¿Debe un cristiano amar a su patria?

Este día, en el que en España celebramos la Solemnidad de nuestro patrón, el Apóstol Santiago, tal vez sea una buena oportunidad para plantearnos una cuestión difícil: ¿debe un cristiano ser patriota?

Los primeros recuerdos digamos sociopolíticos que quien esto escribe conserva parecen confirmar aquel dicho ya clásico que algunas fuentes atribuyen a Robert Schumann, pero que raro es el dirigente internacional que no lo ha repetido en las últimas décadas: "El nacionalismo es la guerra". Y más que la guerra, la limpieza étnica y la barbarie desatada. Pensemos en la antigua Yugoslavia o en Rwanda. Pensemos, sin ir más lejos, en la terrible acción de ETA en nuestro país. Difícilmente tal actitud podría contrastar más con la que propuso Jesús en el Sermón de la Montaña: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán hijos de Dios".

Un Jesús que, encontrando la fe en el centurión romano, alabando la fe de la mujer sirofenicia o poniendo como ejemplo a un samaritano, fue en la dirección opuesta a la del nacionalismo judío que pretendía encerrarse en el "pueblo escogido". Y así, sabiendo que a Dios se le adora "en espíritu y en verdad", no en un lugar único y determinado, sentó las bases de una fe universal, que no otra cosa significa la palabra católica, en la que "ya no hay judío ni gentil (...) porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". Un solo cuerpo en el que "si un miembro goza, todos se gozan, si uno sufre, todos sufren", sin diferencias étnicas ni raciales. Difícilmente puede seguirse a este Jesús discriminando, construyendo muros y exaltando aquello que el filósofo filonazi Carl Schmith llamaba "la dialéctica amigo/ enemigo".

Además, el evangelio precisamente de esta festividad nos recuerda que "el que quiera ser el primero de entre vosotros, sea vuestro servidor". Frente a ello, la historia nos muestra como el nombre de la patria se ha utilizado para manipular al pueblo, no poniéndose a su servicio, sino instrumentalizándolo frente al "enemigo exterior" para esconder las debilidades y críticas al gobernante de turno. En el caso español, podemos ver esta utilización en las intermitentes guerras coloniales de Marruecos durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX con gran claridad. Y hoy mismo, ¿acaso el profundo debate que se mantiene con las autoridades de cierta autonomía no tienen su origen, en gran medida, en el intento de éstas de esconder bajo la bandera sus recortes y corruptelas? Pero, y he aquí el gran mal del "patriotismo", lo que en sus comienzos puede resultar un burdo intento de manipulación acaba desembocando en un estallido pasional de insospechables consecuencias.

Sabiendo que Dios es uno para toda la humanidad y que es amor para todos, incluso expresamente que nos manda "amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan" y no "egoísmo de grupo", podría parecer entonces que el patriotismo debe ser descartado por todo cristiano. Sin embargo, lo cierto es que el mismo catecismo, al tiempo que denuncia los excesos de determinado nacionalismo, considera el amor a la patria como un deber anclado en el cuarto mandamiento, aquel que reza: "Honrarás a tu padre y a tu madre". ¿Por qué?

Tal vez pensar en un defraudador fiscal nos ayude a ello. Es evidente que tal persona no está cumpliendo su deber de dar al César lo que es del César, pero sobre todo, que, aunque tal vez contribuya de otras maneras, no está dando de comer al hambriento ni de beber al sediento a través del más poderoso instrumento de solidaridad y apoyo fraterno que tenemos hasta la fecha. 

Desde este ejemplo paradigmático, podríamos pensar en otros ejemplos de personas que no contribuyen a la comunidad y encontrar manifiesto su error moral. Creados como seres sociales, estamos llamados a entregar nuestra vida por los demás, como hizo Cristo en la cruz. Los valores del amor y la misericordia, que debemos sostener como universales y dirigidos a la humanidad toda, no los podemos practicar sino en las estructuras y comunidades realmente existentes en el momento presente, dentro de un amor de grupo que busque el bien común de tal grupo. 

Por lo tanto, el cristiano debe rechazar un nacionalismo étnico o un patriotismo identitario, sin embargo, debe abrazar aquello que Habermas denominó "patriotismo constitucional" o que desde Kant se viene conociendo como "republicanismo cívico". Para evitar pasar de los segundos a los primeros, para evitar que el "amor de grupo" se convierta en "egoísmo de grupo" y en "dialéctica amigo/ enemigo" es preciso recordar que nuestro verdadero grupo es la humanidad entera y que la búsqueda del bien de un grupo concreto no es sino concreción o realización de ese bien común de la humanidad, subordinado a éste. En palabras de los movimientos actuales, hay que pensar globalmente y actuar localmente.

Por ello mismo, es necesario examinar críticamente, tanto en el orden interno como en el global, la actuación del grupo o comunidad en el que uno se haya integrado, para comprobar que contribuye al bien común de la humanidad y a la dignidad de cada persona y no se ha constituido en una "finalidad propia" que subordina y abusa de la humanidad y de cada persona. Y, hablando de la dignidad de cada persona, ésta debe recordar que es un hijo de Dios con alma y conciencia propia, con una individualidad que no permite su mera reducción a una pieza del engranaje comunitario. Debe cada cual recordar que Jesús vino para liberarnos y no para que vivamos sometidos a una uniformidad impuesta por una comunidad dirigida por aquel que no pretender ser el servidor de todos.

Uno de los aspectos más controvertidos y complejos del tema que tratamos se encuentra en lo que recientemente se ha venido a llamar el "nacionalismo banal". Tema difícil porque se sitúa en la
frontera entre los dos patriotismos, el bueno y el malo, que venimos intentando distinguir. Desde luego, toda comunidad necesita cierto espíritu de pertenencia al mismo por parte de sus miembros, que al mismo tiempo responde a una necesidad psicológica elemental de la persona. Y por ello, es natural y sano que desde toda comunidad se intente reforzar y dar cohesión a este espíritu comunitario de sus miembros a través de símbolos, de rituales, de himnos, de emblemas, de un relato más o menos histórico. Sin embargo, en la medida en que todos estos elementos, más afectivos que racionales, y facilmente inflamables, pueden acabar suscitando ese nacionalismo pasional que se olvida del bien común y de la dignidad de la persona, deben utilizarse con prudencia y moderación.

Este blog no se caracteriza por las aportaciones propias, sino más bien por compartir las ideas de personas mucho más inspiradas y sabias que su responsable. En este sentido, tras estas ideas introductorias, traducimos el siguiente artículo, publicado por Michael Sean Winters en el National Catholic Reporter, que complementa, con coincidencias de fondo pero también con algunas diferencias, lo que aquí se ha expresado.

Mi país, acertado o equivocado

"Mi país, ojalá siempre acierte, pero acertado o equivocado, es mi país". El cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York y ordinario del Ejército de Estados Unidos, pronunció estas palabras, señaladas por primera vez por Stephen Decatur, mientras visitaba Vietnam, eligiendo tomar partido con el presidente antes que con el papa. La frase ha sido pronunciada, con ligeras variaciones, por otros en diferentes circunstancias y en distintos países. Habla a una visión del patriotismo que encuentra una primera dimensión en la lealtad personal.

El escritor G.K. Chesterton se burló de la expresión. "Mi país, acertado o equivocado- es una expresión que ningún patriota pensaría decir", afirmó. "Es como decir -Mi madre, borracha o sobria-."

Esta frase es una de esas expresiones que parecen envolver una idea, una mala idea, pero en realidad no es tan mala como pueda parecer a primera vista. Después de todo, aunque mi madre era practicamente abstemia, incluso si alguna vez hubiese estado tan borracha como sí ha llegado a estarlo su hijo, en verdad seguiría siendo mi madre. Los Estados Unidos en verdad eran el país del cardenal Spellman y el de Muhammad Alí, a pesar de sus muy diferentes pronunciamientos morales sobre la guerra de Vietnam. En este sentido, la frase es un poco como aquella otra tan injustamente vilipendiada "el fin justifica los medios", que nos advierte contra una forma inmoral de utilitarismo teñido de la sugerencia de la injusticia o de la violencia. Sin embargo, a poco que se piense en ello, ¿que otra cosa podría justificar los medios sino su fin?

La frase, entonces, es utilizada para hablar de una clase de nacionalismo excesivo que, como cualquier exceso, es peligroso. Y, en el pasado par de siglos, el nacionalismo excesivo, como en siglos anteriores el orgullo marcial excesivo de los reyes, ha conducido al sacrificio y a la miseria humana a gran escala. El nacionalismo de Hitler fue un problema tan grande como su fascismo, al menos porque fue más su retórica nacionalista la que le hizo aceptable para el gran público que sus otras ideas, más esotéricas. El nacionalismo de De Gaulle, por el otro lado, le hacían irritable hasta el punto de que los hombres que hicieron posible que él y su nación respirasen libremente de nuevo, Churchill, hablaban de De Gaulle como "el novio" y, sin embargo, le daba un aire de grandeur, algo de aquella afirmación de Isaiah Berlin de que el nacionalismo puede "fortalecer las espaldas encorvadas". Las espaldas bajo el régimen de Vichy no podían estar sino encorvadas y De Gaulle las enderezó.

Como construcción ideológica, el nacionalismo rápidamente se desata desbocado cuando no se ve limitado por los, diferentes pero obvios, impulsos universalistas que animan al liberalismo y al socialismo. Es interesante que el catolicismo, que es más antiguo que las naciones, nunca haya servido como un contrapeso adecuado al nacionalismo; en cambio, el fenómeno contrario ocurre a menudo y una Iglesia local cae en tendencias galicanas. Sospecho que el sentido de pertenencia inherente a las creencias religiosas está demasiado estrechamente vinculado al sentimiento similar proporcionado por el nacionalismo para servir como contrapeso, mientras que el individualismo de la ideología liberal y el antagonismo de clases de la ideología socialista sí proporcionan tal contrapeso al nacionalismo. Esto exige mayor examen y estudio -y por personas más inteligentes que yo-.

Parte de la diferencia, una diferencia que a menudo se pierde en el análisis moral, es que el nacionalismo (y otras formas de identidad ) desempeña una diferente posición moral dependiendo de las circunstancias de quienes lo invocan. El nacionalismo polaco durante los tiempos de la dominación soviética era algo noble, encontrando acertadamente en los tanques comunistas una amenaza a la libertad; poco tiene que ver con la cara actual del nacionalismo polaco que incorrectamente afirma que los refugiados sirios constituyen una amenaza a la identidad polaca. Un pueblo oprimido está legitimado para afirmar su dignidad allá donde pueda encontrarla y el nacionalismo es a menudo un soporte fundamental  de la dignidad humana.

Un exceso de nacionalismo no es la única manera en la que una persona puede distorsionar el significado del hecho existencial de que todos nacemos en una comunidad de la misma forma en la que todos nacemos en una familia. El peligro opuesto se expresa en la frase "El patriotismo es el último refugio de los sinverguenzas", una frase recogida por primera vez por James Boswell como pronunciada por Samuel Johnson. Boswell explicaba que Johnson no pretendía condenar el patriotismo per se, solo un exceso del mismo y que, por supuesto, no todos los patriotas son sinverguenzas ni todos los sinverguenzas son patriotas.

Sin embargo, existe una patología, habitualmente encontrada en círculos académicos o cuasiacadémicos, siempre en la izquierda, marcada por una especie de odio visceral a la propia nación. En en caso de Estados Unidos, podemos asociarlo con Noam Chomsky o con la historia tendenciosa de Howard Zinn. Todo lo que Estados Unidos hace es innoble. Todos nuestros motivos son malvados. Es tan moralmente obtuso y tan intelectualmente vacuo como la posición de "somos perfectos" que pretende combatir, incapaces ambas de discriminar entre los hechos y su significado, mucho menos de valorarlos moralmente.

Amo a mi país, pero no lo amo solo porque es el mío. Eso no sería realmente amarlo, sino
amarme a mí. "Saber que algo es tuyo es saber muy poco sobre ello", observó Leon Wieseltier en su espléndido ensayo, "Contra la identidad". Hay mucho que celebrar en la historia de nuestra nación. Sí, nuestros fundadores eran una panda de hombres blancos ricos, muchos de ellos propietarios de esclavos, pero todavía merecen el reconocimiento por la forma en la que supieron iniciar una república y gran parte de sus palabras todavía llenan de calor mi corazón, entre ellas no es menor la Primera Enmienda que mantiene a la prensa norteamericana tan libre como las más libres de cualquier nación en cualquier momento de la historia. Sí, el poder americano ha sido utilizado perversa e injustamente en Centroamérica, Vietnam o Irak, pero la liberación de Europa y de Asia y su reconstrucción posterior son logros sin precedentes. La gente duerme hoy tranquila en Sarajevo y en Kosovo por los esfuerzos allí realizados. En los países más pobres del mundo, americanos de buena voluntad se encuentran intentando combatir la pobreza y la injusticia.

Cuando el presidente Obama habló al parlamento canadiense, en su discurso asomaban pasajes del candidato que tan entusiásticamente apoyé allá por 2008. Por supuesto, tras ocho años hemos visto detrás de la cortina de su retórica al político que es menos que la suma de sus partes y que está lejos de la majestuosidad de su lenguaje. Sin embargo, habló conmovedoramente sobre la tolerancia, que demasiados tratan como si fuese una virtud mezquina, un pequeño logro de nuestra nación y de nuestra cultura nacional. Escoge un país o un siglo cualquiera y verás el terrible coste humano de la intolerancia. Más que nuestro poderío militar y a pesar de nuestras debilidades económicas, es nuestra tolerancia la que merece celebrarse este fin de semana. Y, por supuesto, esto también puede llevarse a extremos indeseables, como vemos en los códigos de discurso de facultades universitarias y su diseño de "zonas seguras". Sin embargo, entre los extremos de la soberbia y del auto- odio, hay mucho sobre los Estados Unidos que se merece unos fuegos artificiales, unas banderas ondeantes y una barbacoa. Feliz Cuatro de Julio a todos.  

Por Michael Sean Winters. Traducido del National Catholic Reporter

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