Aquella paz que el mundo no puede dar

Nunca he sido una persona tranquila. Por temperamento y práctica, siempre he estado orientado hacia el exterior y hacia la actividad. Siempre he querido cambiar el mundo. He querido ser una persona que cambia corazones y mentes. Alguien que desarrolla nuevas instituciones y estructuras que sirvan mejor a la humanidad.

Quiero estar donde está la acción. Tengo un deseo innato de ponderar y debatir grandes ideas, en luchar con decisiones difíciles. Quiero desempeñar un papel en la conformación de la sociedad. Para bien o para mal, me siento llamado a ser un líder.

En los últimos años, he estado luchando con una experiencia nueva y sorprendente. Es una realidad que me presiona contra mi propia tendencia natural al liderazgo y la acción. Cada paso que doy me conduce más profundamente al silencio, el autocuestionamiento y la observación.

Algo está cambiando dentro de mí. Cuando era un veinteañero, poseía una cantidad notable de claridad. Mi visión era fuerte. Mi fe era segura. Sabía exactamente donde iba.

Ya nunca me siento de esa manera.

Mi sentido de la integridad moral sigue siendo exigente. Pero mi capacidad para articular un claro camino hacia delante ha disminuido. Me impresiona la complejidad de este mundo. Lo que una vez me parecía verdadero ahora me parece estúpido. Es fácil clamar por cambios inmediatos, revolucionarios. El verdadero reto es generar un cambio que sea auténticamente positivo. El cambio que cure a las personas heridas y evite consecuencias indeseadas y reacciones peores que lo que se pretendía sanar.

Complejidad. Supongo que eso es lo que estoy aprendiendo. Los seres humanos somos
extremadamente complejos y vivimos en un entorno natural que es incluso más complejo. Era arrogante por mi parte pensar que tenía una respuesta fácil para todo. No hay soluciones sencillas.

Entonces, ¿qué nos queda? Si no puedo arreglar el mundo -si no puedo ser el productor de cambios profundos que siempre pensé ser- ¿qué hago yo aquí?

Como mencioné en un post anterior, he estado rezando con el libro de las horas episcopal últimamente. Hay una oración concreta en esa liturgia que me ha resultado especialmente reveladora:

Santísimo Dios, fuente de todos los buenos deseos, de todos los juicios correctos y de todas las obras justas: concédenos a nosotros, tus siervos, aquella paz que el mundo no puede dar, para que nuestras mentes queden fijas en cumplir Tu voluntad y nosotros, siendo liberados del temor de todos los enemigos, vivamos en paz y tranquilidad; por la misericordia de Jesucristo Nuestro Salvador. Amén.

Después de todos años de "paliza" activista, me cautiva esta oración con su llamada a que "vivamos en paz y tranquilidad". Me estoy dando cuenta de que, para mí, "cambiar el mundo" se había convertido en un fin tanto como en un medio. No había una verdadera meta. Quería el cambio por el bien de la paz y de la justicia, sí. Pero, al mismo tiempo, quería el cambio por el cambio mismo. Era una forma de ejercer poder sobre el mundo y de sentirme importante.

Esta necesidad de cambiar el mundo es algo que estoy llamado a modular. Eso no significa que deje de preocuparme por la justicia. Justo al revés. Pero el sentido de mi vida no es cambiar el mundo -aunque amarlo a menudo requiera cambio sustancial-. En cambio, como seguidor de Jesús, el significado de la vida es participar en el Reino pacífico de Dios: amar al prójimo como a mi mismo. Bendecir a mis enemigos. Dar gratis lo que gratis he recibido.

Cambiar el mundo no es un fin, es un medio. El cambio que Dios quiere no es algo que yo tenga que lograr. No tengo que estresarme por ganar las batallas de esta vida -sean mis problemillas personales o las grandes preocupaciones de la supervivencia planetaria-. En cambio, estoy invitado a recibir "esa paz que el mundo no puede dar". Ofreciéndo mi vida entera a Dios, quedo liberado de la necesidad de cambiar el mundo. En cambio, puedo permitirme el convertirme en un agente del amor de Dios. Eso es lo verdaderamente revolucionario.

 Traducido de Micah Bales

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