Unidos en nuestra humanidad

Casi me salté la liturgia. Casi me salí en la fría noche.

Tras dos días plenos y extenuantes en el Festival de Fe y Escritura de Gran Rapids, Michigan, no estaba segura de si me quedaban energías para interactuar con otra persona, especialmente con alguno de mis héroes literarios.

Sin embargo, anduve mi camino por las calles sentimentales hasta encontrarme en un restaurante débilmente iluminado, con una copia de Presence colgada bajo mi rígido brazo. Encontré una silla y me acomodé entre desconocidos, estrechándome en una hilera de sillas frente a un pequeño micrófono y una pequeña mesa.

Otros permanecieron de pie en las esquinas de la sala, degustando vino y entremeses. Miré al espacio y me sentí demasiado tímida para ofrecer mis habituales saludos y sonrisas a alguna cara conocida, porque mi cuerpo estaba estrechado con el sentimiento de que yo no pertenecía a aquel lugar, de que estaba muy lejos de cualquier sitio en el que se me hubiese perdido algo.

Entonces comenzó la poesía. Escuché sobre la prostituta del Libro del Apocalipsis y un asteroide que se chocaba contra la Tierra.

Cada poema trataba sobre lo universal y lo misterioso, porque un poema sobre un higo no versa en verdad sobre el fruto de la higuera, sino sobre el poder de lo potencial. Un poema sobre el dolor de la infertilidad es un poema sobre la incapacidad de todos para convertir en verdad lo que soñamos. Los poemas sobre el insomnio son una invitación a todos nosotros permanecer despiertos en la búsqueda de las verdades difíciles.

Cerré mis ojos y escuché, respiré profundamente, absorbiendo la belleza. Me apoyé en la comunidad que se estaba formando rápidamente en torno a las palabras de los poetas. Me maravillé de los espontáneos murmullos que, elevándose entre el público, parecían decir "Amen".

Me pregunté si era el único en la sala que sentía como si estuviera en oración. Me interrogué si alguien más creía estar orando unos salmos modernos de alabanza y de lamento. Me cuestioné si alguien más había percibido que nosotros -poetas y público- eramos el cuerpo de Cristo en comunión con el gran Creador.

El último poeta que leyó era un profeta. No me habría sorprendido que su nombre hubiese sido Jeremías o Isaías, pero se llamaba Dave.

Antes de comenzar su poema anunció: "Se acaba de anunciar en Twitter que hemos bombardeado Siria, hace veinte minutos. Durante esta conferencia se han pronunciado mucho tres palabras: actual clima político. Llamémoslo por su nombre: fascismo".

Entonces leyó su poema. El ambiente en la habitación se había oscurecido para hacerse uno con la noche que nos rodeaba y, como en una perfecta bendición, se nos invitó al lamento, a la acción por la paz.

Una vez que el poema hubo terminado, la gente lentamente se levantó de sus asientos y se volvió hacia los demás con las manos preparadas para saludos y abrazos. Presentaciones cordiales y conversaciones sobre como apoyarnos unos a otros se transformaron en las nuevas palabras que ocupaban la habitación, conectándonos.

Me dí cuenta de que una mujer a mi lado permanecía de pie muy rídiga, poniendo una cara de cierta solemnidad en medio de la habitación. Le dije hola y le pregunté si se encontraba bien. Comenzó a llorar, con suavidad, mientras me explicaba que estaba pensando en la gente de Siria, que estaba preocupada por los refugiados, que estaba preocupada por la guerra.

Todo lo que pude hacer fue empatizar, abrazarla. Nunca antes en mi vida había hablado con ella y sin embargo ahí estábamos unidas en nuestra humanidad, por la experiencia compartida de estar rotas y necesitar decir la verdad.

Unos pocos días después de llorar el horror de la guerra con mi nueva amiga en el evento poético, conduje durante horas a lo largo del gris tiempo que sucede a una tormenta de nieve en abril. Mientras lo hacía, escuché a Krista Tippett entrevistar al poeta Michael Longly para un episodio de "Sobre el ser" llamado "La vitalidad de las cosas ordinarias":

Cuando Tippett preguntó a Longley lo que hace la poesía, apuntó desde el consuelo hasta la catársis, pasando por su impacto social: "El buen arte, la buena poesía hace a la gente más humana, las convierte en más inteligente, más sensible y más emocionalmente pura". 

En aquel recital poético de Michigan, encontré amigos. Me descubrí más humana, como aspiro a ser cada vez que oro en comunidad. La mayoría de los asistentes a aquel recital poético probablemente no tenían la menor idea de que yo era una hermana franciscana y, para quienes lo sabían, no tenía la menor importancia.

La mayoría de los poetas que leyeron tenían buena práctica y les precedían no pocos logros. Otros,nuestra vulnerabilidad común, en la apertura para recibir los trabajos de otros.
como yo misma, simplemente estábamos probando, comenzando. Pero aquello tampoco importaba. La solidaridad estaba establecida en

Ponderando la sabiduría de Longley y mi experiencia en la liturgia y en la lectura poética, me encontré escribiendo una lista de preguntas, garabateando el borrador de otra clase de poema:

¿Ofrecer espacios para 
la comunión creativa podría
ser el trabajo de la Iglesia hoy?
¿No estamos llamados a ayudar a construir
la unidad, a construir profetas,
a celebrar al Creador?
¿Podría ser una llamada crítica,
una manera en la que hemos de ayudar a enmendar
los cañones esculpidos en la democracia,
en la civilidad? ¿Podría el ofrecer un santuario
a los artillas ser ladrillo del Reino de Dios-
el mortero de la paz y de la justicia?

Por Julia Walsh, Hermana Franciscana de Adoración Perpetua. Traducido del National Catholic Reporter (N.T.: Con perfecta conciencia de que el poema pierde toda su calidad literaria en la traducción).

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