¿Ser religioso nos ayuda a vivir mejor?

La Semana Santa significa para muchos el momento del año para conectar con su fervor religioso y expresarlo en las calles en procesiones, cantando saetas o rezando en un silencio respetuoso junto al paso de la Virgen o el Cristo venerados. Para otros, es la ocasión para perderse en una playa, una zona rural, un museo o en las últimas nieves de la montaña, sufriendo los tormentos de su particular procesión vial. 

Las investigaciones recientes muestran un gran interés en el estudio de las diferencias entre personas religiosas y laicas. Se está valorando cuál es el funcionamiento cerebral de aquellos que meditan o rezan e identificando las áreas implicadas en la espiritualidad y la religiosidad. Algunas de las preguntas a las que se quiere dar respuesta son: ¿es más fácil vivir para aquellos que viajan en esta vida aferrados a sus creencias religiosas? ¿Los que no tienen un dios al que rezar disponen de otros recursos psicológicos? ¿El cerebro nace religioso o se hace? 

Según la Psicología Positiva, las personas que poseen un sentido de trascendencia -viven en relación a algo más elevado que ellas mismas y se sienten impulsadas a cooperar con los demás- atesoran una mayor fortaleza a la hora de afrontar los retos y dar sentido a sus vidas. Se asocia con cualidades como disfrute de la belleza, gratitud, esperanza, perdón, entusiasmo, espiritualidad y religiosidad.

La espiritualidad es innata. El cerebro dispone de la estructura necesaria para que podemos creer en algo que nos trasciende. Los lóbulos parietales o el córtex prefrontal son las zonas que los científicos identifican con la espiritualidad. Ser espiritual significa hacer referencia a un ejercicio de reflexión que fomenta la búsqueda de la verdad, el conocimiento de uno mismo, los actos justos y el desarrollo del propio potencial. Va unido a un mayor bienestar, menos enfermedades mentales, menos abuso de sustancias y más matrimonios estables, según el psicólogo G.E. Vaillant. Otros estudios evidencian que la meditación y la oración disminuyen el riesgo de problemas cardíacos y aumentan un 30% la telomerasa, enzima asociada a la longevidad de las células. 

La religiosidad se aprende. Tener fe significa disponer de un sistema de creencias que explica el mundo y proporciona seguridad. Los creyentes, por esto, tienen menos probabilidades de abusar de las drogas, cometer crímenes, divorciarse o suicidarse, mejoran su salud física y viven más años. La religión predispone también a generar apoyo social. Ésta se localiza en los lóbulos temporales, las zonas del cerebro asociadas a la memoria, las emociones y los juicios racionales. Emociones y razón se aúnan en la religión, lo que explica las respuestas tan intensas que ésta produce. 

La religión o la espiritualidad contribuyen a dar sentido a la vida, pero también, en nombre de las
creencias se cometen grandes desatinos que producen dolor a uno mismo y a los demás. Hay momentos de la vida en los que la religiosidad se resiente, como en la adolescencia o en la juventud. A su vez, aumenta en la madurez, donde buscamos la serenidad que produce saber que no estamos solos ante los desafíos de la vida, así como, ante la muerte cuando se acerca la vejez. La capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas que la vida nos ofrece y desarrollar la compasión nos ayuda a conectar con el prójimo como compañeros de camino. Al final, sea cual sea el camino que elijas para tu felicidad, éste te llevará siempre hacia otra persona.

Por Isabel Serrano Rosa. Publicado en El Mundo

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