La pornografía que mata al amor

Tal vez ante las ofertas tan diversas y tan universales que se dan en la sociedad y de modo especial en los medios de comunicación uno de los grandes problemas, que apuntan los sicólogos y siquiatras, es el consumo de la pornografía. Está haciendo verdaderos estragos desde el punto de vista sicológico como desde la perspectiva humana y espiritual. Los frutos que conlleva esta dependencia son desastrosos y el alcance de violencia que engendra son desbordantes. Creo que se confunde con mucha frecuencia este modo de proceder como si fuera una liberación de lo que antes era una opresión. La sociedad actual se enfrenta a una infinidad de tentaciones que buscan esclavizar al ser humano a través del pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica define "la lujuria como un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión" (Nº 2351).

La por­no­gra­fía daña al ce­re­bro. Es como una dro­ga que crea adic­ción y es muy di­fí­cil de erra­di­car. Se con­su­me y siem­pre se quie­re más y nun­ca se sa­cia. Cuan­to más se con­su­me, más gra­ve es el daño al ce­re­bro. Crea una si­tua­ción en la que la per­so­na se en­fras­ca y se afi­cio­na de tal for­ma que el ce­re­bro no tie­ne ca­pa­ci­dad de reac­cio­nar con li­ber­tad, está ata­do como la pre­sa en la tram­pa. De ahí se lle­ga al com­por­ta­mien­to ex­tre­mo don­de se des­na­tu­ra­li­za el acto se­xual y se con­vier­te en un jue­go nor­ma­li­za­do con­si­de­rán­do­lo como algo co­mún y sin re­le­van­cia en as­pec­tos mo­ra­les. “Aten­ta gra­ve­men­te a la dig­ni­dad de quie­nes se de­di­can a ella (ac­to­res, co­mer­cian­tes, pú­bli­co), pues cada uno vie­ne a ser para otro ob­je­to de un pla­cer ru­di­men­ta­rio y de una ga­nan­cia ilí­ci­ta. Es una fal­ta gra­ve, Las au­to­ri­da­des ci­vi­les de­ben im­pe­dir la pro­duc­ción y la dis­tri­bu­ción de ma­te­rial por­no­grá­fi­co” (Ca­te­cis­mo de la Igle­sia Ca­tó­li­ca, nº 2354). Y esto por el bien de la per­so­na; des­pués no nos la­men­te­mos.
La por­no­gra­fía mata al amor. Es­tu­dios re­cien­tes han en­con­tra­do que des­pués que un in­di­vi­duo ha es­ta­do ex­pues­to a la por­no­gra­fía, se ca­li­fi­can a sí mis­mos con me­nor ca­pa­ci­dad de amor que aque­llos in­di­vi­duos que no tu­vie­ron con­tac­to con la por­no­gra­fía. El ver­da­de­ro amor que­da re­le­ga­do pues­to que la pa­sión se con­vier­te en uti­li­zar a la otra per­so­na como un ob­je­to de pla­cer y nada más. Por eso es una men­ti­ra que bajo capa de sa­tis­fac­ción y con­si­de­ra­ción del otro, se uti­li­za de tal for­ma que se co­si­fi­ca y se des­per­so­na­li­za. No exis­te el amor pues­to que es un pla­cer lleno de egoís­mo.

La por­no­gra­fía con­du­ce a la vio­len­cia. Nun­ca pro­du­ce efec­tos po­si­ti­vos. Es vio­len­ta y es una de las
fuen­tes de la vio­len­cia de gé­ne­ro. Al mal­tra­tar el cuer­po, se mal­tra­ta a la per­so­na. Da ideas tor­ci­das so­bre el sexo y se pro­pa­ga con in­tere­ses crea­dos. Los me­dios de co­mu­ni­ca­ción es­tán –a tra­vés de los mó­vi­les o ta­ble­tas- pro­pa­gan­do el fe­nó­meno del sex­ting (en­vío de con­te­ni­dos eró­ti­cos). Es un gra­ve mo­men­to que re­quie­re po­ner freno pues de lo con­tra­rio se lle­ga­rá, como ya su­ce­de, a per­der la dig­ni­dad hu­ma­na. El au­tén­ti­co hu­ma­nis­mo nada tie­ne que ver con este pe­ca­do muy gra­ve que se ha con­ver­ti­do en un di­ver­ti­men­to.
Hay ins­ti­tu­cio­nes que tra­ba­jan para ata­jar esta vo­rá­gi­ne que no sa­be­mos has­ta dón­de pue­de lle­gar. La edu­ca­ción en el amor re­quie­re una pe­da­go­gía sana y sin am­ba­ges po­nien­do como fi­na­li­dad la au­tén­ti­ca cas­ti­dad. Se re­quie­re re­to­mar las ca­te­que­sis que el Papa Juan Pa­blo II hizo so­bre el amor, la se­xua­li­dad hu­ma­na y el amor. Como dice el Papa Fran­cis­co: “La cas­ti­dad ex­pre­sa la en­tre­ga ex­clu­si­va al amor de Dios, que es la roca de mi co­ra­zón. To­dos sa­ben lo exi­gen­te que es esto, y el com­pro­mi­so per­so­nal que com­por­ta. Las ten­ta­cio­nes en este cam­po re­quie­ren hu­mil­de con­fian­za en Dios, vi­gi­lan­cia y per­se­ve­ran­cia”. Para el que ama a Dios nada hay im­po­si­ble por­que “todo lo pue­do en Cris­to que me for­ta­le­ce” (Fil 4, 13).

Fran­cis­co Pé­rez, Ar­zo­bis­po de Pam­plo­na y Obis­po de Tu­de­la

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