Detente, mira y vuelve
El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes
disonantes de nuestra vida cristiana y recibir la siempre nueva, alegre y
esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal
sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que, aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad -como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta-, el fruto de la desconfianza es la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.
Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado.
Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad... el tiempo de Dios.
Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que, aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad -como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta-, el fruto de la desconfianza es la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.
La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y
otras tentaciones y dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar
del Corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir
y podríamos decir que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen
para volver a «recalentar el corazón creyente»: Detente, mira y vuelve.
Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado.
Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad... el tiempo de Dios.
Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.
¡Detente para mirar y contemplar!
Mira los signos que impiden
apagar la caridad, que mantienen viva la llama de la fe y la esperanza.
Rostros vivos de la ternura y la bondad operante de Dios en medio
nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando
día a día, con mucho esfuerzo para
sacar la vida adelante y, entre
tantas premuras y penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus
hogares una escuela de amor.
Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes cargados de futuro
y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que exigen dedicación y
protección. Brotes vivientes del amor y de la vida que siempre se abren
paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.
Mira el
rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos; rostros
portadores de la memoria viva de nuestros pueblos. Rostros de la
sabiduría operante de Dios.
Mira el rostro de nuestros enfermos y de
tantos que se hacen cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad y
en el servicio nos recuerdan que el valor de cada persona no puede ser
jamás reducido a una cuestión de cálculo o de utilidad.
Mira el
rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y
equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por transformar
las situaciones y salir adelante.
Mira y contempla el rostro del
Amor crucificado, que hoy desde la cruz sigue siendo portador de
esperanza; mano tendida para aquellos que se sienten crucificados, que
experimentan en su vida el peso de sus fracasos, desengaños y
desilusión.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo
crucificado por amor a todos y sin exclusión. ¿A todos? Sí, a todos.
Mirar su rostro es la invitación esperanzadora de este tiempo de
Cuaresma para vencer los demonios de la desconfianza, la apatía y la
resignación. Rostro que nos invita a exclamar: ¡El Reino de Dios es
posible!
Detente, mira y vuelve.
Vuelve a la casa de tu Padre.
¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.
¡Vuelve!,
sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del
Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para
dejarse tocar el corazón... Permanecer en el camino del mal es sólo
fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto
y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no se cansa ni se cansará de
tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).
¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.
¡Vuelve!,
sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios.
Deja que el Señor sane las heridas del pecado y cumpla la profecía
hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes
un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
¡Detente, mira y vuelve!
Papa Francisco. Homilía en el Miércoles de Ceniza
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