El Reino es un banquete
La Parábola del Tesoro, la Parábola de la Perla, la Red repleta, los
milagros de curaciones, las multiplicaciones de panes y peces, las bodas
de Caná... El Evangelio está lleno de expresiones que nos conducen a la
idea de Fiesta, de Abundancia, de Vida plena.
Y los evangelios se llaman así porque ofrecen EL EVANGELIO, La Buena Noticia, la Gran Noticia de Jesús.
Así, la invitación es al Evangelio, a vivir en el Reino, no en las
tinieblas, no el juicio, no en el temor, no en el Sinaí sino en el Monte
de las Bienaventuranzas.
Y es un tema ESENCIAL en la espiritualidad cristiana y en la
presencia de la Iglesia en el mundo. Servir a Dios es reinar = "vivir
como un rey". El Reino es una fiesta, un tesoro que, una vez conocido,
hace despreciar todo lo demás.
El reino de Dios es vivir por encima de la envidia, la codicia, la
corrupción... porque se ha descubierto que la austeridad, el
desprendimiento, la concordia... dan satisfacciones mucho más profundas y
duraderas.
El Reino de Dios es también vivir por encima de la riqueza o pobreza,
salud o enfermedad, vida larga o corta, porque se ha descubierto una
dimensión trascendente de la vida que hace de todo eso solamente medios
para caminar, no fines para disfrutar.
El Reino de Dios es, sobre todo, libertad, que nace del conocimiento
de Dios. Dios no es el juez que lleva severas cuentas: Dios es la fuerza
para escapar de la esclavitud del pecado, del sin-sentido de la vida.
Así, el Reino no es sólo una fiesta final, un éxito de la aventura
personal y colectiva de la humanidad,
prometido para el futuro, sino
también un "estado de fiesta" aquí y ahora, una "fiesta interior", en la
que ninguna de las adversidades de la vida pueden cambiar ese estado
anímico de equilibrio, de saber dónde estoy y a dónde voy, dónde y cómo
acaba esto, qué valor tienen las cosas... que se manifiesta, aun en
medio de cualquier perturbación, en la paz del espíritu, la confianza en
Dios, el estado habitual de agradecimiento y de disponibilidad.
Pero además, y quizá sobre todo, el Reino es un banquete con Jesús. Y
los banquetes, las comidas, las cenas de Jesús fueron a la vez
revelación y escándalo, fiesta para unos y rechazo para otros; hasta se
ha llegado a decir que a Jesús lo mataron por sus comidas con pecadores.
Es característico de Jesús, ante todo que no es un asceta a lo Juan
Bautista; es una persona de costumbres normales: vive con y como los
demás. Come con y como los demás: no guarda ayunos y purificaciones
rituales, como los demás galileos... Y estos no son los signos que se
deben esperar de un Profeta. "Este no es Profeta, porque no guarda el
Sábado". "¿Es que vuestro maestro come con pecadores?" ...
Las comidas de Jesús con pecadores inauguran el Reino: Jesús con
todos, porque todos le necesitan; en eso conocemos que Dios está con
todos, porque todos le necesitamos.
Pero ni los puros fariseos ni los sabios doctores se dejaron invitar.
Y se quedaron fuera del Reino, porque se creían diferentes a los demás.
El Reino no es cosa de sabios, de puros, de ricos: el Reino es para la
gente.
Los publicanos y pecadores que se veían comiendo a la mesa del
Profeta se sentían redimidos: en el mundo en que Jesús se movía hay
pocas cosas más importantes que la honra, y ninguna tan desastrosa como
la deshonra. El pecador está deshonrado, es un paria: y la mayor parte
de los pecadores de la época no tienen salvación posible, ni manera
alguna de rehabilitarse.
Pero Jesús los acepta a su mesa, y compartir mesa es ser amigos,
supone un grado intenso de mutua acogida. La frase de los enemigos es
significativa: "Acoge a los pecadores y hasta come con ellos".
Es la rehabilitación de la gente pecadora, de la gente. Muchas
religiones, y la de Israel entre ellas, caen el pecado de la reverencia a
los poderosos. Los importantes son los que conocen los misterios, los
que ofician el culto, los ricos, los prestigiosos... Para Jesús es
importante la gente, más importantes los niños, más importantes los
enfermos y más importantes los más pecadores.
Hay en los evangelios tres tipos de comidas de Jesús:
v Las comidas con la gente, con los
pecadores, con todos, que son signo vivo del Reino y muestran cómo es
Dios para nosotros. Las dos más significativas son la de casa de Leví y
la de Casa de Zaqueo: y en las dos, la conversión es resultado de la
iniciativa de Jesús. Dios es el que invita, el que aprecia a todos, el
que está interesado sobre todo por el más pecador. Descubrir que Dios es
así es una poderosa llamada a la conversión, a aceptar el Reino.
v Las comidas con los importantes,
especialmente las dos en casa de fariseos. Jesús acepta la invitación,
pero terminan mal, Jesús acaba echándoles en cara su torcida religión,
no son comidas de comunión, sino de ruptura.
v Las comidas íntimas con sus amigos, de
las que la última marcó a los discípulos en el futuro y nos sigue
marcado a nosotros. La Eucaristía es, antes que ninguna otra cosa, la
comida de Jesús con los pecadores.
La Eucaristía: un banquete, una fiesta nacida de la comunión con Jesús.
En la eucaristía nos sentimos bien ante todo porque se nos admite
como somos, pecadores que deseamos el Reino: por eso nos reconocemos
pecadores al entrar: no hace falta pedir perdón (a pesar de que las
fórmulas litúrgicas insisten en ello); venimos porque nos llaman, porque
el perdón está ofrecido de antemano.
En la Eucaristía nuestro espíritu vuelve a arder con la palabra,
renovamos nuestra unión con Jesús en la comunidad de creyentes... y
soñamos con el Banquete Definitivo en la gran Casa de Nuestro Padre.
Todo eso hace de nuestra celebración una ACCIÓN DE GRACIAS, todo eso
hace que nos despidamos con la bendición, por la que se nos envía a la
Misión, a anunciar tanta Buena Noticia con nuestro modo de vivir.
Es urgente que los cristianos recuperemos el talante festivo de
nuestra fe, que produzca envidia nuestra manera de vivir, que sea
atrayente nuestro modo de proceder y nuestro estado de ánimo. Me
atrevería a decir que sólo así anunciaremos verdaderamente la Buena
Noticia.
Pero no pocas veces nos parecemos a los invitados: recibimos la
invitación y nos vamos a nuestras cosas, a ganar dinero, a competir, a
comprarnos cosas, a adorar dioses-jueces... a todo menos al Banquete al
que Dios nos invita.
Y en todas esas cosas, por más que nos resulten agradables, no hay más que tinieblas.
Por José Enrique Galarreta. Publicado en Fe Adulta.
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