Alegraos y regocijaos (IX)
Exhortación apostólica "Gaudete et Exsultate" del Papa Francisco
Audacia y fervor
129. Al mismo tiempo, la santidad es parresía: es audacia, es
empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea
posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con
serenidad y firmeza: «No tengáis miedo» (Mc 6,50). «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Estas palabras nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de
coraje que suscitaba el Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a
anunciar a Jesucristo. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor
apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía, palabra
con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que
está abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los demás
(cf. Hch 4,29; 9,28; 28,31; 2Co 3,12; Ef 3,12; Hb 3,6; 10,19).
130. El beato Pablo VI
mencionaba, entre los obstáculos de la evangelización, precisamente la
carencia de parresía: «La falta de fervor, tanto más grave cuanto que
viene de dentro».
¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de
la orilla! Pero el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar
las redes en aguas más profundas (cf. Lc 5,4). Nos invita a
gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a Él nos animamos a poner
todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos
apremiados por Su amor (cf. 2 Co 5,14) y podamos decir con san Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
131. Miremos a Jesús: Su compasión entrañable no era algo que lo
ensimismara, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada como
muchas veces nos sucede a nosotros, sino todo lo contrario. Era una
compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para
enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos nuestra
fragilidad pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la
misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace
grandes y que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban. La
audacia y el coraje apostólico son constitutivos de la misión.
132. La parresía es sello del Espíritu, testimonio de la
autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos lleva a gloriarnos
del Evangelio que anunciamos, es confianza inquebrantable en la
fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que nada «podrá
separarnos del amor de Dios» (Rm 8,39).
133. Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por
el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de
confines seguros. Recordemos que lo que está cerrado termina oliendo a
humedad y enfermándonos. Cuando los Apóstoles sintieron la tentación de
dejarse paralizar por los temores y peligros, se pusieron a orar juntos
pidiendo la parresía: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch
4,29). Y la respuesta fue que «al terminar la oración, tembló el lugar
donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y
predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch 4,31).
134. Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de
huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo,
espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia,
instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo,
nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos a
salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo,
las dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que
secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza;
y lo mismo que para él, pueden tener la función de hacernos volver a
ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia
constante y renovadora.
135. Dios siempre es novedad, que nos empuja a partir una y otra vez y
a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y
las fronteras. Nos lleva allí donde está la humanidad más herida y donde
los seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y
el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el
sentido de la vida. ¡Dios no tiene miedo! ¡No tiene miedo! Él va siempre
más allá de nuestros esquemas y no le teme a las periferias. Él mismo
se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8; Jn 1,14). Por eso, si
nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, Él ya
estará allí. Jesús nos primerea en el corazón de aquel hermano, en su
carne herida, en su vida oprimida, en su alma oscurecida. Él ya está
allí.
136. Es verdad que hay que abrir la puerta del corazón a Jesucristo, porque Él golpea y llama (cf. Ap
3,20). Pero a veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra
autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando
para que lo dejemos salir. En el Evangelio vemos cómo Jesús «iba
caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y
anunciando la Buena Noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). También
después de la resurrección, cuando los discípulos salieron a predicar
por todas partes, «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las
señales que los acompañaban» (Mc 16,20). Esa es la dinámica que brota del verdadero encuentro.
137. La costumbre nos seduce y nos dice que no tiene sentido tratar
de cambiar algo, que no podemos hacer nada frente a esta situación, que
siempre ha sido así y que, sin embargo, sobrevivimos. A causa de ese
acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y permitimos que las cosas
«sean lo que son», o lo que algunos han decidido que sean. Pero dejemos
que el Señor venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra
modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos la costumbre, abramos
bien los ojos y los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos
descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la
Palabra viva y eficaz del Resucitado.
138. Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas,
religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran
fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de
su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita
tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados
por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos
sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la
mediocridad tranquila y anestesiante.
139. Pidamos al Señor la gracia de no vacilar cuando el Espíritu nos
reclame que demos un paso adelante, pidamos el valor apostólico de
comunicar el Evangelio a los demás y de renunciar a hacer de nuestra
vida cristiana un museo de recuerdos. En todo caso, dejemos que el
Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús
resucitado. De ese modo la Iglesia, en lugar de estancarse, podrá seguir
adelante acogiendo las sorpresas del Señor.
En comunidad
140. Es muy difícil luchar contra la propia concupiscencia y contra
las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos
aislados. Es tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado
solos, fácilmente perdemos el sentido de la realidad, la claridad
interior, y sucumbimos.
141. La santificación es un camino comunitario, de dos en dos. Así lo
reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha
canonizado a comunidades enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o
que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros. Pensemos, por
ejemplo, en los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de
María, en las siete beatas religiosas del primer monasterio de la
Visitación de Madrid, en san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón,
en san Andrés Kim Taegon y compañeros mártires en Corea, en san Roque
González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires en Sudamérica.
También recordemos el reciente testimonio de los monjes trapenses de
Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el martirio. Del
mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un
instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge. Vivir o
trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual. San
Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros «para que
te labren y ejerciten».
142. La comunidad está llamada a crear ese «espacio teologal en el
que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado».
Compartir la Palabra y celebrar juntos la Eucaristía nos hace más
hermanos y nos va convirtiendo en comunidad santa y misionera. Esto da
lugar también a verdaderas experiencias místicas vividas en comunidad,
como fue el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel sublime
encuentro espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa
Mónica: «Cuando ya se acercaba el día de su muerte ―día por Ti conocido,
y que nosotros ignorábamos―, sucedió, por Tus ocultos designios, como
lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una
ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos
[…]. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de Tu fuente, la fuente de vida que hay en Ti […]. Y mientras estamos
hablando y suspirando por ella [la sabiduría], llegamos a tocarla un
poco con todo el ímpetu de nuestro corazón […] de modo que fuese la vida
sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos».
143. Pero estas experiencias no son lo más frecuente, ni lo más
importante. La vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en
la comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos
pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría en la comunidad santa que
formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de manera paradigmática
la belleza de la comunión trinitaria. También es lo que sucedía en la
vida comunitaria que Jesús llevó con sus discípulos y con el pueblo
sencillo.
144. Recordemos cómo Jesús invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles.
El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada.
145. La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor,
donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio
abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la
va santificando según el proyecto del Padre. A veces, por un don del
amor del Señor, en medio de esos pequeños detalles se nos regalan
consoladoras experiencias de Dios: «Una tarde de invierno estaba yo
cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea […]. De pronto, oí a lo
lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé
un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y
en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente
cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre
enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en
cuando sus gemidos lastimeros […]. No puedo expresar lo que pasó por mi
alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la
verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las
fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad».
146. En contra de la tendencia al individualismo consumista que
termina aislándonos en la búsqueda del bienestar al margen de los demás,
nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con
aquel deseo de Jesús: «Que todos sean uno, como Tú, Padre en Mí y Yo en Ti» (Jn 17,21).
En oración constante
147. Finalmente, aunque parezca obvio, recordemos que la santidad
está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa
en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu
orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta
asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus
esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y
amplía sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la santidad
sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de
sentimientos intensos.
148. San Juan de la Cruz recomendaba «procurar andar siempre en la
presencia de Dios, sea real, imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que
le permitan las obras que esté haciendo».
En el fondo, es el deseo de Dios que no puede dejar de manifestarse de
alguna manera en medio de nuestra vida cotidiana: «Procure ser continuo
en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea
que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande
deseando a Dios y apegando a él su corazón».
149. No obstante, para que esto sea posible, también son necesarios
algunos momentos solo para Dios, en soledad con Él. Para santa Teresa de
Ávila la oración es «tratar de amistad estando muchas veces a solas con
quien sabemos nos ama». Quisiera
insistir que esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos,
porque «todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia
adorada».
La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios
frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar
la suave voz del Señor que resuena en el silencio.
150. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los
caminos de santidad que el Señor nos propone. De otro modo, todas
nuestras decisiones podrán ser solamente «decoraciones» que, en lugar de
exaltar el Evangelio en nuestras vidas, lo recubrirán o lo ahogarán.
Para todo discípulo es indispensable estar con el Maestro, escucharle,
aprender de Él, siempre aprender. Si no escuchamos, todas nuestras
palabras serán únicamente ruidos que no sirven para nada.
151. Recordemos que «es la contemplación del rostro de Jesús muerto y
resucitado la que
recompone nuestra humanidad, también la que está
fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay
que domesticar el poder del rostro de Cristo». Entonces,
me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que te pones en Su
presencia en silencio, permaneces con Él sin prisas, y te dejas mirar
por Él? ¿Dejas que Su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él
alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así
¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus
palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y
transformar, entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus
llagas, porque allí tiene su sede la misericordia divina.
152. Pero ruego que no entendamos el silencio orante como una evasión
que niega el mundo que nos rodea. El «peregrino ruso», que caminaba en
oración continua, cuenta que esa oración no lo separaba de la realidad
externa: «Cuando me encontraba con la gente, me parecía que eran todos
tan amables como si fueran mi propia familia. [...] Y la felicidad no
solamente iluminaba el interior de mi alma, sino que el mundo exterior
me aparecía bajo un aspecto maravilloso».
153. Tampoco la historia desaparece. La oración, precisamente porque
se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser
siempre memoriosa. La memoria de las acciones de Dios está en la base de
la experiencia de la alianza entre Dios y su pueblo. Si Dios ha querido
entrar en la historia, la oración está tejida de recuerdos. No solo del
recuerdo de la Palabra revelada, sino también de la propia vida, de la
vida de los demás, de lo que el Señor ha hecho en Su Iglesia. Es la
memoria agradecida de la que también habla san Ignacio de Loyola en su
«Contemplación para alcanzar amor»,
cuando nos pide que traigamos a la memoria todos los beneficios que
hemos recibido del Señor. Mira tu historia cuando ores y en ella
encontrarás tanta misericordia. Al mismo tiempo esto alimentará tu
consciencia de que el Señor te tiene en Su memoria y nunca te olvida.
Por consiguiente, tiene sentido pedirle que ilumine aun los pequeños
detalles de tu existencia, que a Él no se le escapan.
154. La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe
que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha
súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos
valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y
nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión
tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al
mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios
espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación
de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los
hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es
que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella,
por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó
Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros
cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus
angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega
generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas:
«Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14).
155. Si de verdad reconocemos que Dios existe no podemos dejar de
adorarlo, a veces en un silencio lleno de admiración, o de cantarle en
festiva alabanza. Así expresamos lo que vivía el beato Carlos de
Foucauld cuando dijo: «Apenas creí que Dios existía, comprendí que solo
podía vivir para Él».
También en la vida del pueblo peregrino hay muchos gestos simples de
pura adoración, como por ejemplo cuando «la mirada del peregrino se
deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de
Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en
silencio».
156. La lectura orante de la Palabra de Dios, más dulce que la miel (cf. Sal 119,103) y «espada de doble filo» (Hb 4,12), nos permite detenernos a escuchar al Maestro para que sea lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro camino (cf. Sal
119,105). Como bien nos recordaron los Obispos de India: «La devoción a
la Palabra de Dios no es solo una de muchas devociones, hermosa pero
algo opcional. Pertenece al corazón y a la identidad misma de la vida
cristiana. La Palabra tiene en sí el poder para transformar las vidas».
157. El encuentro con Jesús en las Escrituras nos lleva a la
Eucaristía, donde esa misma Palabra alcanza su máxima eficacia, porque
es presencia real del que es la Palabra viva. Allí, el único Absoluto
recibe la mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es el
mismo Cristo quien se ofrece. Y cuando lo recibimos en la comunión,
renovamos nuestra alianza con Él y le permitimos que realice más y más
su obra transformadora.
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