La alegría de tantos pecadores perdonados
Homilía del papa Francisco el Domingo de Ramos
Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos
partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz
de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor
amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión.
Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y
sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir
cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos
contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo,
solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar ―y mucho―;
capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos»
en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes
abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que
Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de Su pueblo, rodeado por cantos y
gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo
perdonado, del leproso sanado o el balar de la oveja perdida que
resuena con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del
impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el
grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron Su
compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría
espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar:
«Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que
les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos
pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en
sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos
y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales. Alegría
insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor,
el sufrimiento y la miseria. Alegría intolerable para quienes perdieron
la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué
difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios
para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil
es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus
propias fuerzas y se sienten superiores a otros!
Así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar:
«¡Crucifícalo!». No es un grito
espontáneo, sino el grito armado,
producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se
levanta falso testimonio. Es la voz de quien manipula la realidad y crea
un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros
para acomodarse. El grito del que no tiene problema en buscar los medios
para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito
que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina
desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la
voz del que quiere defender la propia posición desacreditando
especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la
«tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma
sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la
esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina
blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a
ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales,
insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz
de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió
gritando Su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores,
santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo.
En Su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del
evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede
lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse
interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar
cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un
momento de dificultad. ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue
siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos
avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos y
olvidados?
Queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es
motivo de enojo e irritación en manos de algunos, ya que un joven
alegre es difícil de manipular.
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a Tus discípulos» y Él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha
existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme
y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los
jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no
hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. Hay muchas formas
de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan
vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en
ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el
«crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si
los demás callan, si nosotros los mayores y los dirigentes callamos,
si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
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