El padre Benjamín

A principios de los 90, el misionero javeriano Benjamín Gómez hizo la maleta y se estableció en
Mymensingh (Bangladesh). Ha hecho del diálogo entre religiones y la inmersión cultural las bases de su lucha contra la pobreza y en favor de la convivencia pacífica entre las minorías religiosas y étnicas de la región y la mayoría musulmana. 

Si la reciente visita del papa Francisco a El Cairo (Egipto) ha sido, en sus propias palabras, un viaje de “unidad y fraternidad”, no menos podría decirse del que inició hace veinticinco años el misionero javeriano Benjamín Gómez a Bangladesh.

Natural de Ambite de Tajuña (Madrid), a principios de los 90 hizo la maleta y se estableció en Mymensingh, una zona rural y multiétnica en el norte de Bangladesh, a 80 kilómetros de la capital, Dacca, para practicar el diálogo entre religiones y la inmersión cultural como fórmula para salir de la pobreza en un distrito de minorías dispares y desprotegidas -incluso por la Constitución- en el seno de un país musulmán.

El papa Francisco culminó su visita rezando junto al patriarca copto Teodoro II en la iglesia copta de San Pedro, escenario de un atentado del Estado Islámico el pasado mes de diciembre de 2016 en el que murieron 29 personas. Father Benjamin (el padre Benjamín), como le conocen todos en Mymensingh sigue, un cuarto de siglo después, oficiando misas católicas en un país musulmán y animando a la diversa comunidad local a acudir al Eid Mubarak (celebración posterior al ayuno del Ramadán) o a acompañar a los vecinos de origen hindú en su festejo del ciclo de la vida tras la época de lluvias. “Dios está en todos lados”, resume el misionero javeriano. El respeto y la naturalidad con los que se expresa cargan de sentido y coherencia sus palabras y su tiempo, que lo emplea en llevar a la práctica lo que dice. Y así ya ha cumplido sus bodas de plata trabajando entre los desprotegidos de Bangladesh.

“Desde que llegué a Bangladesh, mi objetivo ha sido que las minorías no fueran orilladas ni segregadas, sino que convivieran en respeto mutuo y armonía con la mayoría musulmana”, explica Benjamín Gómez en su casa “de puertas abiertas” en el distrito de Mymensingh. Para eso hizo del ejemplo virtud. Y como el entusiasmo, la capacidad de trabajo y las ganas de ayudar parece que le vienen de serie a este hombre de aspecto humilde y trato afable, aprendió bengalí (idioma común a todas la minorías de la región) y mandi (la lengua de una de las minorías étnicas más numerosa de la zona). La integración fue total. Hoy mira atrás y afirma que sus amigos son gente local.

Empezó su ministerio en Bangladesh con el padre Tonino, de origen italiano, también javeriano, y por lo que cuenta tan activo y trabajador incansable como él. Pero a los pocos años un mosquito de la malaria se  llevó por delante a su compañero. Esta pérdida, lejos de hacerle renunciar, reforzó su compromiso con la Misión. Los logros son visibles.

Pasear por la parcela donde vive es hacerlo por un asentamiento multicultural donde la riqueza reside en la mezcla. Benjamín se mueve como un torbellino de energía mientras recorremos algunos de los proyectos que, inasequible al desaliento, ha puesto en marcha a lo largo de este cuarto del siglo: una escuela, una sala de ordenadores (donada por un empresario del textil), una piscifactoría, un arrozal y un huerto para dar de comer a los escolares, paneles solares, y hasta una pocilga con cerdos, regalo de un empresario español.

Fuera de su casa la misión continúa a apenas 100 metros, donde ya hoy han terminado de construir un edificio que se destinará a la educación y la formación. Un poco más adelante se encuentra el colegio-residencia para niñas en el que reciben educación y alojamiento gratuitos. Se trata de una medida de prevención de los matrimonios infantiles, muy extendidos en las regiones rurales. “Una familia del campo suele tener pocos recursos para pagar la educación de los hijos, por eso es muy común que las hijas tengan que dejar los estudios tras la educación básica, siendo adolescentes,  para ser casadas y mantenidas por sus maridos. Si se les proporciona educación, alojamiento y manutención, la cifra de matrimonios prematuros baja”.

Benjamín habla de cada proyecto como si de un hijo se tratara, con admiración, orgullo y reconociendo las dificultades de cada etapa. Esto da la medida del cariño que le profesan los vecinos, pertenecientes a distintas etnias y religiones, musulmanes o de origen hindú, pero beneficiarios por igual de los proyectos.

UN TRABAJO QUE RINDE FRUTOS. El trabajo de este javeriano durante 25 años se traduce en la construcción de 21 escuelas de apoyo, un colegio, un instituto, un hospital, dos orfanatos, más de un centenar de viviendas para familias sin recursos, un puente (y otro en camino), un centro de formación y numerosos proyectos sociales que abarcan desde el adiestramiento en artesanía para promover la autonomía de las mujeres hasta la mejora de la educación para las minorías étnicas. “Lo más importante de todo esto no es la construcción de los edificios en sí, sino los beneficios que el trabajo llevado a cabo en estas instalaciones ha proporcionado a la sociedad”, puntualiza.

Cuando aterrizó en territorio bengalí a principios de los años 90 descubrió que la pobreza más salvaje y la escasa escolarización de los niños eran una realidad cotidiana en los pueblos de la región. Por entonces las familias hacían cola para pedir comida y la actividad económica se reducía prácticamente a la recogida de leña. Cinco lustros después, el sistema educativo se ha fortalecido, los índices de alfabetización han invertido la tendencia y los niños y niñas indígenas de la zona tienen derecho a una educación regular y no ocasional.

Benjamín tiene un carisma indiscutible y un paseo por la calle con él es el botón de muestra. En argot político podría decirse que arrasa o en jerga juvenil, lo peta. Es querido en el corazón de ese Bangladesh agrícola en el que recaló buscando estar a la altura de un reto personal y espiritual a partes iguales. Este licenciado en Teología y Máster en desarrollo sostenible, tras nueve años como director del departamento de Misiones de Confederación Española de Religiosos (CONFER), decidió que España era un destino demasiado “fácil” y eligió asentarse en Bangladesh “porque era de los países más pobres y con más injusticia social del mundo”.

“Lo tenía clarísimo, tras años de experiencia en India. Desde que llegué con otros compañeros javerianos nos centramos en aquellos grupos con más dificultad de aceptación o integración social. Nos dirigimos a los niños de la calle, contactamos con las poblaciones adivasis (indígenas)... Buscábamos la convivencia tranquila de todos, lo cual no era fácil porque muchas de las minorías que vivían en la región aún hoy no son reconocidas como tales en la Constitución de Bangladesh”.

DERECHOS NO RECONOCIDOS. Esa falta de reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas era, y sigue siendo, uno de sus principales desafíos. Y lo es también para la vertebración social de Bangladesh. En esa zona del norte conviven numerosos grupos étnicos, en su mayoría de origen hindú. De forma particular este misionero javeriano trabaja con las minorías mandi, de origen tibetano. Es una sociedad matrilineal donde la mujer es el centro de la tribu y heredera y jefa del clan. Pero también se centra en otros grupos como los koch, originarios de India pero marginados y relegados en Bangladesh tanto por los hindúes de casta alta como por los musulmanes, lo que provocó hace años su migración hacia el norte de Bangladesh.

“El desamparo de estas y otras minorías es lo que en gran medida desencadenó la apertura de la diócesis de Mymensingh”, apunta Benjamín Gómez. También, señala, de su permanencia en el país. “Hay que luchar contra la situación de abandono que padecen las minorías y su dispersión”, apunta.

No obstante, éste es un problema que trasciende el ámbito local y adquiere dimensión de asunto de Estado. En 2013 el Gobierno impidió la presentación de un proyecto de ley encaminado a garantizar el reconocimiento de los pueblos indígenas y proteger sus derechos. En esa ocasión, cada distrito contabilizó las etnias residente en su territorio. El total: 228 grupos étnicos en un país de 160 millones de habitantes y una superficie un poco mayor que Andalucía y Extremadura juntas.

En este escenario, Benjamín denuncia la elevada migración interna y afirma tajante que la desposesión de la tierra que sufren los campesinos es uno de los problemas más serios que afronta la gente rural de Bangladesh, un país superpoblado donde casi cualquier segmento de la población se mide en millones de personas. Esa desposesión se debe no sólo a la presencia de una oligarquía que lo decide todo y una población constituida por un crisol de etnias sin derechos, sino también por un mal instalado en la estructura del país que lo mancha todo: “la corrupción y la presión de las mafias locales”.

CORRUPCIÓN. Él mismo fue víctima de un caso de corrupción al poco de llegar, cuando ni siquiera había embajada de España en el país. “Lo primero que hicimos fue intentar poner orden legal en las pocas parcelas que quedaban y comprar algún terreno para construir escuelas y un orfanato. La burocracia es tremenda y la presión enorme. Nos robaron varias veces, nos echaron dos veces de nuestra tierra y si no hubiésemos peleado con coraje nos hubieran echado aunque éramos los propietarios”. La “solución” vino después de un tiempo de ensayo-error, “muchos enfrentamientos” y “propinas por todo”.

Con los años ha aprendido los recovecos que se esconden detrás de estas prácticas y es capaz de esquivar a algunos trileros de la administración y sus malas artes. No obstante, el problema de la tierra tiene aristas muy delicadas. Por un lado, para los grupos indígenas la tierra no es un simple objeto de posesión y producción sino que guardan una relación espiritual con ella. Los hombres trabajan, en su mayoría, como braceros “y reciben un salario aproximadamente de 1 dólar al día”, lo que les lleva a pedir un préstamo que luego muchas veces no pueden pagar y el prestamista se convierte en una amenaza real para esas familias. “Cuando visito las aldeas o las escuelas de apoyo para motivar al profesorado, siempre sale a relucir el problema del préstamo”.

Por otro lado, muchas de estas minorías han vivido siempre en las mismas tierras pero como no están reconocidas como tales en la Constitución, no tienen derechos sobre la tierra sobre la que siempre han vivido.

Este javeriano enérgico en la defensa del reconocimiento de los derechos de “los más pobres de los pobres” habla sin pudor y huye de eufemismos para aseverar que el sector textil (Bangladesh es el segundo exportador mundial) es parte responsable de esta situación. “Casi ninguna familia tiene escrituras de propiedad de su tierra y, para colmo, las mafias locales les presionan para echarles y levantar más fábricas, sobre todo textiles. Les convencen para que desalojen sus aldeas a cambio de una miseria, prometiendo una vivienda y educación para los niños, pero luego es mentira”.

En la zona norte de Bangladesh, camino de Mymensingh se pueden ver numerosos edificios desvencijados, jalonados en su interior por líneas de máquinas de coser, tubos de luz artificial recorriendo el techo y escasas ventanas al exterior. Recuerda Father Benjamin que cuando llegó la gente vivía del arroz y la leña y no había ninguna fábrica. “Un cuarto de siglo después hay más de 4.500 que contratan a una media de 1.800 personas por fábrica y les pagan una mierda”. “Son explotadores de personas, de trabajadores. Todos explotan a todos, no tienen derechos, no pueden constituirse en sindicatos. Trabajo hay, justicia social no”, lamenta este ciudadano de Ambite que ni disimula su rabia ni se abstiene de preguntar quién no conoce Inditex.

Así es Benjamín Gómez, un español con causa entre indígenas de Bangladesh. 
 
“Que me entierren en Bangladesh”
El yihadismo internacional y su virulencia en el último lustro ha convulsionado la estabilidad de muchos países del planeta y enconado los conflictos en otros. Bangladesh, nación musulmana, tampoco está exenta de esta violencia. En marzo de 2017 el Estado Islámico publicaba un vídeo llamando a la yihad en este populoso país y reivindicaba la autoría de un atentado perpetrado ese mismo mes en la capital, Dacca, que se saldó con 20 muertos.

En julio de 2016 se produjo otro en el que murieron 28 personas. En 2015 se registraron al menos una decena de atentados de corte islamista contra extranjeros, pensadores laicos y minorías religiosas, que también ha golpeado a la comunidad cristiana, que cuenta con alrededor de un millón de fieles en Bangladesh.

En Mymensighn la violencia religiosa se combate con proyectos para la comunidad y Benjamín lleva un cuarto de siglo tejiendo relaciones humanas. Aunque la amenaza yihadista existe en el país asiático, el sacerdote de Ambite no renuncia ni a su misión conciliadora ni a seguir moviéndose en moto para visitar los proyectos. Lo tiene muy claro: “Mi sitio está en Bangladesh. Que me entierren aquí. Ya lo he dicho y lo he dejado por escrito”.

Por Sara Cantos. Publicado en 21RS

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