Dimensiones y deformaciones de la espiritualidad

Tratar sobre la espiritualidad comporta tener que asumir que nos hallamos ante un término cada vez más polisémico. Unos la asocian con experiencias personales cuasi sobrenaturales, otros la desvinculan de lo religioso y ya se ha acuñado la expresión: espiritualidad laica. Hablamos de espiritualidad cristiana, pero también oriental. Cuando una palabra se emplea con profusión, el riesgo de la confusión se hace presente.

La espiritualidad es una dimensión universal e innata del ser humano. Carl Gustav Jung la consideraba parte de su estructura psíquica. En clave creyente, huella de Dios en nuestra realidad existencial al haber sido creados a su imagen. Don divino para todo ser humano que explica la variabilidad de formas a través de las cuales la espiritualidad se ha expresado a lo largo de la historia, desde las manifestaciones míticas de los primeros humanos hasta las espiritualidades (religiosas y laicas) de nuestro tiempo.

Es a través de la dimensión trascendente de la espiritualidad que nos interrogamos acerca del sentido de la realidad: el universo, la vida o nuestra propia existencia. Tiene que ver, pues, con la manera como nos relacionamos con cuanto nos rodea, ya sea la naturaleza, a través del compromiso ecológico, con los demás, con nosotros mismos y con Dios.

Descubrimos en la espiritualidad diversas dimensiones. Una de ellas es la exterioridad mediante la cual trascendimos el propio yo y nos orientamos, de forma amorosa, a los demás, especialmente a las víctimas del “sistema”. Es la espiritualidad del profetismo judío y de Jesús de Nazaret.

La espiritualidad no puede prescindir de la dimensión de la interioridad. Tanto en el Primer como en el Nuevo Testamento, se nos propone el autoexamen aprendiendo a dirigir el foco de nuestra atención en nuestro mundo interior a fin de evaluar pensamientos, sentimientos, emociones, motivaciones y conductas a la luz de las exigencias del evangelio. Prácticas como el silencio y la meditación nos ayudan a ello.

Finalmente, debemos adentrarnos en la dimensión de la profundidad y orientarnos al fundamento último de la realidad: Dios. Es necesario recuperar el sentido dialogal de la oración en sus distintas posibilidades y la contemplación silenciosa y orante de la realidad y vivir conscientemente frente al Misterio.

Es por todo ello que la espiritualidad implica la totalidad de la persona empezando por aquellas estructuras biológicas, como es el caso del sistema nervioso central, que posibilita esta dimensión. Diferentes estudios han identificado la actividad de diversas zonas del cerebro en estados de meditación y oración. Quedan también incluidas las facultades cognitivas que permiten comprender la dinámica de la espiritualidad y expresarla. También el nivel emocional con su caudal de sentimientos internos y manifestaciones conductuales que ayudan a vivenciar todo cuanto la espiritualidad permite experimentar.

Pero cabe tener presente, como señala el teólogo Paul Tillich, que si alguna de las funciones que constituyen la totalidad de la personalidad se identifica, de modo casi exclusivo, con la manera a través de la cual la persona experimenta, expresa o indaga su espiritualidad, esta se deforma. Como síntesis integradora se ha definido a la persona como una estructura cognitiva-emocional y es en cada uno de los ejes de esta bipolaridad donde puede producir tal deformación.

El primer riesgo es el “secuestro teológico”, al que hace referencia el cardenal Karl Rahner,
«consistente en hablar sobre todo lo humano y lo divino con un arsenal casi ilimitado de conceptos teológicos y filosóficos que (paradójicamente) impiden el viaje a la experiencia originaria: aquella que posibilita comprender la profundidad de la existencia». Es la deformación intelectualista de la que también hablaba Paul Tillich cuando la fe se asocia exclusivamente con conocimiento. La dialéctica entre la experiencia y su manifestación conceptual es consustancial a la naturaleza humana ya que la vida interior reclama su expresión.

Es obvio que el conocimiento es necesario, pero no suficiente en el ámbito de la espiritualidad. Las afirmaciones más profundas de Dios en la Biblia no las hallamos en formulaciones abstractas, sino en relatos vivenciales entretejidos en la realidad existencial de hombres y mujeres. La deformación intelectualista es propia del pensamiento moderno y su pretensión de explicar la totalidad de la realidad mediante procesos de racionalización.

La segunda deformación es la sentimental. Es propia de la postmodernidad y su interés por sentir y experimentar. Vivimos un momento de búsqueda y exaltación de fenómenos extraordinarios (visiones, profecías, sanidades, exorcismos…). En algunos contextos se vive una auténtica fascinación por la “mística” sin recordar que la vivencia excepcional de acceso a la inaccesibilidad de Dios es un acto de gracia, transitoria y de difícil comunicación como sugiere la experiencia de San Pablo. En un trabajo sobre esta temática, el teólogo J. I. González Faus escribe que: «la experiencia mística no puede ser buscada ni puede ser resultado de una búsqueda. Y si se produjera de esta manera, podemos afirmar que no es Dios lo que allí se ha experimentado».

La espiritualidad requiere de los sentimientos y de la obertura a la profundidad de la existencia; pero es (o debería ser) más que simple emoción. La emoción, sin apenas contenido doctrinal, nos sitúa en un reduccionismo de la experiencia y en la subjetividad. También en la duda de si les manifestaciones impregnadas tan sólo o en gran parte de componentes emocionales parten de un yo integrado, equilibrado y armonioso o si pueden llegar a reflejar alguna disfuncionalidad. Es notorio que las emociones nos juegan malas pasadas en todos los órdenes de la vida y el mundo de la espiritualidad no tiene por qué ser una excepción.

Por la propia estructura de la personalidad es posible hallar una mayor identificación con uno de los dos polos. El riesgo de deformación se halla de forma latente en todos ya que la equidistancia suele ser más utópica que real. El sesgo es posible. La toma de conciencia y el discernimiento se hacen necesarios para modificar la posición polarizada y buscar el mayor equilibrio posible. Las deformaciones de la espiritualidad impiden experimentar toda su riqueza. En cambio, la espiritualidad equilibrada da profundidad, dirección y unidad a las diferentes dimensiones de la personalidad.

Por Jaume Triginé. Publicado en Lupa Protestante

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