Misericordia et misera (III)
11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas
hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido
el primero de los pecadores, «por esto precisamente se compadeció de mí»
(1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para hacer que
también
nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para que
veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y
transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro,
que me hizo capaz, se fío de mí y me confió este ministerio, a mí, que
antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo
compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).
Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras
del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos
encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con vistas a
este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados;
hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón.
No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al
hijo que regresa a Él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a
recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a
banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en
la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El
cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del
Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos
más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una
justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que
brota de la gracia divina.
Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden
delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y
palabras que toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que
descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas
ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la
misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de
la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).
El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto
central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que
pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co
5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le
impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se
les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del
perdón.
Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas
para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha
encontrado un buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una
fuerte llamada pastoral para vivir intensamente el Sacramento de la
Confesión.
13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación.
«Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1), son las sentidas palabras
que el profeta pronuncia también hoy, para que llegue una palabra
de
esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos dejemos robar nunca la
esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es cierto, a
menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás debe decaer la certeza de
que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en la cercanía,
en el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y hermanas nos ofrecen
cuando sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar las
lágrimas es una acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el
que con frecuencia terminamos encerrados.
Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al
sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar
una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia.
Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la
violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres
queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven
estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir
comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que
permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a
través del consuelo ofrecido por los hermanos.
A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos
no existen palabras para responder a los interrogantes del que sufre.
La falta de palabras, sin embargo, se puede suplir por la compasión del
que está presente y cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto
que el silencio sea un acto de rendición, al contrario, es un momento de
fuerza y de amor. El silencio también pertenece al lenguaje de la
consolación, porque se transforma en una obra concreta de solidaridad y
unión con el sufrimiento del hermano.
14. En un momento particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras, es importante que llegue una palabra de gran consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio
es una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que
corresponder con el amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la
familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas
alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también
el júbilo de la Iglesia». El sendero de la vida lleva a que un hombre y
una mujer se encuentren, se amen y se prometan, fidelidad por siempre
delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y
la soledad. La alegría de los padres por el don de los hijos no es
inmune a las preocupaciones con respecto a su crecimiento y formación, y
para que tengan un futuro digno de ser vivido con intensidad.
La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia
para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia,
sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la
acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo de la
familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a reconocer
la complejidad de la realidad familiar actual. La experiencia de la
misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades humanas
con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y acompañar.
No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia
historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con
sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve
bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte
del sacerdote, un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente
para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que
viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar
activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de
Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios,
reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
15. El momento de la muerte reviste una importancia particular. La
Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la
resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la
vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la
cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta
el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en
cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible,
pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas
que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las
religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está
acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia
de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del
difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la
ausencia de la persona amada.
Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada
por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean
expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da
palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de Su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento
significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la
cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad,
soledad, incertidumbre y llanto.
Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque
nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia.
Por su misma naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en
una acción concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su
verdad, no se puede volver atrás: crece continuamente y transforma la
vida. Es verdaderamente una nueva creación que obra un corazón nuevo,
capaz de amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las
necesidades más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la
Iglesia ora en la Vigilia Pascual,
después de la lectura que narra la creación: «Oh Dios, que con acción
maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste».
La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos
corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras
este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es
transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar
de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una «nueva
creatura» (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido perdonado,
entonces renazco a una vida nueva; he sido «misericordiado», entonces me
convierto en instrumento de misericordia.
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