La gratitud nos coloca en la relación correcta con Dios

El Día de Acción de Gracias, tal como lo conocemos, tiene poco que ver con el primer festival de la cosecha en la colonia de Plymouth en 1621. No es claro que "la primera acción de gracias" incluyese
alguna ofrenda específicamente religiosa de agradecimiento más allá de la bendición de la mesa: lo más probable es que fuera una pura fiesta de la cosecha sin un significado religioso especial, aunque la cosmovisión de los peregrinos estaba marcada por la religión todos los días. El primer registro de un día mundial de agradecimiento en las colonias inglesas corresponde a Connecticut, no a Plymouth, en 1639.

Nuestros amigos de El Paso, Texas, afirman poseer la primera celebración de acción de gracias en lo que ahora son los Estados Unidos. El explorador español Juan de Oñate, tras atravesar el desierto, dio gracias por alcanzar el Río Grande con una celebración el 30 de abril de 1598, mucho antes de que los peregrinos pusieran un pie en continente americano. Oñate también invitó a los nativos a su fiesta y sabemos que se celebró una misa: el elemento de la gratitud religiosa estuvo explícitamente presente.

No hay nada mítico en la idea de la gratitud. Es, junto con la alabanza, con la que está íntimamente ligada, el fundamento de la vida espiritual cristiana. El Salterio está lleno de oraciones de gratitud y de alabanza. San Pablo, apoyándose a menudo en los Salmos, comienza varias de sus cartas con una oración de acción de gracias. San Francisco cierra su Cántico del Sol con las palabras: "Bendito y alabado sea mi Señor, démosle gracias y sirvámosle con gran humildad". Podrían incorporarse innumerables citas del Te Deum. Los diversos programas en doce pasos hacen de la gratitud un elemento central y fundacional de su parte espiritual.

¿Por qué es el agradecimiento tan básico, tan necesario? Varias razones vienen a la cabeza, pero tal vez la más importante es que la gratitud nos coloca en la relación correcta con el Dios que se nos ha revelado. Si los paganos se dedican a "comerciar" con sus dioses, los judíos y los cristianos conocen ante todo a Dios como el creador, lo que convierte a toda la creación en un regalo, en una señal del amor de Dios. Reconocemos a Dios como todopoderoso y todo- bondadoso, así que no hay nada con que podamos "venderle", sino solo extender agradecidamente nuestro amor de vuelta al amor de Dios, que siempre nos precede.

Otra razón, unida a la primera, es que el agradecimiento es el antídoto del orgullo. Mira de nuevo las líneas finales del Cántico del Sol: bendecir, alabar, dar gracias y servir "con gran humildad". Cuando era joven, solía preguntarme porque las monjas y el clero iban a confesarse con tanta frecuencia. Seguramente no cometían los pecados en los que yo incurría, solo o con otros. Pero he acabado comprendiendo por qué el orgullo está considerado como el peor de los pecados. No por casualidad se decía de las monjas del convento de Port Royal que eran "puras como ángeles y orgullosas como demonios". En realidad, eran jansenistas -una enfermedad muy visible en la Iglesia de hoy- pero la realidad es la misma para hombres y mujeres santos perfectamente ortodoxos: La tentación de caer en el orgullo sobre el propio compromiso espiritual o rectitud moral es mortal y no tiene escapatoria. Si nos encontramos cometiendo el pecado de la gula, podemos trabajar en ser abstemios. Si nos envenenamos por la envidia, podemos practicar la generosidad. Pero, si intentamos practicar la humildad, en el segundo en el que percibimos nuestra propia humildad, la misma se derrite como un muñeco de nieve en la mano.

El orgullo precedió a la caída. Por eso estamos llamados a mostrarnos agradecidos incluso ante nuestras adversidades. En la biografía de su gran antecesor, Marlborough: Su vida y su tiempo, Winston Churchill reflexiona sobre los acontecimientos del año 1706. Escribe:

"Las victorias de Ramillies y de Turín, la liberación de Barcelona, la captura de Amberes y de una docena de famosas fortalezas en los Países Bajos, la expulsión de los franceses de Italia, la entrada de Carlos III en Madrid, la completa supresión del imperio francés de ultramar -todo esto preparaba un camino amplio y fácil para que los signatarios de la Gran Alianza, que habían peleado tan duramente contra la infortuna, pudieran caminar hacia la paz y la plenitud. Pero por aquella ley misteriosa que, tal vez por un bien superior, limita los logros humanos e impide las soluciones fáciles, esta segunda revitalización de los aliados solo les llevó a un segundo declive".

Ese "bien superior" es el interés de Dios en nuestra salvación. Aquellos que caen en el orgullo se convencen a sí mismos de que no necesitan un salvador. Son en realidad los más miserables de los hombres, incluso aunque se presenten tal vez como los más exitosos en apariencia.

El agradecimiento es fácil de encontrar entre los pobres. Parece irónico, pero no lo es. Aquellos que viven próximos a los márgenes, aquellos que tienen poco a lo que llamar suyo, son los que mejor captan el amor de Dios porque ese amor no tiene con qué competir. Aquellos de nosotros que tenemos medios, incluso relativamente modestos recursos de clase media, podemos caer fácilmente en las trampas de la envidia, del consumismo y de la codicia. Nuestros ídolos son muchos. Los pobres tienen pocos.

El agradecimiento no es mera piedad. Tiene implicaciones éticas, de hecho implicaciones de
justicia social. La enseñanza central sobre el destino universal de los bienes es en sí mismo un recordatorio de que todas nuestras propiedades tienen sobre sí una hipoteca social, de que nada es exclusivamente nuestro porque todo es un regalo de Dios, dado a nosotros, como a los siervos de la parábola de los talentos que escuchamos el pasado domingo. El papa Benedicto XVI escribió sobre la necesidad de "cuotas de gratuidad" en nuestros tratos económicos, una expresión evocadora que exige una mayor atención y explicación por los teólogos. ¿Cómo se relaciona nuestra teología de la gracia con nuestra doctrina social? Esa es una pregunta que nuestros amigos capitalistas no quieren plantear, mucho menos responder. Es casi imposible ver como explorar este reto que Benedicto nos lanzó encajaría bien con el pensamiento de aquellos para los que el derecho más importante es el derecho de propiedad.

Cualquiera que sean las raíces históricas del Día de Acción de Gracias o su significado teológico, es bueno que nuestra nación todavía destine un día a dar las gracias. Es obsceno y peor que obsceno que las ventas del Black Friday ahora comiencen el jueves. Debería estar prohibido. Seguramente, en este país que ha sido tan bendecido, todavía podemos alejarnos por un día del curso normal de las actividades, cocinar un pavo, sentarnos con nuestros seres queridos y dar las gracias.

Por Michael Sean Winters. Traducido del National Catholic Reporter

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