Qué es y qué no es la infabilidad papal

En el encuentro de obispos de Estados Unidos esta semana, una cara, siempre vivaz y ágil, con la apariencia delicada de quien acaba de llegar a un pensamiento agudo, faltaba. El 22 de junio, el arzobispo de San Francisco John R. Quinn murió y los latidos de su generoso y valiente corazón, siempre en sintonía con la misericordia y la justicia de Dios, enmudecieron.

Sin embargo, no es como un fantasma como Quinn nos habla desde la tumba, sino como escritor, eclesiástico y académico. En su lecho de enfermo, trabajó en los argumentos de su último libro: Venerado y envilecido: Un reexamen del Concilio Vaticano I.

El intelecto de Quinn fue retado cuando escuchó una charla en el Vaticano en la que el jesuita Fray Michael J. Buckley afirmó: "La manera en la que se ha distorsionado la lectura de Pastor Aeternus ha influido la eclesiología durante los últimos cien años." Este texto fue solo uno de los dos adoptados en el Concilio Vaticano I (1869-1870) que se vio acortado cuando estalló la guerra franco-prusiana y que fue con diferencia el texto más controvertido de cualquiera de los dos concilios vaticanos. 

Pastor Aeternus trató las cuestiones de la primacía papal y de la infabilidad papal y la investigación de Quinn ayuda a resolver las distorsiones eclesiológicas de las que habló Buckley. Ambas cuestiones fueron puestas ante el Concilio porque las circunstancias históricas exigían considerar el papel del papa.

Durante los vendavales que supusieron la Revolución Francesa y la era napoleónica, la libertad de la Iglesia se había visto comprometida, incluso la capacidad de los papas de dirigirse a las iglesias locales. El papa Pío VI había muerto como prisionero de Napoleón y el papa Pío VIII, tras intentar reconciliarse con el emperador, incluso viajando a París para la coronación imperial, sin embargo se negó a ceder a las exigencias cada vez más duras de Napoleón por el control de la Iglesia. Napoleón le encarceló también, pero tras la abdicación del emperador, Pío volvió a Roma como un héroe por haberse levantado contra Napoleón.

El ultramontanismo recibió un apoyo adicional con la publicación del libro de Joseph de Maitre El papa en 1819, que lanzó la visión de una sociedad estable y segura, rigidamente jerárquica, en las que el trono y el altar estaban unidos y el papa estaba en la cima de todo. Era una visión atractiva para muchos tras los tumultuosos años por los que había pasado Europa.

Además de la historia reciente, el papa reinante en el tiempo del Concilio Vaticano I, Pío IX, era un hombre de un enorme carisma que era profundamente amado por los obispos y el pueblo. Los años centrales del siglo XIX fueron un tiempo de piedad y fervor religioso cada vez mayor, y muchos miraban hacia el papa en busca de guía e inspiración.

Hubo un grupo de católicos, laicos y clérigos, que defendieron una eclesiología en la que el papa era una especie de monarca absoluto, por encima y no una parte del cuerpo de los obispos. Veían la infabilidad de la Iglesia como conferida al papa mismo, no solo en extremas y raras circunstancias, sino virtualmente en cualquier caso. Mantuvieron su infabilidad como personal al hombre, absoluta en su alcance y separada de cualquier otra estructura eclesial. Y querían dejar claro que la definición de irretroactividad era retroactiva y se extendía al Syllabus de Errores que Pío IX había promulgado en 1864.

El cardenal Henry Manning de Westminster, Inglaterra, y W.G. Ward del Dublin Review fueron los dos defensores principales de esta "infabilidad galopante" en el mundo angloparlante. Pero otros católicos y muchos gobiernos temieron el efecto de declarar el syllabus, con su condena de las normas democráticas modernas como la libertad religiosa, infalible.

Como explica Quinn, para cuando el Concilio Vaticano se reunió en diciembre de 1869, la mayoría
de los obispos apoyaban definir la infabilidad, pero una minoría significativa consideraban que era inoportuno o directamente un concepto erróneo.

Como explica Quinn, esta minoría quedó ampliamente integrada para cuando concluyeron los debates. La definición final de infabilidad no dejaba duda de que no podría convertirse en un instrumento arbitrario de tiranía papal.

Quinn cita un libro del obispo del siglo XIX Joseph Flesser, de Sankt Polten, Austria: El papa tiene el don de la infabilidad "solo como maestro supremo de las verdades necesarias para la salvación reveladas por Dios, no como sumo sacerdote, no como supremo legislador en materia de disciplina, no como juez supremo en materias eclesiásticas, no sobre cualquier otra cuestión sobre el que se extienda su altísimo poder de gobierno en la Iglesia".

La infabilidad papal no es ni más ni menos que la forma en que la infabilidad de la Iglesia se expresa en tiempos de necesidad, en muy raras circunstancias, exclusivamente cuando una cuestión de fe o de moral está en juego. El mismo Pío IX leyó y recomendó públicamente el libro de Flesser, no dejando duda de que su interpretación del decreto era la auténtica.

La minoría del Vaticano I tuvo éxito en conseguir que las verdaderas palabras del decreto se modificasen y que el ámbito de la infabilidad se limitase, pero perdió la batalla mediática. Manning y Ward actuaron como si la infabilidad papal definida por el concilio fuese aquella por la que ellos habían batallado, un poder de amplísimo alcance, virtualmente ilimitado, uno que ciertamente se extendía al syllabus. Tan tardíamente como en la elección del presidente de Estados Unidos John F. Kennedy en 1960, la imaginación popular veía la infabilidad papal cómo algo mucho más amplio y peligroso de lo que realmente era.

El capítulo sobre la definición de la primacía papal tiene un trasfondo histórico y doctrinal mucho menos estudiado que el de la infabilidad. De nuevo, Quinn muestra que el concilio no abrogó la constitución de la Iglesia: El papa no está al margen del colegio episcopal, sino que es su cabeza, y su autoridad, aunque ordinaria y no sujeta a apelación en la manera en la que los conciliaristas habían pretendido en los siglos anteriores, no convertía a los obispos en delegados del Vaticano. Eran y son sucesores de los apóstoles por su propio derecho, encargados del gobierno de su Iglesia local y, colectivamente y con el papa, del gobierno de la Iglesia universal. Los argumentos y contraargumentos de aquel debate son nuevos para mí y muy interesantes.

Quinn incluye un capítulo sobre John Henry Newman y el Concilio Vaticano I en el que su tendenciosidad a favor de Newman es evidente y justificada. Estas materias requerían de mentes cuidadosas, corazones juiciosos y almas llenas de fe, y Newman poseía las tres.

Es fácil ver las consecuencias de la profunda admiración de Quinn por Newman: son tan parecidos. Ambos demostraron en sus escritos la necesidad del estudio académico serio para la vida de la Iglesia. Ambos fueron considerados pasados de moda por la cultura eclesiástica pero vivieron lo suficiente para ver sus ideas y su influencia apreciadas de nuevo. Ambos eran, del principio hasta el final, hombres de iglesia que desarrollaron en su vida un celo libre de fanatismo o exceso, pero poseído por una atracción realista por la naturaleza humana, endulzada por un amor de pastor.

El libro de Quinn no es largo, pero es importante. La complejidad de sus argumentos se ve aliviada por las viñetas que traen a los protagonistas a la vida y la conclusión es vital: El principio de colegialidad sobrevivió al Concilio Vaticano I y una comprensión renovada de la complementariedad de los dos concilios vaticanos es esencial para una eclesiología profunda que avance. Que gran y definitivo regalo a la Iglesia que amó de un hombre que la sirvió toda su vida.

Por Michael Sean Winters. Traducido del National Catholic Reporter


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