Como iguanas al Sol
Hubo un tiempo que viví en el sureste mexicano. Cuando en las mañanas
salía de mi habitación para ir a la cocina, tenía que cruzar por un
jardín de plantas tropicales. Algo que llamaba mi atención era ver a un
conjunto de iguanas trepadas en una barda que se dejaban calentar por el
sol. Algunas entrecerraban los ojos, como poseídas por un trance, otras
simplemente disfrutaban cómo iba subiendo su temperatura corporal.
Desde hace tiempo, gracias a los libros de Franz Jalics, Javier Melloni y Pablo d’Ors, he ido mutando en mis maneras de orar.
Poco a poco me voy sintiendo como pez en el agua (o iguana ante el sol)
con los ejercicios de contemplación en silencio. Dado mi estilo de vida
itinerante, desde un principio renuncié al uso de bancos o cojines
especiales. Recurro a una simple silla que pueda ayudarme a tener la
espalda recta, de tal manera que pueda mantener una postura erguida, así
como si un hilo invisible estuviera jalando mi cabeza hacia arriba. Mis
manos están unidas, como si se saludaran, reposadas sobre mis piernas.
Cierro los ojos y procuro acallar ruidos mentales. Afino mis sentidos
para detectar sonidos exteriores (si hay pajaritos, su canto es un grato
regalo). También, trato de poner atención en el calor que se produce en
las palmas de las manos. Al respirar agrego una especie de mantra: Cuando inhalo, en silencio, pronuncio el nombre de Cristo; cuando exhalo, pronuncio el nombre de Jesús. En el reloj, activo la alarma para que avise pasados 30 minutos. Y eso, procuro mantenerme en el aquí y en el ahora, dejando que mi ser contemple al Creador que se hace presente en lo pequeño, en lo discreto y en el silencio.
En estos 30 minutos, así como iguana ante el sol, trato de
sintonizarme a la frecuencia del silencio. Creo que el silencio es el
lenguaje en que Dios nos habla. En este tipo de contemplación, más que
arrancarse con una serie de letanías, uno procura, más que pedir, darse.
Es como si, ante el Misterio desbordante de misericordia que es
Dios, uno se presenta y expresa: ¡Aquí estoy, Señor! ¡Este soy! ¡Todo
lo mío es tuyo! ¡Todo mi ser, te lo doy! Y si acaso, de manera orante y
respetuosa, uno dice: ¡Dame tu amor y tu gracia! (EE 234). Se
me viene un ejemplo, más que solicitar muchas cosas, simplemente le pido
un abrazo. Y esos 30 minutos se convierten en cercanía. Dentro de lo
aparentemente ausente, brota la presencia. Hay veces que, en ese lapso
de tiempo, a ratos, como que irrumpe la Eternidad, lo Eterno, lo
Infinito. Hay veces que la alarma suena cuando parece que han pasado 3
minutos.
Creo que la oración contemplativa ayuda a contemplar lo que hay y lo que es, sin resignación, más bien con sabiduría.
Creo que esta manera ayuda también a vivir con confianza. Confianza en
un misterio misericordioso que nos sostiene, acompaña e impulsa. Creo
que la oración contemplativa, más que hacernos huir del mundo, nos
enseña a contemplarlo de mejor manera, captando con esperanza esos
aspectos en donde uno puede echar la mano. En fin, recomiendo
regalarse estos ratos de silencio, gran ayuda para contemplar el amor en
todas las cosas. Así como las iguanas se exponen ante el sol y sienten
su calor, el plantarnos ante el Misterio en actitud contemplativa
recuerda esa frase de los que iban camino a Emaús: «¿No ardía nuestro
corazón mientras nos hablaba?» (Lc 24, 33).
Por Ismael Bárcenas. Publicado en Entre Paréntesis
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