo financiero, ya sea por el hecho de que la
dimensión supranacional del sistema económico permite burlar fácilmente las
reglas establecidas por los distintos países. Además, la extrema volatilidad y
movilidad de los capitales comprometidos en el mundo financiero permite a quien
dispone de ellos operar fácilmente más allá de toda norma que no sea la de un
beneficio inmediato, chantajeando a menudo desde una posición de fuerza también
al poder político de turno.
Queda claro, por tanto, que los mercados necesitan orientaciones sólidas y
robustas, tanto macroprudenciales como normativas, lo más participadas y
uniformes que sea posible; así como reglas, que hay que actualizar
continuamente, porque la realidad misma de los mercados está en continuo
movimiento. Estas orientaciones deben garantizar un serio control de la
fiabilidad y la calidad de todos los productos económicos y financieros,
especialmente los más estructurados. Y cuando la velocidad de los procesos de
innovación produce excesivos riesgos sistémicos, es preciso que los operadores
económicos acepten los vínculos y frenos que exige el bien común, sin tratar de
burlarlos o disminuirlos.
En tal sentido, teniendo presente la actual globalización del sistema
financiero, es importante mantener una coordinación estable, clara y eficaz
entre las diversas autoridades nacionales de regulación de los mercados, con la
posibilidad, y a veces incluso la necesidad, de compartir con prontitud
decisiones vinculantes cuando lo exija el riesgo para el bien común. Esas
autoridades de regulación deben ser siempre independientes y estar vinculadas a
las exigencias de la equidad y del bien común. La dificultades comprensibles, en
este sentido, no deben desalentar la búsqueda y actuación de estos sistemas
normativos, que deben ser concertados entre los países y cuyo alcance debe ser
igualmente supranacional.
Las reglas deben favorecer una completa trasparencia de lo que se negocia, para
eliminar toda forma de injusta desigualdad, garantizando lo más posible un
equilibrio en los intercambios. Especialmente teniendo en cuenta que la
concentración asimétrica de informaciones y poder tiende a reforzar a los
sujetos económicos más fuertes, creando hegemonías capaces de influenciar
unilateralmente no sólo los mercados sino incluso los mismos sistemas políticos
y normativos. Por lo demás, allí donde se ha practicado una desregulación masiva
se ha puesto en evidencia que los espacios de vacío normativo e institucional
constituyen espacios favorables, no sólo para el riesgo moral y la malversación,
sino también para la aparición de exuberancias irracionales de los mercados –a
las que siguen burbujas especulativas y luego repentinos colapsos ruinosos– y de
crisis sistémicas.
22. Una gran ayuda para evitar crisis sistémicas sería establecer, para los
intermediarios bancarios de crédito, una clara definición y la separación de la
gestión de cartera de créditos comerciales y aquel destinado a la inversión o a
la negociación de cartera propia.
Todo esto para evitar, lo más posible, situaciones de inestabilidad financiera.
La salud del sistema financiero exige además la mayor cantidad de información
posible, para que cada sujeto pueda tutelar en plena y consciente libertad sus
intereses: es importante, en efecto, saber si los propios capitales son usados
con fines especulativos o no, así como conocer claramente el grado de riesgo y
la congruencia del precio de los productos financieros que se subscriben. Sobre
todo considerando que el ahorro, especialmente el familiar, es un bien público
que hay que tutelar y que trata siempre de excluir el riesgo. El mismo ahorro,
cuando se pone en manos expertas de asesores financieros, tiene que ser bien
administrado y no simplemente gestionado.
Entre los comportamientos moralmente criticables en la gestión del ahorro por
parte de los asesores financieros cabe señalar: los excesivos movimientos del
portafolio de títulos, con el propósito principal de incrementar los ingresos
generados por las comisiones del intermediario; la desaparición de la
imparcialidad debida en la oferta de instrumentos de ahorro, con la complicidad
de algunos bancos, allí donde los productos de otros sujetos se ajustarían
mejores a las necesidades del cliente; la falta de diligencia adecuada o incluso
negligencia dolosa por parte de los consultores, respecto a la protección de los
intereses de portafolio de sus clientes; la concesión de préstamos por parte de
un intermediario bancario, subordinada a la simultánea subscripción de otros
productos financieros quizás no favorables al cliente.
23. Toda empresa es una importante red de relaciones y, a su manera,
representa un verdadero cuerpo social intermedio, con su propia cultura y
praxis. Estas, mientras determinan la organización interna de la empresa,
afectan también al tejido social en el que ella opera. Precisamente a este
nivel, la Iglesia recuerda la importancia de una responsabilidad social de la
empresa, que se explicita ad
extra y ad intra de la misma.
En este sentido, donde el mero beneficio se sitúa en la cima de la cultura de
una empresa financiera, ignorando las simultáneas necesidades del bien común –
cosa que hoy se señala como un hecho generalizado incluso en prestigiosas
escuelas de negocios (business schools) –, toda instancia ética viene de
hecho percibida como extrínseca y yuxtapuesta a la acción empresarial. Esto
resulta mucho más acentuado por el hecho de que, en tal lógica organizativa,
aquellos que no se adecuan a los objetivos empresariales de este tipo, son
penalizados tanto a nivel retributivo como de reconocimiento profesional. En
estos casos, la finalidad del mero lucro crea fácilmente una lógica perversa y
selectiva, que a menudo favorece el ascenso a la cima empresarial de sujetos
capaces pero codiciosos y sin escrúpulos, cuya acción social es impulsada
principalmente por una ganancia personal egoísta.
Además, esta lógica obliga con frecuencia a la administración a actuar políticas
económicas encaminadas, no a impulsar la salud económica de las empresas a las
que servían, sino a incrementar solo los beneficios de los accionistas (shareholders),
perjudicando así los intereses legítimos de todos aquellos que, con su trabajo y
servicio, operan en beneficio de la misma empresa, así como a los consumidores y
a las varias comunidades locales (stakeholders). Y todo ello, a menudo,
estimulado por enormes remuneraciones proporcionales a los resultados inmediatos
de la gestión (por lo demás no equilibradas con equivalentes penalizaciones en
caso de fracaso de los objetivos), que, si bien a corto plazo aseguran grandes
ganancias a los directivos y accionistas, terminan por propiciar la aceptación
de riesgos excesivos y dejar a las empresas debilitadas y empobrecidas de las
energías económicas que les habrían asegurado perspectivas adecuadas de futuro.
Todo esto fácilmente genera y difunde una cultura profundamente amoral –en la
que con frecuencia no se duda en cometer un delito, cuando los beneficios
esperados superan las sanciones previstas– y contamina seriamente la salud de
cualquier sistema económico-social, poniendo en peligro su funcionalidad y
dañando gravemente la realización efectiva del bien común, sobre el cual se
fundan necesariamente todas las formas de socialización.
Por lo tanto, es urgente una autocrítica sincera a este respecto, así como una
inversión de tendencia, favoreciendo en cambio una cultura empresarial y
financiera que tenga en cuenta todos aquellos factores que constituyen el bien
común. Esto significa, por ejemplo, que hay que colocar claramente a la persona
y la calidad de las relaciones interpersonales en el centro de la cultura
empresarial, de modo que cada empresa practique una forma de responsabilidad
social que no sea meramente marginal u ocasional, sino que anime desde dentro
todas sus acciones, orientándola socialmente.
Precisamente aquí, la circularidad natural que existe entre el
beneficio –factor intrínsecamente necesario en todo sistema económico– y
la
responsabilidad social –elemento esencial para la supervivencia de toda
forma
de convivencia civil– está llamada a revelar toda su fecundidad,
mostrando el
vínculo indisoluble, que el pecado tiende a ocultar, entre una ética
respetuosa
de las personas y del bien común, y la funcionalidad real de todo
sistema
económico-financiero. Esta circularidad virtuosa es favorecida, por
ejemplo, por
la búsqueda de la reducción del riesgo de conflicto con los stakeholder,
como asimismo por el fomento de una mayor motivación intrínseca de los empleados
en una empresa.
Aquí la creación de valor añadido, que es el propósito primordial del sistema
económico-financiero, debe demostrar en última instancia su viabilidad dentro
de un sistema ético sólido, precisamente porque se basa en una búsqueda sincera
del bien común. Sólo del reconocimiento y potenciación del vínculo intrínseco
que existe entre razón económica y razón ética puede emanar un bien que sea
para todos los hombres. Dado
que también el mercado, para funcionar bien, necesita presupuestos
antropológicos y éticos, que por sí solo no es capaz de producir.
24. Si bien, por un lado, el mérito crediticio exige una actividad de
selección atenta, para identificar beneficiarios realmente dignos, capaces de
innovar y evitar colusiones insanas, por otro lado los bancos, para poder
soportar adecuadamente los riesgos afrontados, deben disponer de convenientes
dotaciones de activos, de modo que una eventual socialización de las pérdidas
sea lo más limitada posible y recaiga sobre todo en aquellos que han sido
realmente responsables.
Ciertamente, la gestión delicada del ahorro, además de la debida regulación
jurídica, requiere también paradigmas culturales adecuados, junto con la
práctica de una revisión cuidadosa, sin excluir el punto de vista ético, de la
relación entre banco y cliente, y una supervisión continua de la legitimidad de
todas las operaciones que le conciernen.
Una propuesta interesante para moverse en esa dirección y que habría que
experimentar, sería
establecer Comités éticos, dentro de los bancos, para apoyar
a los Consejos de Administración. Todo ello para ayudar a los bancos, no sólo a
preservar sus balances de las consecuencias de sufrimientos y pérdidas y a
mantener una coherencia efectiva entre la misión fiduciaria y la praxis
financiera, sino también a apoyar adecuadamente la economía real.
25. La creación de títulos de crédito de alto riesgo –que operan de
hecho una especie de creación ficticia de valor, sin un adecuado quality
control ni una correcta evaluación del crédito– puede enriquecer a quienes
hacen de intermediarios, pero crean fácilmente insolvencia en perjuicio de
aquellos que los deben cobrar; esto es tanto aún más cierto si el peso de la
criticidad de estos títulos, por parte del instituto que los emite, se descarga
en el mercado en el que se difunden y propagan (por ejemplo, la titulación de
hipotecas subprime), generando intoxicación en amplios sectores y
dificultades potencialmente sistémicas. Esta contaminación de los mercados
contradice la necesaria salud del sistema económico-financiero, y es inaceptable
desde el punto de vista de una ética respetuosa del bien común.
Cada título de crédito debe corresponder a un valor orientativamente real y no
sólo presumible y difícilmente cotejable. En tal sentido, es cada vez más
urgente una regulación y evaluación pública super partes del
comportamiento de las agencias de rating del crédito, con instrumentos
jurídicos que permitan, por un lado, sancionar las acciones distorsionadas y,
por otro, impedir la creación de situaciones de oligopolio peligroso por parte
de algunas de ellas. Esto es particularmente cierto en caso de productos del
sistema de intermediación crediticia en los que la responsabilidad del crédito
concedido es descargada por el prestamista original sobre quienes lo relevan.
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