Tu bandera no te llevará al cielo

Conduciendo el domingo por la noche con la radio puesta, escuché por primera vez la canción de John Prine de 1971, "La calcomanía de tu bandera no te llevará al cielo nunca más" ("Your flag decal won´t get you into Heaven anymore", una crítica satírica y ácida del patriotismo chauvinista. Lanzado frente al contexto de la Guerra de Vietnam, el personaje de Prine en su canción cubre entusiásticamente las ventanas de su coche con pegatinas de la bandera estadounidense, choca su vehículo contra un árbol y muere porque no puede ver donde iba. Entonces, recibe la sorpresa de recibir este mensaje del "hombre que guarda las puertas doradas":

"Pero la calcomanía de tu bandera no te llevará al cielo nunca más
Ya nos hemos quedado sobresaturados por tu pequeña guerra sucia
A Jesús no le gusta matar, no importa por qué razón
Y la calcomanía de tu bandera no te llevará al cielo nunca más".

El dj de la radio ciertamente eligió la canción por la historia de banderas y fútbol americano que ha dominado las noticias esta semana. Internet no necesita otra toma de posición al respecto y muchos otros han escrito importantes artículos sobre los motivos de las protestas de los jugadores -la injusticia racial y la brutalidad policial-. Pero la temática de la canción me hizo pensar sobre la problemática tradición cristiana de poner banderas sobre los hombros de Jesucristo en un extraño maridaje de religión y nacionalismo.

En misa cada domingo, los católicos nos levantamos juntos y recitamos nuestra propia clase de "juramento de lealtad": el Credo de Nicea, esa hermosa descripción de lo que creemos. Las congregaciones a veces corren en la última parte, pero las palabras allí contenidas "Creo en la Iglesia -una, santa, católica y apostólica-" nos instruyen sobre cómo podemos manejar la cuestión de ser discípulos de Cristo y ciudadanos de un Estado simultáneamente.

Ser parte de la Iglesia universal y "una" es pertenecer a una comunidad que trasciende fronteras nacionales y políticas. Y ordenar adecuadamente nuestra identidad en Cristo por encima de cualquier identidad nacional significa que hay ocasiones en las que estamos llamados a posicionarnos con las enseñanzas de nuestra fe contra las leyes y política de nuestro país. Hay una extensa lista de realidades que atentan contra la dignidad humana y que son legales pero inconsistentes con la enseñanza moral y social católica, incluido el aborto, el suicidio asistido, la pena de muerte y la encarcelación masiva, las leyes inhumanas de inmigración y la guerra, por mencionar solo unas pocas. El patriotismo tipo "Mi país no puede hacer nada mal" sobre el que canta John Prine no es consistente con el Evangelio de Jesucristo. Esto significa, como mínimo mínimo, que deberíamos ser escépticos cuando nuestros templos realizan celebraciones patrióticas o cuando en nuestros ritos se interpretan himnos nacionalistas o cuando líderes cristianos se muestran próximos a particulares partidos políticos o candidatos.

El moralista cristiano Stanley Hauerwas lo dijo más crudamente en una charla con sacerdotes jóvenes en el Seminario Teológico de Princeton: "¿Cuántos de vosotros rezais en un templo presidido por una bandera? Lamento deciros que vuestra salvación está en duda. ¿Cuántos rezáis en una iglesia en la que se celebra la fiesta nacional? Lamento deciros que vuestra salvación está en duda." Continuó aclarando: "No lo he dicho para impactaros, sino para poneros en condiciones de descubrir lo extraños a la sociedad que os hace el ser cristianos".

No iría tan lejos como el famoso provocador profesional Hauerwas. No creo que el sano amor por la tierra y el discipulado cristiano sean necesariamente incompatibles. Pero es adecuado dialogar sobre la tensión entre estos dos elementos de nuestra identidad, reconociendo las ocasiones en que nos sentimos tentados de traicionar las enseñanzas de Cristo para hacerlas encajar en el programa de un partido político o en el ethos de un "mi patria es lo primero". Caer en estas tentaciones es una forma de idolatría.

Como un pequeño paso en la buena dirección, podríamos parar de mandar señales confusas: retirar las banderas nacionales de nuestros santuarios, dejar de interpretar el himno en los momentos más sagrados y solemnes. Pongamos al frente de nuestros templos y dirijamos nuestros himnos a Cristo crucificado. Nos ayudará a recordar a quién rezamos y a quién pertenece nuestra lealtad más profunda.

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