Un Dios sin protocolos

Si dispones de un momento, lector o lectora, me gustaría recrear para ti, a mi nada académica manera, una historia que quizás te suene.
 
Una vez, imposible saber con certeza el tiempo que habrá transcurrido, quizás antes del tiempo, se le ocurrió a todo un Dios, al Dios más original de todos los dioses, olvidarse por un tiempo de que es el Eterno, el señor de lo intemporal, y el Todopoderoso, para encarnarse en la historia como hombre débil, a fin de enseñarnos a los humanos desde nuestra misma debilidad que es posible vivir en la verdad, en la hermandad, en la humildad, en el amor. Es decir: que es posible vivir en toda su dignidad el hecho sublime de ser hombre o mujer.

Y, como Dios por ser Dios, no tiene que solicitar permisos ni esconder intenciones, dio con suficiente antelación cumplida noticia, pregonando a los cuatro vientos sus proyectos, por medio de emisarios muy angelicales y profetas muy terrenales. 

Todavía no se habían desvelado con claridad sus sueños y ya se pusieron a discurrir los especialistas en protocolos, programaciones de eventos grandiosos y divinas solemnidades. Se escribieron grandes tratados, se pronunciaron elocuentísimos discursos sobre cómo debería ser esa teofanía, esa manifestación ante el mundo de todo un Dios hecho hombre.

Naturalmente que en sus competitivas elucubraciones, más deductivas que inductivas, no había lugar para un posible niño acostado en un pesebre y tiritando de frío, porque un niño así, como muchos más niños, es la negación más radical de ampulosas solemnidades.

Conforme a todos los tratados de mitológicos aterrizajes de dioses, estos tienen que estar forzosamente precedidos y acompañados de impresionantes signos majestuosos.

La mayoría de los entendidos, casi todos doctores en ciencias políticas y económicas, amén de diplomados en sutiles diplomacias, se inclinaban por la materialización de aquel divino proyecto de encarnación en figura de hombre, -que algunos creían que sería sólo en apariencia-, como un super humano ya hecho y derecho, con abundante barba, andar reposado y amplísimas vestimentas tallares de sumo sacerdote o de arrogante emperador. Su entrada en este mundo, -como si no estuviera ya en él desde antes de que el mundo fuese mundo-, tendría que ser al son de atronadores himnos paramilitares, como corresponde a quién podría ser con toda propiedad el elohim, capitán general de todos os ejércitos.

Bien es verdad que no faltaron proféticas voces discordantes, sabia y eficazmente acalladas, que gritaban: "¡No os engañéis. Abrid los ojos. El Siervo de Yhawé no viene a consolidar poderes corruptos y opresores, sino a traer justicia divina para los desheredados de este mundo y de todos los mundos. A proclamar el año de gracia!
En lo que no acababan de ponerse de acuerdo los especialistas protocolarios era en el orden en que habían de estar colocadas para estrecharle la mano las pertinentes e impertinentes autoridades religiosas, civiles y militares preseleccionadas para la acogida, ni en si había de visitar primero el templo, el sanedrín, el anfiteatro o la sede del alto estado mayor.

Más de diez firmas farisaicas acreditadas como garantía de multinacionales con poder para implantar o remover mandatarios se ofrecieron gratuitamente como patrocinadoras; lo que les servía de fácil excusa para hábiles espionajes.

Pero un Dios tan sumamente original, -calificado por este motivo de excéntrico por teólogos hebreos y no hebreos- prescindió de asesorías de imagen, de protocolos y parafernalias elitistas y
excluyentes y decidió por su cuenta y riesgo nacer de una sencilla mujercita de pueblo, casada con un humilde artesano sin empleo fijo, ni seguro de desempleo, ni afiliación sindical conocida, ni militancia política acreditada, ni trazas de ser contratado por los servicios municipales para labores de mantenimiento.

Con estos precedentes, ¿quién iba a creerse que el Dios que está por encima del mismísimo dios del trueno se iba a esconder detrás de una vocecita débil de niño tan indefenso como todos los niños, pero menos arropado con ropas finas que muchos; aunque más envuelto en cariños paternales y maternales que no pocos?

¿Quien podría tener tanta intuición como para adivinar en la penumbra de una cueva próxima a una villa mal considerada llamada Belén, a la Luz que disipa las tinieblas e irradia fulgores de esperanza sobre la humanidad?

¡Que terrible decepción! Después de siglos de programaciones, el día del nacimiento de Dios hecho hombre ni hubo bandas militares ni trompetas apocalípticas, ni siquiera un notario que diese fe de la fecha y hora exacta. 

Quizás, por falta de un solo notario o escribano en aquel momento, haya hoy, como ayer y como mañana, ignorantes disfrazados de sabios arqueólogos que deambulan por escenarios y sensacionalistas platós, cobrando pingües cantidades, por afirmar que, por no saber, ni sabemos si existió un tal Jesús, apodado el Nazareno. Claro que un solo notario que diese fe no sería más fidedigno que millones de creyentes no notarios titulados, a los que se tilda de pobres visionarios embaucados por comecocos. 

Próximamente continuaremos con esta contradictoria historia de amores y desamores.

Por Xosé Manuel Carballo Ferreiro. Publicado en Religión Digital

Comentarios

Entradas populares