Ascender y descender
Muchas veces he visto la vida como un camino que asciende. Una línea recta y en lo alto del monte la meta. Y yo mirando ese destino que anhelo.
Tal vez es parte de una mirada joven. Que
ve todo como el ascenso al monte más alto. Y confía en llegar pronto lo
más arriba posible después de un largo esfuerzo. Este día que comienza
mejor que ayer. El nuevo año mejor que el pasado. Lo que ahora hago
mejor que lo que hice antes. Siempre más, más alto, más lejos, mejor.
Y me turbo al pensar en algo que esté
peor hecho. Un descenso en lugar de un ascenso. Un bache, una caída. La
pérdida de prestigio en lugar de la ganancia. Un retroceso en lugar de
avanzar.
Como si subir a lo más alto fuera siempre
mejor que descender. Superar metas pasadas mejor que fallar. Lograr
mejores tiempos mucho mejor que seguir como antes. Ganar más dinero.
Tener más éxito y fama. Siempre más. Nunca menos. Ascender mejor que ser descendido.
Jesús fue descendido muerto de la cruz. Y
hoy asciende Él sólo ante los hombres. Fue ascendido al madero, signo
del mayor fracaso. Y murió, fue asesinado. Cayó entre los hombres. Fue
descendido. Y ahora asciende vivo, resucitado, victorioso.
Es el mismo hombre. El mismo Jesús
muerto y resucitado. El mismo valor de aquel cuerpo sin vida. El mismo
valor del Jesús glorioso que desaparece delante de mis ojos.
Me da miedo valorar mi vida según los parámetros de ascenso y descenso. Valgo más si logro los objetivos marcados. Si consigo llegar más alto que otros. Si soy reconocido. Si evoluciono. Si no me estanco.
Y valgo mucho menos si nada de lo que
emprendo me resulta. Si sigo igual que antes. Si no mejoro ni cambio. No
lo sé muy bien. Me han metido en el corazón una idea de la vida que me
hace daño.
Decía Victoria Braquehais, una monja misionera en África: “Siento que Dios ha triunfado en mi vida. La
vida es otra cosa, es lo que es. No es tanto hacer muchas cosas o ser
el mejor. La vida no está hecha para competir, sino para compartir”.
Y quizás la tendencia del mundo es la de
competir, no la de compartir. La de llegar más alto, ser el mejor y
lograr todas las metas. Una estrategia de conquista. Un plan a largo
plazo para ser el mejor, el que más éxitos tenga. Formación,
preparación, conquistas.
Y me privo de la alegría del descenso. De la sensación de ser acompañado en el fracaso.
Tal vez el que vence descubre nuevos amigos. Y el que ha dejado de ser
válido, útil o interesante, pasa al olvido. Pierde la fama. Deja de ser
conocido. Pierde amigos.
El ascenso y el descenso. La encrucijada
de la vida. Yo no me puedo quedar en un punto medio equidistante. O subo
o bajo. No me quedo igual.
La naturaleza que es sabia me dice que mi cuerpo tiende al descenso. Pierdo facultades. Estoy más cansado. Pero mi espíritu sueña el ascenso.
Sé que mi vida no es una línea
ascendente. Y eso que estoy llamado al cielo. Al lugar en el que Jesús
me precede. Pero tal vez antes tenga que probar el descenso. Ser
descendido de mi cruz. Ser ascendido al fracaso.
Ni yo mismo podré bajar solo de mi propia
muerte. Harán conmigo lo que hicieron con Él ya muerto. Desciendo al
olvido. Desciendo al juicio y a la condena. Desciendo a la muerte.
Reconozco que me da miedo esa pérdida paulatina de mis fuerzas.
Me dan miedo la derrota y el olvido. Me asusta perder la vitalidad y no
seguir avanzando. Quedarme al margen del río de la vida. Y pienso
entonces en la mirada de Jesús.
Leía el otro día: “Para entrar en el
reino de Dios es importante que todos sientan como suya la preocupación
de Dios por los perdidos y su alegría al recuperarlos. Hay que aprender a mirar de otra manera a esas gentes extraviadas que casi todos desprecian”.
Jesús se fija en los perdidos, en los
descendidos, en los fracasados. Se fija en mí cuando no logro los
resultados esperados, cuando no consigo lo que me propongo, cuando no
triunfo. Se fija en mí caído.
Es como si en la vida la mirada de los hombres se posara sólo en los que triunfan, en los que vencen, en los que ganan. Mientras el olvido forma parte de los que han fracasado y han muerto en el camino.
Entonces comprendo que no importa
tanto ascender o descender. Aumentar el número de mis éxitos o perder
todas mis metas. Que lo importante es dar la vida. No si me sale bien todo lo que emprendo. No si logro ascender a la cumbre más alta.
El ascenso es obra de Dios en mí. Él me
levanta habiendo yo caído. Y me eleva por encima de mis fuerzas habiendo
yo bajado a lo más profundo. Y no se olvida de los perdidos, de los
descendidos. Me recuerda siempre pase lo que pase.
Y entonces tengo ya otra actitud frente a
la vida. Tengo menos miedo, más paz, más alegría. Miro con más pasión
todo lo que hago. Y entonces valoro tanto el éxito como el fracaso. Y mi amor de compasión me hace acercarme al que no es valorado, al rechazado, al que no triunfa.
Leía hace poco: “Para un hombre lleno
de sentido de la compasión nada humano le resulta ajeno. Ni la pena ni
el gozo. Ninguna forma de vida o de muerte”.
Mi compasión me hace mirar hacia abajo. Darme la vuelta para ver al que marcha más lejos. Fijarme en el anciano y en el enfermo. En el que no asciende. En esta cultura del descarte mirar así es un milagro. Mirar al que no avanza y valorarlo. Detener mis pasos ante el que nadie mira y caminar a su lado.
![](https://www.aciprensa.com/imagespp/size680/Pobreza_Flickrla_imagenCC-BY-NC-ND-2.0_070715.jpg)
Pudiendo ascender vuelvo a bajar la
cuesta. Pudiendo ir más rápido detengo mis pasos para ir a otro ritmo.
Deshago el camino recorrido. Y miro más lejos, atrás, ese lugar ya
hollado. Y no me da miedo perder la senda de los triunfadores.
Quizás no soy mejor que antes, no evoluciono. La caridad no tiene que ver con esos logros que el corazón desea.
Quiero dejar de envidiar a los que acumulan éxitos. Mi vida no es una línea recta hacia la meta. Acepto mis caídas y mis retrocesos.
Miro a Jesús que asciende ante mis ojos.
Él conoció el descenso. Y ahora asciende al encuentro del cielo. Su
ascensión me conmueve. No deja de mirar a los que miramos al cielo. No
se olvida de mí que piso mi tierra. Se detiene sonriendo. Me abraza
desde arriba. Abajándose. Deteniéndose.
Me gusta esa forma de vivir sin tener en
cuenta que hay que aprovechar el tiempo. Sin desear siempre un poco más.
Un paso más lejos. No me gusta vivir con miedo a los descensos.
Prefiero esa vida en la que la compasión
es lo primero. Y esa mirada de misericordia me hace detenerme ante
cualquier perdido, descendido, olvidado. Porque no es la gloria lo que
sueñan mis pasos. Sino un día ascender, de la mano de Cristo, camino al cielo.
Por Carlos Padilla Esteban. Publicado en Aleteia
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