Avivar la llama de la fe
Cuando estábamos creciendo, teníamos tareas con las que contribuir al bienestar de la familia y aprender el sentido de la responsabilidad. Una de las mías, no mi favorita, era mantener el fuego encendido mientras mi padre preparaba la barbacoa. Una vez que el carbón estaba encendido, era mi labor avivar las brasas que liberasen calor hasta que la comida estuviese terminada.
Por esta pequeña parte de mi historia, las palabras de Pablo a Timoteo en la segunda lectura sobre avivar en una llama el regalo de Dios que había recibido siempre resuena en mi alma.
La fe es el tema de cada uno de los textos de hoy. El apenas mencionado profeta Habakkuk se había frustrado por la falta de fe evidenciada en el comportamiento de su pueblo y su respuesta a Dios. Se le aseguró, sin embargo, que Dios escucha las oraciones y nunca decepciona; también aprendió que aunque los duros de corazón no tengan integridad, los justos, por la fe, vivirán.
Cuando los discípulos en camino a Jerusalén con Jesús aprendieron más sobre los retos del discipulado, tuvieron miedo de no reunir la fe necesaria para afrontarlos. Por eso, rogaron, "Auméntanos la fe". La fe no se mide en kilos o en libras. En cambio, es el poder que nos inspira, que nos ayuda a perseverar, que nos capacita para luchar y para no perder el corazón, y que nos mantiene siempre conscientes de la presencia ayudante de Dios.
Las imágenes de Jesús del grano de mostaza y de la morera ilustran gráficamente el poder de la fe para mover lo inmovible y para cumplir lo que parece imposible. La parábola de Jesús sobre el siervo parece indicarnos que la fe no es un premio para aquellos que han alcanzado los escalones más altos, sino que es un requisito de todos los discípulos. Cuando creemos, cuando tenemos fe, estamos simplemente cumpliendo nuestro trabajo y no deberíamos buscar ningún premio. Estamos para preservar la fe.
Esto nos lleva de regreso a Pablo y a la sabiduría que compartió con su joven amigo y colega Timoteo. El consejo de Pablo adquiere una mayor importancia al saber que en ese momento estaba en prisión e intentaba ayudar a Timoteo con sus enseñanzas todo lo posible antes de ser silenciado definitivamente. Poco sabía Pablo que sus palabras y su sabiduría podrían seguirían enseñando a los creyentes durante siglos.
A nosotros que escuchamos hoy su voz se nos recuerda que nuestra fe es un don de Dios que debe ser alimentado, avivado y alimentado como una llama a cuyo cargo hemos sido puestos. Como guardianes de la llama, conoceremos el miedo, pero no podemos ser cobardes, avergonzados o débiles, ni podemos evitar el sufrimiento y las luchas inherentes a creer. Pablo urgió a Timoteo, y nos urge a cada uno de nosotros, a tomar sus palabras como la norma por la que vivimos y guardar el gran tesoro de la fe. Lo hacemos con la ayuda del Espíritu Santo, que mora dentro de todos nosotros.
Estamos más que adecuadamente equipados para la vida en este mundo. ¿Cómo avivamos la llama del don divino de la fe que se nos ha confiado? Uno de los relatos post- resurrección de Lucas me
viene a la cabeza. Cuando Jesús se encuentra con dos discípulos camino a Emaús, permaneció con ellos. Citó e interpretó cada pasaje de la Escritura que se refería a Él. Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y comenzó a compartirlo con ellos. Sus ojos se abrieron, la llama de la fe en ellos se convirtió en un gran incendio. Testificaron "¿No ardían nuestros corazones cuando caminaba con nosotros y nos explicaba las Escrituras?".
Los mismos recursos, el pan de la Palabra Sagrada y el pan vivo de la Eucaristía, siguen a nuestra disposición. Son los medios a través de los cuales nuestra fe es avivada en una llama. Por esa razón, volvemos una y otra vez a la mesa de Jesús, donde se nos alimenta, donde la fe arde, para que otros también vean y crean.
Por Patricia Datchuck. Traducido del National Catholic Reporter
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