Atrevámonos a creer
Porque nuestra fe va sustancialmente unida a la esperanza y a la
caridad, no somos creyentes que buscamos ahogar nuestra frustración, ni
lo somos alentando un fanatismo que nos permita despreciar a quienes no
comparten el significado último que damos a la vida humana.
¿De dónde procede nuestra fe? Desde luego, no surge del miedo a la
naturaleza, del temor a la muerte, del espanto ante nuestra
insignificancia individual. A pesar de ello, el catolicismo es
presentado, por muchos militantes del ateísmo más sectario, como el
estuario acogedor de un largo curso fluvial de ignorancia y represión. A
estos ojos adversos y burlones, nuestra fe solo responde a la
indigencia de una humanidad adolescente, antes de que se divulgara el
"sapere aude" ilustrado. "Atrévete a saber", ten el valor de usar tu
propia razón, es, según esta arrogante consigna de un mal entendido
progresismo, el rechazo aliviado y moderno del "resígnate a creer" en el
que el hombre vivió durante milenios. Poco parece importarles que los
mismos filósofos que practicaron el pensamiento racionalista e idealista
nunca abandonaran su confianza en el mensaje de Jesús. Menos parece
interesarles que el propio desarrollo de la Ilustración resulte del todo
incomprensible sin el marco histórico y el ancho surco cultural que
proporcionó la tradición humanista cristiana en Occidente. Lo que
interesa, en los abrevaderos de la crisis intelectual de hoy, es
tergiversar el auténtico fundamento de nuestra existencia como
civilización y de una vida inspirada en la esperanza y el amor.
Porque nosotros nos atrevemos a creer: "credere aude!" Creer no es un
acto regido por el miedo, sino un ejercicio espiritual impulsado por el
coraje y la osadía de quien desea verificar su libertad. En momentos de
incertidumbre, de penalidad, de duras pruebas personales, agradecemos
nuestra fe. Y no lo hacemos bajo los efectos de un opio anímico que
trastorna la mente. Nuestra fe golpea las tinieblas cuando el infortunio
nos amenaza, pero no nos agarramos a la penumbra indolora de una
entrega servil, ni al silencio sostenido de la humillación. Rezamos.
Alzamos la oración, en la que toma cuerpo el diálogo con el Creador. Nos
escuchamos pronunciando la plegaria, nos vemos descendiendo hasta el
fondo del corazón, siguiendo el eco de nuestra voz despeñada en busca
del alma inmortal. No, no es el miedo, ni la ignorancia, ni la
desesperación lo que nos embarga cuando acudimos en busca de refugio. Es
la valentía espiritual, es el saber de una tradición, es la confianza
en nuestro destino.
El amor que nos hace preservar un orden moral no puede separarse de
la fe ni de la esperanza. No se trata del humanismo fraterno que
concluye en nuestra experiencia terrena y que convertiría a la Iglesia
en una encomiable aunque insuficiente trabajadora por el bienestar de
los hombres. Nuestro humanismo es el que procede de la fe en el acto de
la creación y de la esperanza en la promesa de ser redimidos. Y, en esa
medida, es mucho más intransigente con todo aquello que se refiera a la
coherencia de la vida pública del cristiano. Porque no negociará nunca
la dignidad del hombre, que no le pertenece solo a él, sino que es parte
de la obra de Dios. Y el honor de Dios no se mercadea. Porque estamos
empeñados en la obra de la salvación, hemos de sublevarnos contra la
inmunda miseria a la que se somete a tantas personas. Porque creemos en
la vida eterna, hemos de ser intolerantes en todo lo concerniente a la
sagrada existencia de quienes a ella están destinados.
Nosotros no pensamos que nuestra vida es casual ni que estamos
destinados a ser ceniza mezclada con el polvo, el sudor y la
descomposición inconsciente de la materia orgánica. Esta vida preciosa
que sostenemos y que tendemos a Dios todos los días es, en sí misma, un
acto de fe. Es una proclamación de nuestra existencia llena de
significado. Es una ansiosa inclinación a la plenitud y a la perfección.
Es una constante prueba para hacernos dignos de la eternidad. Tengamos
el valor de mantener esa antigua promesa. Atrevámonos a creer.
Por Fernando García de Cortazar. Publicado en Fe Adulta
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