Buenas ideas, procesos malignos
Tengo la sensación de que cuando ciertos procesos indeseables parecen
volverse irreversibles, proliferan las buenas ideas para revertirlos.
Decía Ovidio, “atajar al principio el mal procura; si llega a echar raíz, tarde se cura”.
Mientras pisamos el acelerador del coche con fuerza, pensamos lo bueno
que es ir tranquilo y sin prisas. Vamos alcanzando velocidades en las
que percibimos que si aparece cualquier obstáculo inesperado no seremos
capaces de frenar, pero seguimos disfrutando del vértigo de la
aceleración.
Multiplicamos nuestras ensoñaciones y raciocinios bien intencionados al mismo tiempo que aumenta nuestro miedo y pasividad. Probablemente estemos en lo cierto respecto a que el mal ya está hecho y las consecuencia son prácticamente inevitables. Deberíamos
al menos reconocer nuestra impotencia, en vez de persistir en
convencernos de la bondad de nuestros discursos al margen de nuestras
conductas. Una vez que el mal arraiga, se desatan procesos
equivocados. La maldad adquiere un cierto automatismo. No sólo es una
fuerza desatada que no se detiene por sí misma, sino que para pararla no
basta el puro voluntarismo.
En el mundo que vivimos proliferan las noticias de catástrofes,
guerras, corrupciones e injusticias. Paralelamente surge un sinfín de
mensajes, análisis y plataformas que proclaman la paz y la justicia, sin
reconocer las profundas raíces de los males que nos asolan. Más nos valdría acallar un poco nuestras voces. Se acerca el fin de este mundo. Pero “¡Cuidado, no os alarméis! Es necesario que esto suceda, pero no es todavía el fin”
(Mateo, 24, 6). Tenemos que saber que eso sucederá, pero eso no nos
tiene que preocupar. Nuestra ocupación (no pre-ocupación) tiene que ser
estar atentos a lo que está por venir. Velar para estar en disposición
de percibir el mundo nuevo que nace, unos nuevos cielos y una nueva
tierra. Nuestra sociedad, empezando muchas veces por los más allegados,
nos incita a distraernos, entretenernos, llenarnos de aturdimiento para
acallar la desolación en vez de buscar la consolación.
“Al crecer cada vez más la iniquidad, el amor se enfría. Pero el que persevere hasta el fin se salvará”
(Mateo 24, 12-13). Salvarse es mantener nuestra capacidad de amar, de
sentir conmoción y de empatía en vez de endurecer nuestro corazón y
embotar nuestra mente. “Cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se
acerca vuestra liberación” (Lucas 21,28). “De hecho la humanidad otea
impaciente a que se revele lo que es ser hijos de Dios; porque, aun
sometida al fracaso (no por su gusto, sino por aquel que la sometió),
esta misma humanidad abriga una esperanza: que se verá liberada de la
esclavitud y la decadencia, para alcanzar la libertad y la gloria de los
hijos de Dios” (Romanos 8, 19-21).
Hay quienes dicen no creer pero esperan. Y quienes afirman creer pero no esperan. ¿Quiénes son los que creen realmente?
Ciertamente los que no creen desesperan y arrastrados por el mal van
enfriando su amor. Los que creen mantienen viva su esperanza en el amor.
Sin embargo, muchos de los que decimos creer no esperamos el fin de
este mundo, sino que el mundo se afiance para seguir
disfrutando de
nuestros privilegios y comodidades, como si nada tuviésemos que ver con
la injusticia reinante. ¿Cómo vamos a estar expectantes, alertas,
velando para reconocer la aparición de un mundo nuevo? Estar
expectantes es mantener la capacidad de contemplación.
Los signos de los tiempos requieren que nos esforcemos por entender, pero más importante aún es contemplar.
El conocimiento más profundo no se alcanza tanto por nuestro esfuerzo
mental, sino por nuestra capacidad de descubrir, de dejarnos sorprender.
Lo esencial del conocimiento reside en la verdad que se nos revela
(receptividad), más que en lo que a priori pretendemos que se nos revele
para confirmar nuestra verdad. Con frecuencia nos desquiciamos cuando
nos dejamos llevar por nuestros prejuicios o por los que nos ofrece el
ambiente en el que vivimos. Incluso cuando percibimos que no tenemos
razón, el amor propio nos puede y nos resistimos a abandonar nuestro parecer. Ponemos por delante nuestro esforzado conocimiento al que se nos ofrece gratuitamente. Como dijo Tomás de Aquino, “la esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad”.
Por Juan Ignacio Palacio. Publicado en Entre Paréntesis
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