Misericordia et Misera (II)

6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios asume también un significado particular.
Cada domingo, la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual. En la celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de nuestra salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se «entretiene» con nosotros, para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de la belleza y del bien», para que el corazón de los creyentes vibre ante la grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.

7. La Biblia es la gran historia que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento permanente de Su misericordia y de Su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tm 3,16). Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras concretas de caridad.

8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro
encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser Sus hijos. Somos pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).

En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia Él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás, como Él perdona nuestras faltas: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula el alegre compromiso por la misericordia.
 
9. Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de reconciliación. «Reconciliaos con Dios» (2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que descubra la potencia del amor que transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).

Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el ejercicio de este precioso ministerio.

10. A los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.

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