¿Qué aprendemos cuando vamos a misa?

En un artículo de la revista America del mes de abril titulado "Rompiendo la fe", Peter Beinart considera el declive en la asistencia a la Iglesia entre los norteamericanos y se plantea como ese declive degrada nuestra política.

Él dice:

Mientras los americanos abandonan la religión organizada, no dejan de ver la política como una oposición entre "ellos" y "nosotros". Muchos han llegado incluso a definir "ellos" y "nosotros" de maneras incluso más cerradas e irreconciliables.

Aunque Beinart estudia los efectos del declive en la asistencia a la Iglesia para todos los americanos, yo me quedaré en la comunidad blanca en la que he vivido y rezado toda mi vida. Beinart escribe:

Sabemos que los norteamericanos blancos culturalmente conservadores que han abandonado la Iglesia experimentan menor éxito económico y más rupturas familiares que aquellos que permanecen unidos y se vuelven pesimistas y resentidos.

Pero me pregunto sí tal vez "menor éxito económico y más rupturas familiares" se relaciona con los hallazgos que Beinart cita de una encuesta de la Universidad de Iowa de 2008 que afirmó que "entre católicos, protestantes tradicionales y protestantes born-again, cuanto menos asistes a la Iglesia, más antiinmigración eres". Cualquiera que vaya a misa domingo tras domingo conoce a muchas personas con graves problemas económicos, a muchas personas que atraviesa desengaños y divorcios, que lucha con adicciones y con ideas suicidas. ¿Y sin embargo todavía están más abiertos a los inmigrantes? ¿Menos pesimistas y resentidos?

Tal vez la pregunta que deberíamos hacernos es "¿Qué aprendemos cuando vamos a misa?"

El domingo Laetare, mi marido y yo vimos a una mujer joven que se puso justo delante de nosotros. Iba vestida con una camiseta y unas mallas. Su pelo estaba enredado. Parecía lista para irse a la cama, o al gimnasio, no a misa. Sin intercambiar una palabra, supe que mi marido y yo estábamos pensando lo mismo: por qué no había podido ponerse un vestido y arreglarse el pelo.

El sacerdote invitó a los catecúmenos a levantarse en la nave. Llamó al resto de la comunidad a reunirse alrededor suyo mientras rezábamos. La jóven mujer se arrodilló en el suelo. Puse mi mano en su hombro. Mi marido se quedó de pie enfrente suya. Ella cogió sus manos. Comenzamos a rezar.

La joven mujer sonreía mientras hombres, mujeres y niños se congregaban a su alrededor, cantando y rezando. Su rostro resplandecía de luz, adornado de paz. Compartimos una comunión íntima con una mujer que ya habíamos juzgado y encontrado culpable.

Hace unos pocos meses, un hombre llegó a misa envuelto de la cabeza a los pies en sábanas sucias. Tomo su asiento en la primera fila, encorvado y mirando continuamente al suelo. Parecía haber pasado semanas sin pisar una ducha, una lavandería o sin haber pasado una noche a cubierto.

Cuando comenzaron a pasar el cestillo, pasaron de él. Entonces mi marido se dio cuenta de que aquel hombre se metía la mano bajo las sábanas y sacaba un fajo de billetes. Los elevó. Mi marido hizo un gesto al que llevaba el cestillo quien, tan sorprendido como el resto de nosotros, fue y tomó lo que ofrecía aquel hombre a quien ya habíamos juzgado como carente de nada que ofrecer.

La mayor parte de los domingos en misa, rezo e intercambio la señal de la paz y compartó la copa de vino con personas a las que de otra forma jamás encontraría. La mayor parte de mis contactos en la vida, aparte de la familia, tienen que ver con el trabajo y el negocio. Como y bebo con mi familia, mis amigos y compañeros y solo comparto una copa o un plato con mi familia.

Excepto en misa, donde debo tomar la copa después de un misterioso extraño que también es, y esto sigue siendo un misterio para mí, un miembro de mi familia por virtud de nuestra unión en el cuerpo de Cristo. El hermano que nunca admitiría, la hermana de la que me avergonzaría están aquí, a mi lado, y debo admitirlos y no avergonzarme de ellos, a menos que admita que aquello que profeso, sobre lo que he construido mi vida, es una mentira.

Y he aquí otro misterio: a veces abandono la misa todavía irritado y quejicoso. Todavía creo que la joven debería vestir diferente para la misa que para el gimnasio. Todavía no me montaría voluntariamente al lado del hombre de las sábanas en el autobús, esto es, si me montase en el autobús. En misa no sucede ninguna magia que haga que nuestras diferencias y desacuerdos desaparezcan.

Ninguna magia, pero sí el Misterio.

Lo que ocurre es que se nos invita a encontrarnos el domingo y no se nos invita a decidir los invitados. No decidimos la lista de invitados como sí decidimos el resto de nuestras vidas. Estamos con quienquiera que venga. Y ni siquiera nos podemos retirar cada uno a un rincón. Nos sentamos juntos. Al lado. Se nos pide que escuchemos historias molestas de Aquel que alcanza y abraza a quien nos esforzamos tan duramente por evitar. Escuchamos que nosotros -nuestro pueblo- fuimos buscadores y extranjeros y refugiados y que el final de nuestra historia está ligado a cómo tratemos a buscadores y extranjeros y refugiados.

La misa no es un grupo de amigos. Es una familia, elegida para nosotros, no por nosotros. "La paz
de Cristo sea contigo" no es una sugerencia de que nos tomemos un café, sino una declaración de que somos hermanos y hermanas en Cristo.

Y lo que tenemos que ofrecer, lo que debemos ofrecer, es lo que Cristo nos ofrece, "una paz que sobrepasa toda comprensión humana". La comprensión humana a menudo alcanza solo al círculo más próximo de la tribu, pero la paz de Cristo alcanza a todos, uno por uno, abrazándonos y reuniéndonos.

"La paz de Cristo sea contigo". Aprendemos a ofrecer e incluso a vivir estas palabras sanadoras reuniéndonos una y otra y otra vez y dejando en casa nuestros cuchillos afilados. Solo un poco, simplemente mirando a los ojos del extraño en la fila y encontrando a otro ser humano que devuelve la mirada.

Haz eso toda la vida y verás de qué va la Iglesia, que es una especie de escultura que revela a nosotros mismos y a los demás el rostro de Dios en cuya imagen estamos hechos.

Por Melissa Musick Nussbaum. Traducido del National Catholic Reporter

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