Dios siempre da el primer paso

¿No parece extraño que el hombre transformado en la lectura del Evangelio de hoy no diga ni una palabra hasta después de ser curado? Ni pide a Jesús la sanación, ni le cuenta su historia de ser relegado a la mendicidad. Al principio, simplemente está ahí, el objeto del juicio de los demás. Simplemente estaba ahí para que Jesús lo viese.

Jesús vio en él el potencial de llevar adelante la obra de Dios. Por eso, continuando el trabajo del Creador, moldeó el barro y tocó al hombre. Usando el barro como si fuese el aceite de la unción, lo extendió por los inútiles ojos del hombre.

Este relato bíblico recupera imágenes de la creación, recordando al lector que todo comienza con la iniciativa amorosa de Dios. Dios siempre da el primer paso.

El segundo paso, la aceptación, depende de la humanidad. El hombre que no podía ver fue receptivo a la palabra de Jesús. Aceptó las instrucciones de Jesús, aunque no podía tener ningún conocimiento de cuál iba a ser el resultado de su obediencia. Regresó transformado.

Entonces fue cuando comenzaron sus problemas. No es fácil para la gente aprender a ver a alguien de una manera nueva. Los vecinos se habían acostumbrado bastante bien a la discapacidad física de aquel hombre. Cuando le encontraron con sus facultades intactas, dudaron de sus propios ojos y se preguntaron sobre la justicia, sobre el pecado y sobre el justo castigo. A la vista de su confusión, aquel hombre hizo lo impensable: Se identificó no solo como aquel que habían conocido sino también como alguien recreado en la imagen del hombre que había traido tal transformación. Dijo: "Yo soy".

Le preguntaron la cuestión que explicitaba la controversia: "¿Cómo se te abrieron los ojos?".

La respuesta corta fue "El hombre llamado Jesús". No podían entender eso; lo llevaron ante los fariseos.

El hombre llamado Jesús, la fuente de transformación, se convirtió en el centro de confusión y de discordia. Los líderes religiosos, autoproclamados árbitros de la verdadera fe, encontraron una respuesta rápida y fácil: "Este trabajo no puede venir de Dios porque se ha hecho en sábado. Todos saben que ni a Dios ni al hombre se le permite trabajar tal día".

Incluso a algunos de los líderes religiosos les causó rechazo tal conclusión. Si el hombre llamado Jesús había traído un gran bien, ¿cómo podía ser un pecador?

Por eso, las autoridades preguntaron de nuevo al hombre. Insistiendo en que dijera la verdad, introdujeron su pregunta con su propia certeza: "Sabemos que es un pecador".

El hombre-que-veía se negó a seguir adelante con tal afirmación. Simplemente repitió lo que le había sucedido: "Era ciego y ahora veo". Entonces se tomó la libertad de ofrecer su propio comentario teológico: "Nunca se ha curado a nadie ciego de nacimiento. ¿Cómo podría hacerlo sin la ayuda de Dios?"

Su reto a la lógica rígida y dogmática de los fariseos se probó intolerable. Para respaldar su
inexpugnable ortodoxia, recordaron al hombre sanado que su condición era obvia: había nacido ciego, estaba sumergido en el pecado. ¿Cómo se atrevía a enseñarles? Hicieron lo único que tenía sentido para ellos: le excomulgaron.

Habiendo oído que aquel hombre estaba sufriendo por Él, Jesús vino a ofrecerle solidaridad y explicación. Como en su primer encuentro, Jesús tomó la iniciativa. Ahora preguntó si el hombre-que-veía creía en el "Hijo del Hombre", el que estaba por venir.

En una escena paralela a la del encuentro entre Jesús y la mujer samaritana, el hombre pregunta quien será y Jesús se identifica. La autoidentificación de Jesús ratificó lo que Jesús le había dicho a los líderes: Jesús venía de Dios. Ahora podía decir con todo el corazón: "¡Creo!", una afirmación que podría ser traducida como un grito alegre y profundo: "¡Veo!".

Nunca se le nombra. La palabra utilizada para describirle es anthropos, la palabra griega para designar a un ser humano independientemente de su género, su etnia o su contexto histórico. Todos somos el ciego.

Cuando escuchamos este Evangelio, se nos reta a descubrir qué papel estamos jugando en la trama y cuál queremos desempeñar. Podemos ser personas vinculadas definitivamente por nuestras convicciones inquebrantables. Podemos ser personas que se preguntan por dónde nos saldrá Dios ahora. Podemos permitir que sean las autoridades las que nos den las respuestas.

Seamos quienes seamos, se nos invita a ser anthropos, gente que sabe que está ciega y deseosa de que se le de la vista.

Por Mary McGlone. Traducido del National Catholic Reporter

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