Misericordia et misera (IV)
17. Durante el Año Santo, especialmente en los «viernes de la misericordia»,
he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia
no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y
silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos
signos
concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e
indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen personas
que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la
solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don
valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida,
son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo.
Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de
cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su
servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas
se acerquen a la Iglesia.
18. Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para
dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia
necesita anunciar hoy esos «muchos otros signos» que Jesús realizó y que
«no están escritos» (Jn 20,30), de modo que sean expresión
elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive
de Él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de
misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y
despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen
nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a
otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus
múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama
socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con
frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en
ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El
analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas
se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del
individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda
el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios
mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la
más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento
de la dignidad inviolable de la vida humana.
Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales
constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y
positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a
ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de
personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con
nosotros una «ciudad fiable».
19. En este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de
misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a
descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun
así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza
espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas.
Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a
descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y
entusiasmo.
Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en
iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta
posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las
direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un
rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En
efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es
como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt
25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del
Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y,
sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron
(cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, Él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.
Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está
desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y
está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); Él ya no tiene nada. En la
cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los
que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la
Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»
para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser
solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la
dignidad que les ha sido arrebatada. «Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt
25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas
formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir
dignamente.
No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o
una tierra donde habitar; ser
discriminados por la fe, la raza, la
condición social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan
contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción
misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y
la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir
la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana.
Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo
tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros
tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les
ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos
niños son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para que
vivan con dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar
su presente y su futuro?
El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse
inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los
planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu
Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera
concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean
sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de
todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.
20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia,
basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura
en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada
cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son «artesanales»:
ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de
mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la
«materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada
una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una
persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a
partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el
espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la
comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del
Señor la llama a salir siempre de la indiferencia y del individualismo,
en el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y
sin problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8),
dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una
falta de compromiso cuando sabemos que Él se ha identificado con cada
uno de ellos.
La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua,
con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad
con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una
invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos
necesariamente. La tentación de quedarse en la «teoría sobre la
misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en vida
cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos
olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su
encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se
refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana:
«Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado
cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una
invitación más actual hoy que nunca, que se impone en razón de su
evidencia evangélica.
21. Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras del
apóstol Pedro: «Los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto
de compasión» (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros cuanto
hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren, para
que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre. Que
nuestras comunidades se abran hasta alcanzar a todos los que viven en su
territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los
creyentes, la caricia de Dios.
Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida
está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el
poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y
hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia,
para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan
la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus
necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres
sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la
indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.
A la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas»,
mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las
Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este
Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres.
Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los
pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de
misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que ayudará a
las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la pobreza está en
el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro esté
echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá
haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una
genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que
se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión
pastoral, para ser testimonio de la misericordia.
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