La Iglesia aguantó y aguantará por siempre

Cuando se cumpla este otoño un siglo de la Revolución bolchevique, las comunidades cristianas a lo largo de la antigua Unión Soviética conmemorarán la persecución que lanzó sobre ellos.

Pero también recordarán las meditaciones religiosas nacidas en las prisiones y los campos de trabajo del país, algunas de las cuales merecen figurar entre lo mejor de la historia cristiana.

"Los sufrimientos de la época soviética afectaron no solo a las iglesias sino a toda la sociedad, ateos incluidos", afirma Monseñor Igor Kovalevsky, secretario general de la Conferencia de Obispos Católicos de Rusia.

"Escritores laicos como Alexander Solzhenitsyn y Nadhezda Mandelstan tal vez se hayan convertido en los más famosos. Pero obras de testimonio cristiano y de martirio también se sitúan entre la "literatura de gulag" y son reconocidas y respetadas universalmente".

Aunque a menudo vista como una época de vacío cultural y espiritual, el mandato soviético produjo profundas obras cristianas de prosa y poesía, ofreciendo reflexiones vitales de una fe resilente.

Mucho antes de los turbulentos eventos de 1917, el escritor Fyodor Dostoievsky había predicho la destrucción de la religión a manos de la nueva clase revolucionaria rusa, cuyos ideales comunistas prometían un "reino de la libertad" en la tierra.

"Los predicadores del materialismo y del ateísmo, que proclaman la autosuficiencia del hombre, están preparando una oscuridad y horror indescriptibles para la humanidad bajo el disfraz de la renovación y de la resurrección", escribió proféticamente Dostoievsky.

"Ellos se preocupan solo de las cosas mundanas. Pero, habiendo repudiado a Cristo, terminarán encharcando al mundo con sangre".

El líder de la revolución, Vladimir Lenin, había prometido castrar al clero ortodoxo ruso -esos "agentes en casullas" que habían sido utilizados por el zar para "edulcorar y embellecer a la multitud de los oprimidos con promesas vacías de un reino celestial".

Pero se mostraba desdeñoso con la religión en general.

Llamarla "el opio del pueblo" era ser demasiado amable, había escrito Lenin en 1909, parafraseando a Karl Marx. Era más bien "una especie de borrachera espiritual, por la que los esclavos del capital ennegrecen sus figuras humanas y sus aspiraciones por una vida humana más digna".

Incluso entonces, los creyentes cristianos se quedaron impresionados por la crueldad mostrada hacia ellos: "En mi infancia y mi adolescencia, me sumergí en las vidas de los santos y me capturó su heroísmo y su santa inspiración"- le confió el metropolita Venjamin de Petrogrado a un prisionero antes de ser fusilado como "enemigo del pueblo"-. Venjamin había defendido la separación, entendida al modo bolchevique, entre la Iglesia y el Estado, asegurando que no tenía nada contra la misma.

"Con todo mi corazón, -al leer las vidas de los santos- rogaba que los tiempos hubiesen cambiado y que nadie tuviese que sufrir lo que ellos habían sufrido. Bueno, los tiempos han cambiado otra vez, y la oportunidad ha surgido de sufrir por Cristo tanto a manos de mi propio pueblo como de extranjeros".

Nadhezda Mandelstam, cuyo marido, el poeta Osip, murió en un campo cerca de Vladivostok, fue afectada por las brutalidades anticlericales que presenció en Moscú.

La misma palabra Dios se había convertido en "objeto de burla", subrayó Mandelstam, mientras los nuevos poseedores de la "verdad científica" afirmaban una autoridad casi divina.

"No solo Dios sino la poesía, las ideas, el amor, la piedad y la compasión fueron duramente derrumbadas. Ibamos a comenzar una nueva vida sin nada anticientífico", escribió Madelstam.

"La moralidad cristiana -incluso el antiguo mandamiento "No matarás"- fue alegremente identificada con la moral burguesa. Todo fue despreciado como ficción".

Los escasos y dispersos católicos rusos intentaron convencer a los bolcheviques de Lenin que no suponían ningún peligro.

"No servimos, ni pretendemos servir, a ningún poder de este mundo, porque somos, como San Pablo, embajadores de Cristo", le dijo el obispo asuncionista francés, Eugene Pie Neveu, a su congregación en la Iglesia de San Luis de Moscú.

"Porque vivimos en medio del gran pueblo ruso, que extiende su hospitalidad hacia nosotros, nosotros en retorno debemos mostrar gratitud y desear a este pueblo paz, prosperidad y gloria. Devolver a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, esa es nuestra única política, la política de los Evangelios."

Las palabras conciliadoras de Neveu tuvieron poca influencia. El régimen de Lenin veía al cristianismo como una ideología rival, una que creía en la "interioridad del hombre" cuando se estaban programando esfuerzos para erradicarla.  

Otro francés, el dominico Fray Michel Florent, escribió informes regulares desde la iglesia de Nuestra Señora de Leningrado, registrando cómo iba adquiriendo sus dimensiones la persecución.

"Los fieles todavía siguen viniendo a la iglesia.  Pero es tan triste oír sus lamentos, ver sus lágrimas, que te hablen en confianza sobre sus shocks"- anotó Florent. "¿Por qué está Dios permitiendo todo esto? ¿Qué podemos hacer para permanecer fieles, cuando nuestras familias son dispersadas, aquellos a los que amamos son exiliados o deportados?"

Tales preguntas pronto generaron una extensa literatura y las conclusiones a menudo fueron desoladoras.

Los deportados polacos, al volver del "anti-espacio" y del "anti-tiempo-" de los campos de trabajo, a menudo admitieron haber perdido la fe. Aunque algunos también la encontraron, preservando un sentido de dignidad propia. La pregunta de Cristo en la Cruz; "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" se ha repetido muchas veces.

Más de 360.000 polacos fueron deportados miles de millas al este en trenes entre 1940 y 1941, cuando el Ejército Rojo soviético ocupó Polonia oriental. Volvieron con historias de vacío y desolación, de condiciones en las que reinaba el odio y la sospecha y en las que los cuerpos y los espíritus podían ser humillados una y otra vez.

¿Podía conservarse algún vínculo con Dios allá dónde cada arma física y psicológica estaba siendo utilizada para apagar la voz de Dios para siempre?

Gustaw Herling- Grudzinski, un polaco, fue arrestado por la policía soviética NKVD cuando era un estudiante y enviado a los campos bajo acusaciones de espionaje.

Sus memorias del campo, Inny Swiat (Un mundo aparte),  publicadas en el extranjero en 1951 con una introducción del filósofo Bertrand Russell, describió cómo los trabajos forzados se utilizaron para crear un nuevo hombre "por debajo del más bajo nivel de humanidad", privado de memoria, identidad y dignidad.

Los ancianos y los enfermos eran asesinados rutinariamente por los guardias del campo, subrayó Herling- Grudzinski, mientras que otros eran tiroteados durante supuestos intentos de escape, o se les dejaba morir de frío y hambre.

"La certeza de que nadie sabría nunca de su muerte, ni siquiera se sabría nunca donde estaban enterrados, era uno de los mayores tormentos psicológicos de los prisioneros", escribió. "Las paredes de los barracones estaban cubiertos con nombres de los prisioneros graffiteados en el yeso. Pedían a los amigos que tras su muerte completasen sus datos añadiendo una cruz y una fecha".

Muchos prisioneros, corrompidos por el sufrimiento, perdieron cualquier voluntad de orar. Después de todo, ¿cómo podría Dios haber creado un mundo que tan radicalmente le negaba, en el que las personas virtuosas no recibían ninguna protección divina cuando se veían sometidos por los poderes del mal?

Pero para aquellos que soportaron tales presiones, Herling-Grudzinski estaba seguro de que la "fe en la trascendencia" proporcionaba un apoyo vital.

Algunos internos de los campos siguieron viviendo una vida religiosa, incluso guardando ayunos y celebrando los sacramentos y conservando sus crucifijos y rosarios.

El jesuita norteamericano Fray Walter Ciszek abandonó Rusia en 1963 como parte de un
"intercambio de espías presos" tras quince años de cautiverio y trabajos forzados. Al partir su vuelo desde Moscú, hizo la señal de la cruz desde la ventana del avión, con las espirales del Kremlin en la distancia.

Ciszek constaba como fallecido en las listas de su orden religiosa desde 1947 y sus compañeros jesuitas habían pronunciado misas por su alma. Estaba roto por la "falta de sentido y de temporalidad" que había experimentado, pero también por un sentido de la divina providencia.

Como los israelitas del Antiguo Testamento, llorando en su cautividad en los ríos de Babilonia, cristianos como él mismo habían ponderado las viejas preguntas exigidas a Dios en los Salmos 12 y 13, en un tiempo donde "todos mienten al prójimo" y "se exalta la vileza entre los hijos de los hombres": "¿Cuánto más, Señor? ¿Me olvidarás por siempre?"

Al final, Ciszek había visto los sufrimientos de los cristianos como una señal del amor de Dios, como lo fue para sus precursores bíblicos.

Los cristianos podrían preguntarse por qué Dios había permitido tanto mal. Pero ya había habido persecuciones antes y la Iglesia siempre había sido apoyada por Dios. La más plena libertad siempre procede del sometimiento a la voluntad de Dios.

"Caía entonces en la cuenta de lo inútiles que son los intentos de los hombres o de los gobiernos por destruir el Reino de Dios" -escribiría Ciszek después-.

"Podéis cerrar iglesias, mandar a prisión sacerdotes y ministros, incluso conseguir que fieles e iglesias luchen unos contra otros ... pero nunca podréis arrancar la buena semilla. ¿Qué era yo, en comparación con todo el poder y la voluntad del gobierno soviético? ¿Qué eramos ninguno de nosotros, en realidad, frente al sistema que nos rodeaba, con todos sus órganos de propaganda y sus poderes de persecución? Sin embargo, en la providencia de Dios, aquí estábamos -era el lugar que Él había elegido para nosotros-".

Algunos presos cristianos encontraron alguna muestra de amabilidad por sus carceleros.

El lituano Fray Alfonsas Svarinskas había cumplido una condena de diez años de prisión solo para ser devuelto a los campos en 1960, tras apenas dos años de libertad, por predicar "sermones antisoviéticos".

Pero se encontró con algunos gestos inesperados. Un agente lituano del KGB le entregó un Nuevo Testamento, mientras que otro fue sancionado por entregarle un paquete de comida en Pascua.

Tal vez experiencias como éstas, aunque raras, ayudaron a conservar la esperanza de que el daño infligido por la represión comunista no era irreparable.

El sistema de gobierno leninista había convertido en duro el vivir honestamente e incluso en más duro el aspirar a la bondad. Lo que algunos hicieron, por el esfuerzo de su voluntad, fue un importante signo de redención. El heroísmo y el sacrificio de unos pocos se compensaron con la debilidad y timidez de la mayoría.

Al final les correspondería a aquellos que habían sufrido y sobrevivido darle sentido a la gran persecución del siglo XX.

En Bielorrusia, el cardenal Kazimierz Swiatek dejó un pequeño relato de su "largo invierno en el gulag de Stalin", recordando cómo había utilizado una vieja copa como cáliz y cómo había escondido hostias consagradas en una caja de cerillas, así como la sorpresa del comandante del campo porque un hombre en el que "no había necesidad de gastar una bala" hubiese sobrevivido a la fatiga y la dureza.

Terminada la tiranía comunista, sin embargo, Swiatek advertía la necesidad del perdón.

"Para la mayoría de los católicos, fue una sorpresa que este perdón fuese ofrecido por alguien que todavía llevaba en su propio cuerpo las marcas de la persecución", el veterano líder de la Iglesia reconoció a NCR muchos años después.

"Pero nunca, ni siquiera cuando se me impusieron varias sentencias, sentí ningún deseo de venganza. Como pueblo, debemos perdonar, recordando las palabras de Cristo: "No juzgues y no serás juzgado". A lo largo de sus 2.000 años de historia, la Iglesia ha afrontado momentos buenos y malos, desde los primeros siglos en los que mandaban a los cristianos a los leones, hasta las persecuciones de la Revolución Francesa y del estalinismo. Pero aguantó y aguantará por siempre".

Monseñor Kovalevsky, secretario general de la Conferencia Episcopal Rusa, cree que reflexiones como ésta tendrán una amplia resonancia en la conmemoración del centenario. Los escritos cristianos desde las prisiones y los campos, en su opinión, deben ser vistos como una parte clave del patrimonio histórico de la Iglesia.

"En cada período histórico, podemos encontrar ejemplos de martirio y heroísmo -incluso hoy, cristianos alrededor del mundo siguen muriendo por su fe", cuenta el sacerdote.

"Pero estas experiencias, muchas de ellas todavía memoria viva, deberían ocupar un lugar especial en el contexto de la historia de la Iglesia. Los testigos y los mártires de los gulag deberían tener el mismo rango que aquellos de los primeros siglos del cristianismo".

Por Jonathan Luxmoore. Traducido del National Catholic Reporter

Comentarios

Entradas populares