De tiempos ordinarios y misas aburridas

Durante los últimos meses, he sentido cierta calma en mi vida de fe. No una crisis ni una noche oscura del alma sino una experiencia persistente en la que sospecho que muchos pasan una buena parte del tiempo: una zona gris, templada entre las alturas del éxtasis espiritual y las profundidades de la desesperación espiritual.

Sigo participando en los sacramentos, asistiendo a la misa semanal y ocasionalmente al sacramento de la reconciliación. Pero recitar el credo o cantar los himnos me parece algo superficial. Es otra rutina, como ducharse o recorrer el mismo trayecto para ir al trabajo cada día. Una parte de mí se pregunta si los antiguos líderes de la iglesia tenían temporadas como esta en la cabeza cuando decidieron llamar a los meses ajenos a los momentos dramáticos de la Pascua y de Navidad "tiempo ordinario".

Este sentido de aburrimiento eclesiástico no sería molesto si no fuese por las memorias pasadas de sermones y oraciones memorables. La ironía de comprometerse con la observancia religiosa es que los momentos místicos que a menudo le llevan a uno a creer al principio, luego nada garantiza que vuelvan a percibirse periódicamente, ni siquiera que alguna vez se vuelven a percibir. Jesús dijo: "El viento sopla dónde quiere". Aparentemente, quería decir también que cuándo quiere.

Desde una perspectiva externa, estas observaciones pueden no parecer especialmente reveladoras, porque el catolicismo aparenta ser algo extremadamente regulado. Los cantos y lecturas pueden variar cada día, pero la estructura general ha sido bastante consistente, al menos desde los años 60: ritos introductorios, Liturgia de la Palabra, Liturgia de la Eucaristía y ritos finales.

Eso me resultaba insoportablemente aburrido cuando estaba creciendo. Quedaba especialmente enfadado cuando visitaba iglesias de amigos de otras denominaciones. Sus servicios siempre parecían nuevos y dinámicos, como si cada semana fuese el nuevo episodio de un gran show de televisión. Lo mío parecía ver la misma película una y otra y otra vez.

Poco a poco, mi opinión fue cambiando, en parte como resultado de rezar en otras partes del mundo.

Hace algunos años, pasé una semana en Montreal y asistí a misa en la impresionante Basílica de Notre Dame. Aunque la Eucaristía era en francés -que no hablo- los años de participación en el rito de la misa me permitieron más o menos seguirla. Extrañamente, porque no comprendía cada palabra que el sacerdote decía, estaba más atento a lo que hacía, contemplando con ojos nuevos cómo consagraba el pan y el vino. Era como encontrarse con tan impresionante acto por primera vez.

Es probable que nuestras vidas de fe requieran su cuota de hastío y aburrimiento, como lo hacen todas las facetas de nuestra vida. Un levantador de pesas no obtiene un record personal cada vez que va al gimnasio y una pareja casada no disfruta cada cita nocturna extasiada con el otro. No solo debemos sufrir lo malo para obtener lo bueno, también tenemos que soportar lo tedioso.

Una de las bondades del catolicismo es que nos permite continuar practicando nuestra fe, incluso en esos momentos de monotonía. Todavía podemos arrodillarnos, levantarnos y recitar el Padre Nuestro en los momentos establecidos, en la confianza de que Dios recibirá y escuchará nuestras oraciones, sin importar lo mecánicas y poco pensadas que hayan sido repetidas. Como dice la oración a menudo citada, "Profetas de un futuro que no es el nuestro", "Ninguna afirmación dice todo lo que se podría decir. Ninguna oración expresa completamente nuestra fe. Ningun plan de objetivos lo incluye todo". Cuando todo lo que hacemos es imperfecto, el esfuerzo algo debe significar.

Nada de esto es una excusa para simplemente cumplir por cumplir el ritual, ni para evitar profundizar hasta descubrir qué está provocando nuestra falta de interés. Es simplemente un recordatorio de que hay un valor en presentarse, incluso cuando no nos importa o creemos que no sacaremos nada de ello -porque ninguno de nosotros sabemos el día ni la hora en la que esta raramente cambiante tradición en honor de nuestro nunca cambiante Dios nos sacudirá de nuestra apatía, revelándonos de nuevo qué extraordinario es en realidad lo que ordinariamente celebramos.

Por Brian Herper. Traducido del National Catholic Reporter

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