Nuestro destino definitivo es el vuelo eterno de las mariposas
Lo que el cristianismo sostiene sobre la vida es extraordinario. En el seno más íntimo de todo ser se encuentra el aliento vivificante del amor de Dios,
como verdadera savia inmaterial que nutre y
fortifica a las criaturas,
haciéndoles ser quienes son. Dios crea, conserva y consuma a toda Su
creación como una niña acaricia y cuida al muñeco de trapo que
confeccionó con la ayuda de su madre.
En el principio eran unos retazos amorfos. Puntada tras puntada y un algo de relleno y, en pocos minutos, todo era bueno. Fue un beso de la niña quien insufló en el muñeco el aliento vital.
El muñeco vive porque la niña le habla con sus cuidados. Le da de
comer, lo viste y lo lava. Es la palabra cariñosa la que da la vida. Lo
pasea y no lo pierde de vista. Sus ojos de botones refulgen porque
recibieron, por gracia, una primera mirada que los encendió.
Así es el universo y el ser humano creado por Dios. Puntada tras
puntada. Palabra creadora. Mirada de autocomunicación en amor
incondicional. Materia viva, corporalidad habitada por un interior
consciente de sí. Pero tan consciente que, desde bien pequeños, nos
cuesta un triunfo salir de nosotros mismos y vencer ese egoísmo
tendencioso que nos encadena, como a los niños, a nuestras rabietas
cotidianas. Amar es salir de sí. Vivir en la gratuidad y en la
lógica del regalo, del descentramiento, del cuidado del prójimo, del
refugiado, de la maltratada, del preso y no de nosotros mismos. Como
Dios con la creación, como Jesús de Nazaret con sus seguidores, como la
niña con su muñeco.
Siendo grande lo que el cristianismo dice sobre la vida es mucho
mayor lo que dice sobre la muerte porque desmitifica completamente su
carácter definitivo. El amor de Dios nos ha dado, en la creación,
una vida sin fin. Una vida inmortal. Una vida eterna. Llegado el tiempo
la crisálida se convierte en mariposa. Llegada a nosotros la hora
definitiva experimentaremos nuestra particular metamorfosis. Cada uno la
suya, pero todos la misma.
La muerte tiene, a la luz de la resurrección de Cristo, un sentido
extraordinariamente positivo,
porque no es ni final definitivo
-aniquilación en el vacío- ni reiteración de la vida terrena
-reencarnación circular- ni disolución en el universo como una gota en
el mar. La muerte para el cristianismo es un nuevo nacimiento a una
forma de vida absolutamente transformada, pero en continuidad con
nuestra histórica identidad biográfica. En la eternidad seremos nosotros mismos, pero no lo mismo.
He ahí nuestros difuntos: abuelos, padres, hermanos... El
cristianismo sostiene acerca de ellos algo maravilloso. Puesto que
fueron concebidos en el aliento creador del amor de Dios han sido
también renacidos por Su compasivo mirar omnipotente. Como la savia
dormida en invierno hace brotar los frutos en primavera, así la
inmaterial savia de la vida eterna vivifica invisiblemente al difunto en
los campos bienaventurados. Pasaron nuestros seres queridos a través de
la muerte como quien recorre un camino incierto y oscuro que, sin
embargo, finaliza en la infinidad de un Dios que es vida fecunda, luz
incandescente, descanso sin fin. Puntada tras puntada somos rehechos en Dios según el patrón de Cristo.
Y nuestros familiares son como mariposas rutilantes que lejos de
alejarse de las flores del mundo retornan al contacto con ellas pero
ahora al modo divino: como polen inmaterial que poliniza en el bien y
en el amor nuestro ser más íntimo. Están eternamente ante nosotros y
nosotros en ellos, con Dios, en Cristo, presentes por el Espíritu y
dirigiéndonos miradas y palabras cariñosas que, de vez en cuando,
encienden nuestros ojos de botones haciéndonos ver lo invisible, lo que
está más allá de las cosas, nuestro más auténtico destino, nuestro
verdadero ser allende nuestros retazos de trapo.
Enterrar a nuestros difuntos en sepulturas o nichos sigue pareciendo
lo más adecuado. Incinerarlos también está bien. ¿Qué hacer, sin
embargo, con nuestra ceniza? Respeto y sentido común. Los restos mortales, mejor que en las casas, están en los cementerios.
Esos espacios de soledad, silencio y paz de los que tan faltos estamos
en nuestras urbes. Con todo creo que debe imperar en esto el respeto y
el sentido común. Hay cementerios realmente desagradables. Hay casas, en
cambio, con pulcros espacios de reposo y paz.
Lo mismo sucede con el destino final de las cenizas. Tengamos respeto y sentido. Conozco
gente que expandió en el aire, en la tierra o en el agua las cenizas de
un familiar, con todo amor y cariño, y sin dar ningún tipo de cabida a
panteísmos, naturalismos o nihilismos. Cristianos profesantes de la
verdadera fe en la resurrección. ¿No cabe una expresión cristiana de esa
expansión que convierte en polvo de la tierra lo que ya lo era según la
conocida expresión litúrgica del miércoles de ceniza?
El problema real no parece estar en las cenizas, o en lo que se haga
con ellas, siempre que prime la fe en la resurrección y el respeto a los
muertos. La dificultad parece residir en las ideas difusas sobre la
muerte y la resurrección y en el peligro de que no se atienda con el
debido respeto a los restos mortales. Ahora bien: tratándose de cristianos adultos y salvadas estas dos cosas, ¿dónde está el problema?
Más que de una «imperativa» instrucción Ad resurgendum cum Christo
todos parecemos más necesitados de una iluminadora actualización
teológica que nos recuerde, con alegría, misericordia y esperanza, lo
que el cristianismo le tiene que decir al ser humano de todos los
tiempos: que somos creados con el cariño infantil de los muñecos de
trapo, para ser transformados como gusanos de seda en su crisálida,
pero, sobre todo, que nuestro destino definitivo es el vuelo eterno de
las mariposas. La muerte es metamorfosis, y con los restos mortales, lo dicho: respeto y sentido común.
Por Pedro Castelao. Publicado en Religión Digital
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