La verdad os hará libres
Queridos hermanos y hermanas:
En el proyecto de Dios, la comunicación humana es una modalidad
esencial para vivir la comunión. El ser humano, imagen y semejanza del
Creador, es capaz de expresar y compartir la verdad, el bien, la
belleza. Es capaz de contar su propia experiencia y describir el mundo, y
de construir así la memoria y la comprensión de los acontecimientos.
Pero el hombre, si sigue su propio egoísmo orgulloso, puede también
hacer un mal uso de la facultad de comunicar, como muestran desde el
principio los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la Torre de Babel
(cf. Gn 4,1-16; 11,1-9). La alteración de la verdad es el síntoma
típico de tal distorsión, tanto en el plano individual como en el
colectivo. Por el contrario, en la fidelidad a la lógica de Dios, la
comunicación se convierte en lugar para expresar la propia
responsabilidad en la búsqueda de la verdad y en la construcción del
bien.
Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e inmersos
dentro de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias
falsas, las llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la
reflexión; por eso he dedicado este mensaje al tema de la verdad, como
ya hicieron en diversas ocasiones mis predecesores a partir de Pablo VI (cf. Mensaje de 1972: «Los instrumentos de comunicación social al servicio de la verdad»).
Quisiera ofrecer de este modo una aportación al esfuerzo común para
prevenir la difusión de las noticias falsas, y para redescubrir el valor
de la profesión periodística y la responsabilidad personal de cada uno
en la comunicación de la verdad.
1. ¿Qué hay de falso en las «noticias falsas»?
«Fake news» es un término discutido y también objeto de debate. Generalmente alude a la desinformación difundida online
o en los medios de comunicación tradicionales. Esta expresión se
refiere, por tanto, a informaciones infundadas, basadas en datos
inexistentes o distorsionados, que tienen como finalidad engañar o
incluso manipular al lector para alcanzar determinados objetivos,
influenciar las decisiones políticas u obtener ganancias económicas.
La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética,
es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar,
estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido
de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios
poniendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un
tejido social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el
ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar
con el uso manipulador de las redes sociales y de las lógicas que
garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de
carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los
desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que
producen.
La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se
debe asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro
de ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y
opiniones divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación
es que, en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de
información, lo que podría poner en discusión positivamente los
prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el riesgo de
convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones
sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar
al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización
que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la
presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo,
con el único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el
odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad.
2. ¿Cómo podemos reconocerlas?
Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer
frente a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación
se basa frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente
evasivos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos
refinados. Por eso son loables las iniciativas educativas que permiten
aprender a leer y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser
divulgadores inconscientes de la desinformación, sino activos en su
desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas institucionales y
jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a este
fenómeno, así como las que han puesto en marcha las compañías
tecnológicas y de medios de comunicación, dirigidas a definir nuevos
criterios para la verificación de las identidades personales que se
esconden detrás de millones de perfiles digitales.
Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la
desinformación requieren también un discernimiento atento y profundo. En
efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica
de la serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se
trata de la estrategia utilizada por la «serpiente astuta» de la que
habla el Libro del Génesis, la cual, en los albores de la humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf. Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación.
La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis,
una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el corazón
del hombre con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del
pecado original, el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer
fingiendo ser su amigo e interesarse por su bien, y comienza su discurso
con una afirmación
verdadera, pero sólo en parte:«¿Conque Dios os ha
dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de ningún árbol, sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn
2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpiente, pero se
deja atraer por su provocación:«Podemos comer los frutos de los árboles
del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha
dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (Gn 3,2).
Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo dado
credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de los
hechos, la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención
cuando le asegura: «No, no moriréis» (v. 4). Luego, la
deconstrucción del tentador asume una apariencia creíble: «Dios sabe que
el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios
en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5). Finalmente, se llega a
desacreditar la recomendación paternal de Dios, que estaba dirigida al
bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La mujer se dio
cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y
deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho
esencial para nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua;
por el contrario, fiarse de lo que es falso produce consecuencias
nefastas. Incluso una distorsión de la verdad aparentemente leve puede
tener efectos peligrosos.
De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news
se convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y
difícilmente manejable, no a causa de la lógica de compartir que
caracteriza a las redes sociales, sino más bien por la codicia
insaciable que se enciende fácilmente en el ser humano.
Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la
desinformación tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar
que en último término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico
que el de sus manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de
falsedad en falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí
porqué educar en la verdad significa educar para saber discernir,
valorar y ponderar los deseos y las inclinaciones que se mueven dentro
de nosotros, para no encontrarnos privados del bien «cayendo» en cada
tentación.
3. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32)
La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina
por ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo
interesante en este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus
propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni
dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el
respeto a sí mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie,
deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de
cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres
más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo
esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2).
Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus
de la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión
cristiana, la verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere
al juicio sobre las cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La
verdad no es solamente el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la
realidad», como lleva a pensar el antiguo término griego que la designa,
aletheia (de a-lethès, «no escondido»). La verdad tiene
que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo,
solidez, confianza, como da a entender la raíz ‘aman, de la cual procede también el Amén
litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para
no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y
digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir,
«verdadero», es el Dios vivo. He aquí la afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn
14,6). El hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la
experimenta en sí mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama.
Sólo esto libera al hombre: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos
ingredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros
gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir
la verdad es preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve
el bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar, dividir y
contraponer. La verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se
impone como algo extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones
libres entre las personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se
deja de buscar la verdad, porque siempre está al acecho la falsedad,
también cuando se dicen cosas verdaderas. Una argumentación impecable
puede apoyarse sobre hechos innegables, pero si se utiliza para herir a
otro y desacreditarlo a los ojos de los demás, por más que parezca
justa, no contiene en sí la verdad. Por sus frutos podemos distinguir la
verdad de los enunciados: si suscitan polémica, fomentan divisiones,
infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la reflexión
consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad
provechosa.
4. La paz es la verdadera noticia
El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino
las personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a
escuchar, y permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un
diálogo sincero; personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan
en el uso del lenguaje. Si el camino para evitar la expansión de la
desinformación es la responsabilidad, quien tiene un compromiso especial
es el que por su oficio tiene la responsabilidad de informar, es decir:
el periodista, custodio de las noticias. Este, en el mundo
contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una verdadera y propia
misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino
de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la
velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas.
Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso
la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son
verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan
confianza y abren caminos de comunión y de paz.
Por lo tanto, deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de paz,
sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la
existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero,
por el contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las
falsedades, a eslóganes efectistas y a declaraciones altisonantes; un
periodismo hecho por personas para personas, y que se comprende como
servicio a todos, especialmente a aquellos –y son la mayoría en el
mundo– que no tienen voz; un periodismo que no queme las noticias, sino
que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos, para
favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la
puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en
indicar soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal.
Por eso, inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos a la Verdad en persona de la siguiente manera:
Señor, haznos instrumentos de tu paz.
Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos;
donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos verdad.
Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos;
donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos verdad.
Amén.
Francisco. Mensaje en la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
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