Me arrepiento en polvo y en ceniza
Cuando por primera vez fui llamado al ministerio hace más de una década, tenía mucho que decir. Creía tener soluciones para problemas importantes. Había tanto con lo que quería contribuir.
Durante muchos años fui extremadamente activo. Estudié y viajé. Hablé y escribí. Me sumergí en las profundidades de la exploración espiritual y compartí con otros lo que había encontrado. Estaba ardiendo por la verdad y quería compartirla.
En los últimos años, he pasado un proceso de desaceleración. He hecho la transición desde un ministerio a tiempo completo a una vida llena de trabajo laico y responsabilidades familiares. Las cosas comenzaron a cambiar cuando mi mujer y yo comenzamos a formar una familia. Cuidar a los niños lleva un montón de tiempo, energía y recursos.
Al encontrarme en retirada (o siendo retirado) de la clase de ministerio que había llevado como veinteañero, mi voz comenzó a cambiar. La trompeta del vocero que había estado utilizando ya no se ajustaba a mí. Mis convicciones básicas no se habían evaporado, pero sí lo había hecho mi claridad sobre la forma de aplicarlas. ¿Cómo voy a enseñar a otros cuando mi propia vida está llena de tanta lucha, compromiso y duda?
Los acontecimientos del último año -en la política y en la cultura- también han hecho más complicado el hablar. Con el ascenso del extremismo, nuestro discurso público parece llenarse únicamente con trompetas y tambores de guerra. Proliferan profetas temerarios que parecen no tener otro nivel de volumen que el "máximo". "Expertos", blogueros y twiteadores que llenan el aire con digna indignación, furiosa condena y certeza apocalíptica.
Mientras estas voces se han ido elevando, la mía se ha ido haciendo más callada. Con el estruendo de las trompetas, mi canción evangélica parece menos audible, tal vez incluso menos relevante. Algunos días me parece que estoy perdiendo mi voz. Después de todo, ¿qué queda por decir? El mundo está lleno de gritos. Tal vez lo que más necesitamos ahora sean corazones en oración y manos que trabajen.
Siempre me he enorgullecido de ser fuerte, pero me he hecho débil. Estaba lleno, pero ahora estoy vacío. Nunca me había quedado sin saber que decir, pero ahora lo estoy. Resuenan en mí las palabras de Job, que al final vio el rostro de Dios y la naturaleza formidable del universo: "Yo hablaba de lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía... me retracto de todo lo que dije y me arrepiento en polvo y en ceniza".
Tengo fe en que Dios provee una voz y un testimonio que puede hablar en estos tiempos de confusión. En medio de este tiempo de trompetas estruendosas, hay necesidad del lamento de los violines y la alabanza de los coros.
En un tiempo de muchas palabras, ¿dónde está el poder del silencio? Frente a las ideologías arrogantes, ¿dónde encontrar la genuina humildad? En el torbellino de espiritualidad violenta y caótica, ¿dónde están los pacificadores? ¿Qué significa arrepentirse en polvo y en ceniza?
Estoy llegando a la convicción de que esto es lo que Dios requiere de mí: no soluciones, sino
arrepentimiento. A lo largo de las páginas de la Biblia, en tiempos de tragedia y de crisis, Dios siempre está buscando hombres y mujeres que respondan con arrepentimiento. Dios salvó a Niniveh, una ciudad verdaderamente violenta y enferma, porque su rey y su pueblo se humillaron a sí mismos, arrepintiéndose en polvo y en ceniza. Alabaron a Dios -no construyendo un monumento, estableciendo una nueva filosofía o solucionando sus problemas económicos- sino simplemente parándose en frío y volviéndose hacia Dios.
Cuando Jesús comenzó Su ministerio, este fue Su mensaje: "El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca, arrepentíos y creed en el Evangelio". El Reino de Dios está cerca. Pero primero, arrepentimiento. Primero debemos parar en nuestro camino y volvernos. Volvernos hacia Dios para ser sanados.
La llamada para mí en este tiempo de semi guerra no es redoblar la apuesta por las cosas que creo saber. No es luchar para ganar. El camino de Jesús no derrota al enemigo y establece un Reino por la fuerza de la argumentación ni por la fuerza de las armas. En cambio, nos invita a una vida de humildad y desprendimiento. Su ministerio es uno de sanación y reconciliación. Necesitamos la resistencia del maratonista para resistir al odio con amor, a la injusticia con la virtud, a la violencia con firmeza y compasión.
De nuevo, digo con Job: "Me arrepiento en polvo y en ceniza". No tengo nada que ofrecer sino la rendición, en la confianza de que el Dios que ha creado este mundo lo sostendrá. Al volvernos a Él, seremos sanados.
Por Micah Bales
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